La quietud
La incomodidad Por Javier Acevedo Nieto
La mirada de Esmeralda fulmina el rostro amoratado de una de sus hijas. Cada palabra duele, cada reproche abre una herida antigua, y cada copa de vino despierta sensaciones escondidas. La familia es la institución social más antigua de la humanidad, y cada uno la vive a su manera. Este el caso de La quietud, el último filme de Pablo Trapero en el que a través de un guion escrito por él mismo ahonda en la perversa dinámica de una familia argentina burguesa sobre cuyo presente sobrevuela el fantasma del pasado. La obra de Trapero se había cimentado hasta este momento sobre un estilo eminente social, denunciando con elocuencia las miserias de la sociedad argentina. Si había un rasgo destacable del realizador argentino era su capacidad para adaptar retratos sociales a la horma de géneros como el policiaco o el cine negro. Mundo grúa (1999) era un testimonio de la gente ordinaria, enfocado a reflejar la alienación obrera; Leonera (2008) funcionaba como drama carcelario donde había lugar para la reflexión sobre el rol femenino y la idea de maternidad; Carancho (2010) era un ejercicio de estilo que alternaba el neo-noir, el thriller y el drama romántico, y ya en Elefante blanco (2012) dibuja un mapa de la sociedad argentina y la miseria para en El clan (2015) atreverse con el retrato familiar. Esa filmografía y tantos otros títulos han aupado a Trapero a una posición privilegiada en el cine argentino, razón por la cual La quietud (2018) se presenta en la SEMINCI siendo ante todo un filme donde Pablo Trapero puede dar rienda suelta a todos sus vicios y virtudes, reutilizando nuevamente géneros y mezclándolos hasta ofrecer una obra que carece del balance de sus anteriores trabajos.
La quietud es ante todo, como ya se señalaba, un drama familiar clásico donde el infarto cerebral del patriarca, Augusto, otrora relevante figura en una notaría y vinculado a un episodio oscuro de la historia de Argentina, marca el detonante de un relato que durante toda su duración acumula sucesos, situaciones insostenibles y sobre todo genera mucha incomodidad por su incapacidad para tejer un drama de una convicción coherente. El epicentro de ese gran drama familiar es la matriarca, Esmeralda, mujer de obsesiones decimonónicas, carácter furibundo y gesto propio de Norma Desmond. Alrededor sus dos hijas, Mia y Eugenia, reunidas tras varios años debido a la enfermedad del padre. En segundo plano Vincent, el yerno y Esteban, abogado profundamente enamorado de una de las hijas. Trapero no esconde en ningún momento sus cartas y camina por el complicado camino de balancear el drama familiar más clásico a través del espectro del pasado, la exploración del deseo y los límites convencionales del amor, con el melodrama propio de telefilme a través de estrambóticos giros dramáticos y enaltecidas discusiones regadas con vino. El resultado es tremendamente incómodo, porque la audacia de ciertos temas y el manifiesto estilo con el que se desvela la intimidad y perversión en el microcosmos de la finca familiar se ven empañados y eclipsados por esos arrebatos folletinescos que lastran la coherencia y desarrollo de personajes. Trapero ha demostrado hasta el momento un claro compromiso crítico con la realidad que le rodea, ya fuera de manera mas o menos explícita. Todo eso pasa a un segundo plano en La quietud, donde el oscuro pasado familiar es tan solo otro tema de sobremesa para que unos personajes llevados en ocasiones al paroxismo discutan en eternas secuencias donde Trapero parece divertirse enfatizando la mímesis entre personajes y alternando primeros planos con la figura femenina siempre omnipresente.
Los propósitos de Trapero quedan expuestos desde el principio. Una secuencia donde las dos hermanas yacen en la cama y evocan el recuerdo de juventud donde solían masturbarse juntas pensando en la figura de un trabajador de raza negra. Erotismo, planos detalle, primeros planos y suaves travellings por dos figuras femeninas que se funden y serpentean entre las sábanas. El espectro de Bergman sobrevuela durante toda la película, con esa constante referencia a la dualidad femenina escondida en relaciones binarias: madre/hija, hermana/amante, padre/masculinidad. Caras que se funden, reflejos que enmarcan rostros deformados por la frustración sexual, encuadres reencuadrados en el propio plano enfatizando esa idea del gran teatro familiar. Es aquí donde la libertad absoluta que Trapero se ha tomado dirigiendo y escribiendo La quietud parece querer despuntar, pero rápidamente deriva un estéril ejercicio de diálogos destinados a nada más que incomodar al espectador eliminando su capacidad para ser sugestionado y siendo instruido en cómo juzgar lo que ve. Lo que en Bergman era herencia de ese teatro de la crueldad y el absurdo donde la reiteración expresiva, los diálogos alargados, el minimalismo expresivo y la ironía deconstruían al hombre en atmósferas dotadas de un onirismo inmanente, queda en nada en manos de Trapero. Del teatro de la crueldad surge la necesidad permanente de impactar al espectador con sucesos dramáticos, pero llegados a punto del filme esos sucesos poco sorprenden cuando el metraje ya ha anticipado ese suceso en eternas discusiones. Del teatro del absurdo o la ironía de Strindberg La quietud parece querer aspirar a crear ese halo de atemporalidad, de tiempo congelado en un espacio de acción acotado – la finca familiar – , y omitiendo los sugerentes primeros compases, el resto del filme carece de la ironía y sus personajes de la profundidad para soportar una revisión existencialista.
Aún con estos fallos Trapero apunta alto, existe un sustrato erótico y convive un tímido relato de obsesiones y parafilias cuya sutileza es tal que el espectador acaba preguntándose si no habría sido mejor arriesgar antes que ofrecer el sempiterno relato de una reunión familiar donde la burguesía dirime sus penas y reproches sin rascar la superficie. Para esa clase de retratos familiares marcados por la ironía y el humor negro ya tenemos films como Agosto (August: Osage County, John Wells, 2013), que se contentan con no ir más allá de un escrupuloso estudio de personajes. Viniendo de alguien tan mordaz como Trapero, y de una cinematografía como la argentina, tan evocadora en sus retratos desaforados de la inanición de la burguesía y alta sociedad, tan capaz de registrar la densidad psicológica de una clase estancada en sus vicios, todo parece insuficiente. Lucrecia Martel, Anahí Berneri o el propio Trapero son ejemplos de esta tendencia psicológica y existencial.
Un ejercicio de libertad creativa que culmina con un salto al vacío y caída dolorosa. Atisbos de lo que podría haber sido, y la certeza de lo que es: un drama familiar descompensado y lastrado por la incapacidad de Trapero para conciliar registros dramáticos y superar el hieratismo de unas formas propias del telefilme que aunque podrían haber aportado un interesante contrapunto, en este caso pesan mucho en el desarrollo dramático y la coherencia de los personajes. La quietud es un filme incómodo, que parece no querer posicionarse y sobrevuela multitud de motivos sin ahondar lo suficiente en ninguno de ellos y deteniéndose en la contemplación morbosa de unos personajes que quedan lejos del espectro de Bergman.
Leyendo, sin haber visto la película, me vino a la mente, que tú también nombras, a Lucrecia Martel, y más particularmente, su ciénaga. Tendré que ver la peli de Trapero, al menos me has puesto los dientes largos con tu comentario. No importa lo extenso que sea, no se hace pesado, y cada párrafo es un descubrimiento, una mezcla de certeza e incertidumbre.