La rebelión de la memoria

Annecy I Por Samuel Lagunas

A mis alumn@s de HyPI

Quienes leen este espacio habitualmente, ya conocerán mi gusto especial por las películas animadas. En la búsqueda de un nicho desde donde tener algo que decir en esta devoradora -y a la vez gratificante- industria cinematográfica, he descubierto con gratitud que alguna gente considera interesantes mis opiniones sobre un tipo de cine que, en muchas ocasiones, huye de la interpretación en aras del mero entretenimiento. Tengo un amigo terapeuta que ha comentado esta situación. No recuerdo sus palabras precisas, pero vinculó mi romance con el cine animado con un sentimiento fuerte de nostalgia por el pasado (¿la infancia?) y con una velada protesta contra los modos de ser adulto en el mundo contemporáneo.

En Annecy, la mayoría compartimos algunos rasgos de los niños perdidos de Peter Pan, pero también de Oscar, el protagonista de El tambor de hojalata (Die Blechtrommel, Volker Schlöndorff, 1979) quien a los tres años decide voluntariamente dejar de crecer para tener una mejor posición desde donde presenciar y cuestionar el derrumbe de su ciudad. Es cierto, en este pueblo francés tan imávido como acogedor, se congregan en los pasillos decenas de seguidores de los minions y de Buzz Lightyear dispuestos a esperar varias horas para obtener un poster autografiado; es cierto, antes de las funciones, las personas nos ponemos a hacer avioncitos de papel que vuelan desordenadamente por toda la sala y, cuando comienza la película, chasqueamos la boca imitando a las criaturas protagonistas del promocional oficial del Festival. Sin embargo, en Annecy también hay sitio para la esperanza. Y es que, salirse del molde del cuerpo y de la carne para asumir, por unas cuantas horas, la perspectiva de una figura de arcilla, de un recorte de papel, o de una línea que recorre digitalmente la pantalla, tiene algo de violento y de contracultural. Me aferro a pensar que se trata de una gozosa resistencia.

Quienes leen habitualmente este espacio, seguramente habrán notado que en los últimos meses me he especializado en la animación latinoamericana. Escribo “especializado” no por esnobismo, sino sólo para recalcar que he pasado bastantes horas frente a la pantalla tratando de entender qué distingue estas películas del resto que se producen en el mundo. Y creo que a estas alturas tengo algunas hipótesis no tan equivocadas. Una de ellas, y que compartía con mis estudiantes en el último curso que di en la universidad, tiene que ver con el ánimo vanguardista que caracteriza la animación colombiana. Las razones sociopolíticas y estéticas son complejas, pero no es azaroso que el crítico de la televisión más importante de América Latina, Jesús Martín Barbero, sea colombiano y haya escrito sus obras más influyentes a fines de los 80 y durante los 90, a la par que un hombre llamado Carlos Santa se encerraba en su casa con sus amigos y sus estudiantes de Artes Visuales para hacer cortometrajes con arena y con recortes donde expresaba su ánimo antihegemónico en contra de la cultura de masas. Carlos Santa (1957-) es una rara avis en la animación latinoamericana, su compromiso ideológico no ha fluctuado durante décadas y eso le ha permitido crear y sostener en Colombia una escuela de estilo y, sobre todo, de voluntad. Paralelamente, se ha desarrollado la figura de Cecilia Traslaviña (1960-) quien, además de hacer películas tan herméticas como emotivas, mantiene actualizado Moebious Animación, el repositorio de animación latinoamericana más importante de internet.

El impulso que Santa y Traslaviña han dado a la animación no figurativa y experimental en Colombia ha permitido que, lo que es anómalo en otros países de la región, sea allí una constante (pensemos en las postales sonoras de Bibiana Rojas o en los videos musicales de Julián Valdivieso). Por eso no resulta sorpresivo que en este 2022, haya representantes colombianos en todas las secciones del Festival. A sus películas quiero dedicar esta primera entrega.

Annecy Yugo

Yugo

Comienzo con Yugo (2021), del experimentado Carlos Gómez Salamanca, quien ahora lanza una crítica punzante contra los modos de producción capitalista por medio del recuerdo de una historia familiar. A través de la pintura con polvo metálico (el cual el director recogió de zonas industriales de Bogotá) el 3D y el stop motion, Salamanca entreteje el despojo de tierras, la sobreexplotación de campesinos, la migración hacia las ciudades, el estrés y el cáncer para emitir un diagnóstico social desalentador: el capitalismo, como la Matrix, requiere exprimir nuestros cuerpos y nuestros espíritus para mantenerse a flote. Frente a ello, mantener viva la memoria del sufrimiento se vuelve una manera de combatir la enajenación y el olvido que caracteriza las subjetividades contemporáneas. La materialidad del recuerdo es frágil, pero con un marco interpretativo adecuado -propone este cortometraje- este puede sobrevivir a la muerte y ser un legado emancipador para las siguientes generaciones.

La presencia de una voz en off que sostiene la memoria en Yugo es un recurso similar a lo que vemos y escuchamos en el trabajo de fin de cursos de María Angélica Restrepo y Carlos Velandia, Todas mis cicatrices se desvanecen en el viento (2022), producido por la Universidad de Colombia. Aquí, sin embargo, lo que se pone en el centro es una crítica a las violencias de género que aterrorizan una historia personal y familiar. No hay nada más allá de la casa de la protagonista, al mismo tiempo que no hay nada más allá de lo que recuerda. Llamadas telefónicas y testimonios le van dando sentido al relato de vida de una mujer que intenta llegar hasta lo más hondo de su intimidad a través de una caminata por los espacios que habita. Las esporas digitales que vemos en la película y otorgan forma al recorrido interior y exterior de la protagonista evidencian la naturaleza evanescente, pero también la relevancia ético-política de recordar. La imagen es tan endeble, pero igual cala en los cuerpos y en los espacios.

El mismo Carlos Velandia (y Angélica en rol de productora) presentó en la categoría más vanguardista del Festival, Off-Limits, el corto La mujer como imagen, el hombre como portador de la mirada (2022), una especie de video-ensayo que pone en práctica el análisis de la male gaze que popularizó hace ya varias décadas el libro de John Berger, Modos de ver. Velandia se dedica a espigar imágenes de la historia del cine occidental (algo que ya había hecho la mexicana Marcela Fernández Violante en De cuerpo presente (Las espirales perpetuas del placer y el poder) [1998]), para dar cuenta de cómo se ha construido el estereotipo audiovisual de la mujer. De Hitchcock a Marvel, del Hollywood clásico al terror posmoderno, todo, nos dice Velandia, constituye un archivo cultural que reproduce un modo de mirar patriarcal, romántico y misógino.

Finalmente, el cortometraje Reparaciones (2022) de Wilson Borja, nos ofrece una abstracción inesperada del fenómeno migratorio a través de los personajes de unas sillas que, animadas en 2D y 3D, escalan muros, son acribilladas, rotas, se rehacen, se aglutinan, pero vuelven a ser arrojadas a un vacío aterrador.

La otra forma Annecy

La otra forma

Junto a estos 4 cortometrajes, se estrenó el largometraje La otra forma (Diego Guzmán), una película intrépida y excepcional que, sólo por su trama, es una seria candidata a convertirse en una cinta de culto. En un futuro distópico, todas las personas tienen una sola meta en la vida: ser cuadrados. Para ello, utilizan moldes incómodos para modificar sus cabezas y sus cuerpos y “cuadratizarse”. Como recompensa, una vez que alcanzan las medidas ideales, son embonados en una caja que será su morada definitiva, y depositados en una columna que viaja a una luna igualmente cuadrada. El protagonista, sin embargo, tiene recuerdos de una infancia en la que las formas curvas y redondas eran lo común y nadie tenía que someterse a flagelos corporales para “encajar” con los demás. Junto a él, quien recibe el nombre de Pedro Prensa, hay una modelo, Chica cuadro, cuyo brazo comienza a rebelarse siendo más flexible y otro joven anónimo que junto a su cuadrado perro, inicia su proceso de transición. La otra forma tiene el acierto de ser simple, cómica y llevar los principios básicos del diseño de personajes a un nivel temático y argumental: las líneas rectas denotan rigidez y hostilidad, mientras las curvas comunican ternura, alegría y amabilidad. Los referentes de esta distopía geométrica, producida por el estudio de Bogotá Hierro Animación, parecen venir de la excentricidad caricaturesca de Bill Plympton, pero también de la estética Minecraft (si es que tal cosa existe). Igual que en toda distopía, en La otra forma alberga una posibilidad de emancipación representada por un colorido y monstruoso garabato que anida entre las grietas de la ciudad y aprovecha la debilidad de cualquier persona para invadir y desestabilizar el mundo.

A manera de corolario, encontramos el corto Dos pajaritos, co-producido por Argentina, Colombia y Uruguay. Dirigido por Alejo Schettini y Alfredo Soderguit (quien dirigiera en 2013 la inolvidable Anina), se trata de una fábula al estilo Pixar sobre la incomunicación y la soberbia. Destacan, sin duda, las transformaciones vistosas y divertidas de los personajes, así como su desenlace aleccionador para todas las audiencias.

Así, entre el esoterismo, la intimidad, la diversión y la ternura, la animación colombiana camina a pasos agigantados, y sin abandonar la tradición rebelde a la que pertenece, se mueve con seguridad en medio de una industria global que cada vez la mira con más respeto.

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