La reescritura fílmica
Primer Intercambio epistolar. Por Aarón Rodríguez - Javier Hernández Ruiz
Valencia, 22 de Marzo de 2014
Querido Javier:
Comienzo la primera carta, de manera inesperada, pidiéndote disculpas. Te llega con dos semanas de retraso y después de denodados esfuerzos por contactar conmigo por teléfono y por las benditas redes sociales. He andado de reclusión, finalizando el libro del Holocausto, y entre las Fallas y los Campos me he desconectado de la realidad. Como ya eres buen amigo desde hace tantos años, me conoces y sabes que mis excursiones por la materia fecal cinematográfica y existencial me exigen estos periodos de luz oscura. Sin embargo, ya ando otra vez disponible y espero que las próximas entregas de nuestro intercambio epistolar no se demoren tanto.
Me hablaste de trabajar el problema de las reescrituras cinematográficas, que es un tema del que alguna vez hemos hablado –razonablemente sobrios, e incluso compartiendo clase y alumnado-, y que sin duda tiene una importancia capital en nuestro panorama contemporáneo. La reescritura siempre es un acto nostálgico, un acto memorístico, y en algunos casos, un acto violento. Reescribir es a la vez invocar el placer de la infancia, el placer del asesinato del padre, y la culpa que dicho asesinato dispara. No hay más que ver lo que hicieron los Coen con Valor de Ley (True Grit, 2010), cinta en la que tenemos posiciones absolutamente enfrentadas, y que es un ejercicio de reescritura notablemente resbaladizo. Donde yo leí un ejercicio mágico de réquiem y angustia ante el trazo impostado de Hathaway, tú encontraste un balbuceante retorno a un clasicismo rancio. Al clasicismo habría que matarlo de una puta vez, está claro, pero no tengo muy claro cómo escapar de su fantasma.
El clasicismo es el zombie del cine. Retorna una y otra vez, descerebradamente, y además trae consigo ese tufillo ideológico/político del muerto mal enterrado. Cuando se reescribe sobre el zombie clásico uno corre el riesgo de acabar rindiendo pleitesía a los valores más desquiciadamente conservadores de los cementerios cercanos, o por el contrario, acabar forzando la lectura del texto hasta encontrar en sus pliegues poses contraculturales muy del gusto de lo políticamente correcto y del pret-a-penser (te robo la expresión).
La modernidad es el zombie de la teoría del cine. Retorna una y otra vez, descerebradamente, y además trae consigo ese tufillo ideológico/político de la revolución mal enterrada. Ando estos días leyendo a Ranciére, que en sus trabajos estéticos carga como Dios contra los lugares comunes post-68, tanto la impostación del arte político de manual (las tan manidas resistencias, la enésima defensa del cine social entendido en su dimensión más exquisita y coñazo) como contra las voces de la derecha que afirman que el cambio de los tiempos es imposible. Más claro no se puede decir: ya sabemos que conocer (y contemplar en una película) las condiciones de dominación de un sistema injusto no implica, ni de lejos, que el espectador sienta el menor deseo de cambiarlo.
Hay otra actitud que no pasa por la nostalgia marxista ni por el dulce sueño del discurso godardiano, y en el que bien podríamos encajar la posibilidad de la reescritura, entendida como ejercicio no sólo memorístico o nostálgico, sino también paródico, lúdico, suicida, nihilista, incluso me atrevería a señal que apocalíptico. También hay, por cierto, una voluntad de reivindicar un nuevo territorio de sombras y epifanías que nos corresponde a nosotros ofrecer como un don imposible para todos aquellos que no lo quieren. Y hacerlo implica, por cierto, un programa político de desencantamiento, pero también de visibilidad y de coherencia.
(Sabes que soy, por cierto, cínico con todos los programas políticos que se basan únicamente en la visibilidad de tal o cual colectivo. Lo del hacer ver de la imagen moderna es tan absurdo en sí mismo que hace falta un trabajo extra, un esfuerzo extra para desgarrar la mirada, como ocurre, por ejemplo, en la reescritura que Claire Denis realiza sobre la obra de Herman Melville en Beau Travail)
Beau Travail
El desencantamiento de la imagen es, a su vez, la condición misma de su reescritura y de su renacimiento.
Un renacimiento pobre, lejos de los tics mesiánicos modernos, un renacimiento de tarde grisácea, paquete de tabaco y supervivencia inmediata. Es impresionante, por ejemplo, el esfuerzo titánico que Sorrentino realiza en el último tercio de La gran belleza (La grande bellezza, 2013) por empujar con todas sus fuerzas la posibilidad de una imagen sagrada, una imagen que flota más allá/acá de la muerte y tiembla con toda violencia. Para generar una imagen sagrada, Sorrentino erosiona en primer lugar los mecanismos de la jerarquía eclesiástica, la puesta en escena de la puesta en escena de la puesta en escena. Y sólo cuando se ha llegado a un punto en el que el desencantamiento de la imagen resulta intolerable (pienso, por ejemplo, en la Santa siendo retratada por dispositivos móviles en una pasarela de banalidad –esto es, de maldad- pura), es cuando el director levanta con todas sus fuerzas esa ascensión final –que es, en Gambardella, un retroceso hacia el pasado total-, y remata con un falsísimo Todo es un truco.
Falsísimo, porque nada es un truco en La gran Belleza, comenzando por la propia belleza que se sitúa en su título –y que nos recuerda en cada plano todas las posibilidades estéticas de la expresión cinematográfica-, y terminando por la esquirla clavada en su corazón noble de animal noctívago romano. Esquirla de objeto de deseo perdido –pero no quiero hablar hoy de ese tema, salvo que nos arrojemos a cartearnos sobre la nostalgia de las reescrituras-, pero esquirla también sobre la que florece una dimensión sagrada y verdadera para el espectador.
La reescritura, por lo tanto, surge de un desencantamiento, de un hastío, y propone a la contra una escalera de caracol que desciende a otra problemática, a otro osario que tiene sus propios fantasmas. Al menos, quiero decir, cuando la reescritura se realiza con una belleza capaz de superar –o mejorar- la mirada de Gorgona que desde el pasado ofrecen las cuencas vacías del texto original.
Recibe un fuerte abrazo:
Aa. R.
Madrid, 31 de Marzo de 2014
Querido Aarón:
Retomo tu asunto in medias res, entrando de lleno en las reescrituras. ¿A qué otra cosa se puede aspirar en esta posmodernidad tardía? Salgo a la calle y me invade una cultura vintage en moda, en usos y costumbres y hasta en política (el neofranquismo del PP). Y en el séptimo arte no podíamos ser diferentes. El bombazo de la temporada es una comedia hispanovasca que se inspira en la fórmula de Pagafantas (Borja Coebaga, 2009) y, cómo no, en la ya probada de ¡Vaya semanita! Comprendo el éxito de este humor blanco, básico y “enrollao” de Ocho apellidos vascos (Emilio Martínez-Lázaro, 2014); la gente tiene ganas de desternillarse en comunión porque la alternativa es verle el jeto a Rajoy en televisión o ir al comedor de Cáritas. La música indie ibérica conduce a la melancolía o la narcodepresión y los hipsters de Malasaña (el guionista Borja Cobeaga lo es) ya prefieren apuntarse a hacerle cosquillas a la España constitucional que se nos cae a trozos y de la que solo va a quedar San Adolfo Suárez. ¿No hablabas, querido Aarón, del cíclico retorno zombi del clasicismo?
Como no soy Garci, Lug me libre, no tengo interés ni en estudiar y mucho menos en reproducir el clasicismo zombi, mas sí me interesan, y mucho, las reescrituras, porque son tan reveladoras del tiempo que vivimos… Quizá solo nos queda eso, un interminable palimpsesto. Me hablabas de La gran belleza… Una reescritura posmoderna de La doce vita (Federico Fellini, 1960), que a su vez es un palimpsesto moderno de Roma, città aperta (Roberto Rossellini, 1940), la alborada de la modernidad cinematográfica europea. Las lóbregas calles neorrealistas recorridas por una mirada de compromiso ético humanista cristiano (había otra mirada marxista) se trastocaron, al filo de la década prodigiosa, por el hedonismo exhibicionista de la Roma harta y burguesa donde la vita era dolce… Finalmente las calles reducidas a una terraza nocturna donde unos monstruos desnortados y vaciados conforman un trencito hace ninguna parte; allí no queda lugar ni para la nostalgia, tan solo para la paruxía de plexiglás de una santa que probablemente es una alucinación farlopera de flamencos rosas. La gran belleza narra/es el gran vacío de los tiempos que vivimos.
También lo es Una familia de Tokio (Tokyo kazoku, Yoji Yamada, 2013). El “mu”, “el vacío que lo llena todo”, clave zen que fundamentaba conscientemente el cine de Yasujiro Ozu, se ha convertido en un vacío hueco. Cuentos de Tokio (Tokyo monogatari, 1950) fue filmada sobre las cenizas de un Japón arrasado por la guerra, pero alumbrado por esa espiritualidad latente. En el Tokio hiperconsumista y pacífico del siglo XXI se ha desvanecido cualquier asomo de espíritu. El Gran Mercado ha alumbrado el gran vacío.
Una familia de Tokio
Scorsese se reescribe siempre a sí mismo y reescribe su época. Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990) y Casino (1995) radiografiaban la violencia del gangsterismo de los años setenta en Estados Unidos. Lujo, ostentación hortera con muchos golpes y mucha sangre… En El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, 2013) se disparan exponencialmente el lujo, la ostentación y el despilfarro pero no hay tiros ni golpes. La violencia está en cómo desde la inexorable maquinaria financiera se parte el espinazo de la gente estafándola, estrangulándola, hundiéndola económica y vitalmente. Es la violencia que sufrimos en estos tiempos de lo políticamente correcto, donde te dejan sin derechos y sin dinero pero con buenas maneras. Michael Corleone tenía valores (mafiosos), el Jimmy de Uno de los nuestros empezaba a perderlos en el sumidero exhibicionista y el lobito encarnado por Di Caprio es ya pura apariencia y sus únicos valores son los del Down Jones. Scorsese es un maestro a la hora de retratar este vacío creciente con una puesta en forma fílmica cada vez más llena de efectos: el hipermanierismo de la nada que define nuestra época.
Queda un último indicio: el gran simulacro. El maestro Polansky ha ocupadolo mejor de su carrera desvelando los relatos ocultos, el pálpito de lo real –con permiso de Lacan- tras la cortina de las apariencias de la verborrea occidental. En su última travesura, La venus de las pieles (La vénus a la fourrure, 2013) reescribe una novela homónima de Sacher-Masoch que pretendía deconstruir el amor burgués desvelando su pálpito masoquista. Formaba parte de esa crónica de los valores que Masoch pretendía con la saga “El legado de Caín”… El cineasta polaco no pone el foco en la deconstrucción de los valores, sino en el simulacro. Una cani deslenguada se transforma al subirse a las tablas en una intensa heroína dramática y finalmente en una vengadora feminista, el engreído director teatral deviene su pelele… El mundo se ha convertido en un teatro -aquí el cine también-, nada es lo que parece, nada parece lo que es. No hay valores, solo queda el simulacro (Baudrillard tenía razón), otra cara del gran vacío que nos engulle.
Un fuerte abrazo:
Javier Hernández Ruiz
La venus de las pieles