La rodilla de Clara

Por Christian Franco

Clara es hermosa. Casi podría decirse que objetivamente hermosa, si eso es posible. Tiene rasgos agradables, enmarcados por una melena dorada; un cuerpo fibroso y proporcionado; una voz con un agradable toque de gravedad. Es, además, esquiva, lo que siempre acentúa la belleza. No se trata de altivez o de que sea una joven misteriosa: simplemente se escapa del plano. La primera vez que la vemos es a través de una fotografía, demasiado alejada del primer plano para corroborar la belleza que se intuye. Su enmascaramiento contrasta con la rotunda proximidad de Lucinde, aunque ésta aparezca, también, mediante una foto. Pero esa imagen de Lucinde, la prometida ausente y comprensiva de Jérôme, deja poco a la imaginación.

La rodilla de Clara

Esa foto en segundo plano de una chica rubia y la alusión sucesiva de Aurora y de Laura serán las únicas pruebas de la existencia de Clara hasta cubrir más de un tercio del metraje. Ni rastro de la joven y de su mítica rodilla entre el 29 de junio, el día en que Jérôme localiza a Aurora en ese puente que parece pintado por Monet, hasta el 8 de julio, cuando Jérôme atracará con su barca junto al jardín en el que Clara toma el sol. Incluso entonces, la joven se muestra esquiva, ajena a esos primeros planos que, en secuencias precedentes, habían retratado con generosidad a su hermanastra Laura, cuyo rostro y pelo eternamente despeinado parecían anclar la cámara, rompiendo el proverbial plano/contraplano de sus conversaciones con su madre, Aurora y Jérôme. Quizás se deba todo a que Laura es un ser de tierra mientras que Clara pertenece al agua. 1

La montaña y el lago

Hagamos como la cámara de Rohmer y centrémonos en Laura unos instantes. Aspirante a Lolita, la adolescente, cuya fragilidad casi aspira a desdecir los dieciséis años que el guion le atribuye, parece por un momento destinada a ser una nueva Cécile de Volanges, atrapada en medio de los juegos del vizconde de Valmont y la marquesa de Merteuil. Pero si bien en Aurora se intuye cierta ambigüedad moral, Jérôme está a años luz de ser un Valmont. En realidad, este Don Juan de incipiente barriga burguesa responde, acaso más que ningún otro, al arquetipo del héroe rohmeriano, de ese tipo con ínfulas que se conforma con un pequeño logro, casi siempre ilusorio, para después, con su ego colmado, volver a su vida confortable y convencional. 2

Laura, decíamos, es un ser de tierra. Es por eso que el intento de Jérôme de seducirla, en su sospechosa excursión a la montaña, fracasa. Cuando él inicia su asalto final, besando a la chica al llegar a la cima, Laura le rehuye. Allí, en la cumbre, se siente protegida ante sus pretensiones deshonestas.3

La rodilla de Clara

La confrontación entre la tierra y el agua está presente en todo el filme. El propio escenario, ese hermoso lago de Annecy rodeado de montañas, sintetiza esa dialéctica, que envuelve a las dos hermanastras. Porque si Laura ansía huir a la montaña, Clara nunca se aleja de la orilla. Ya desde su primera aparición, en la chica se intuye más a una hada o una ninfa del agua, como las que pueblan las leyendas artúricas, que a una nínfula. Solo cuando el lago se quiebre y se encrespe, golpeado por una violenta tormenta de reminiscencias románticas, como si estuviese pintada por Friedrich o Gericault, la joven verá rota su defensa y Jérôme colmará su deseo acariciando al fin la rodilla de Clara.

La rodilla de Clara

Fetichismo

Porque ese es el objetivo final de este héroe de baja estofa: conquistar la rodilla de Clara. Un logro en apariencia menor, pero cuya auténtica dimensión se intuye en la secuencia, superada ya la mitad del metraje, en la que Jérôme repara en la homérica rodilla. Clara recoge cerezas, auxiliada por Gilles y embutida en un vestido azul lo suficientemente recatado. Jérôme, distraído, colabora en la labor tendiendo un cesto a la joven, que está subida en una escalera. Gira el rostro, en un gesto casual, y la ve, la rodilla, emergiendo del fondo del vestido, formando un ángulo recto que encierra toda la armonía pitagórica y aún deja sitio a la imaginación del necio.4 Ahí está, el secreto detrás de la imperturbabilidad de la joven, Nacho Vegas dixit. 5

Porque la rodilla, claro está, no es una rodilla, sino una promesa. Desde el punto de vista de Jérôme, esa articulación marca la frontera entre la prudencia y el deseo, entre el recato y el descaro, entre su incipiente barriga de burgués acomodado y el vientre firme pre “six pack” de Gilles, el joven maleducado y soez que tiene embelesada a Clara. Ahí está esa promesa, en atrevido escorzo contra su cara, retándole a superar sus miedos, sus prejuicios, su convencionalismo, para dejarse atrapar por el deseo, para sumergirse en el sexo de la joven, que espera al fondo, escondido, protegido tras la rodilla. Ahí nace la obsesión, ahí nace el fetiche: conquistar la rodilla, tomar la frontera, deja franco el camino hacia la capital del reino.

La rodilla de Clara

Deseo y moral

Pero claro, Jérôme nunca llegará al sexo. A fin de cuentas, estamos en una película de Rohmer, y en uno de sus “Cuentos morales”, nada menos. Aunque se trate de uno singular, que como Clara se muestra esquivo, escapando de patrones y convencionalismos. Esto no quiere decir que el viaje sea en balde, ni mucho menos. Lo que alimenta esta aventura es la tensión, una muy particular: la que crean las fuerzas contrapuestas del deseo —plasmado en la sensualidad de las imágenes, incluso de algunos cuerpos—, y la moral.

En ocasiones, la salida a esta tensión deriva en reacciones próximas al puritanismo. Lo deja claro Laura en la montaña, cuando escapa del influjo de Jérôme y, tras reconocer su fugaz enamoramiento, se confiesa: “A veces me apetecería hacer locuras. Pero quiero a mi madre y sé que le apenaría que hiciera locuras. Así que soy prudente, muy prudente”. 6

La tensión entre moral y deseo también guiará las acciones de Jérôme, que igualmente opta por una solución al menos aparentemente moral cuando por fin tiene a su alcance a Clara y su rodilla, en ese embarcadero en el que se refugian durante la catártica tormenta. Ahí, el barbado burgués se conformará con acariciar la rodilla de la joven, en vez de penetrar bajo su falda. Después, ante Aurora, se justificará: “Si la hubiera rozado con el dedo o hubiera intentado acariciarle la frente, el pelo, seguro que me habría esquivado”. Incluso vestirá su cobarde triunfo con una supuesta pericia: “Le puse la mano en la rodilla sin dejarle posibilidad de reaccionar. Mi precisión impidió su reacción”. Pero es un falso logro, una victoria banal y acaso también profundamente inmoral, porque Jérôme la obtendrá a costa de la ilusión de Clara, de sus emociones en flor por Gilles, incluso de su inocencia. En su deseo de consumar su fetichista obsesión, Jérôme sacrificará la felicidad de Clara, y después lo revestirá como un acto de honestidad, de honorabilidad, incluso de bondad.

La belleza

¿Habita la bondad en el gesto de Jérôme? Para un “viejo aristotélico” como era Rohmer, 7 belleza equivale a bondad, aunque no todo lo bueno sea necesariamente bello, ya que también ha de ser agradable, también ha de proporcionar placer. 8 Es evidente que la acción de Jérôme, ese manoseo indecente de sudorosa carnalidad, se aleja del concepto de belleza, ya que no es placer el sentimiento que produce en Clara. De hecho, está imbuido de una vulgaridad que se escapa a la armonía contemplativa del resto del filme, al agradable equilibrio de las conversaciones entre Jérôme y Aurora, y a esos planos de inspiración gauguiana con los que Rohmer celebra la belleza del lago de Annecy.

Clara es bella, y por su propia condición está imbuida de una bondad natural contra la que Jérôme atentará al desmontar su amor por Gilles con un objetivo ruin y egoísta. Pero es que Jérôme está afectado por la misma enfermedad que ese Quijote de ojos vendados que emerge de las paredes de una sala de la villa: un acusado narcisismo que le impide ver el mundo tal y como es. 9 Eso explica que se conforme con ese vacuo triunfo que es acariciar la rodilla de Clara. Eso explica también que no sepa ver la futilidad de su supuesto gesto de honor: al día siguiente, Gilles volverá a embelesar a la chica, con un recurso tan simple como negar su infidelidad. Clara, que es bella, también es buena, pero no por ello es más perspicaz.

El narrador

Jérôme no se percatará de su fracaso. Como buen héroe rohmeriano, volverá a su vida convencional, de buen burgués, al día siguiente, tras consumar su fútil conquista y habiendo saciado su fetichista apetito. Pero Aurora sí lo sabrá, ella sí verá el resurgir de Gilles, su reconquista del corazón de Clara con el arma preferida de los poderosos: la mentira. Esta revelación postrera permite vislumbrar además la auténtica naturaleza de La rodilla de Clara. A diferencia del resto de “Cuentos morales”, Rohmer prescinde aquí de la figura del narrador, lo que abre un interrogante: ¿Cuántos puntos de vista hay en la película?

En un primer momento, podría parecer que solo hay uno, el de Jérôme, protagonista de cada secuencia del filme hasta ese momento final. Pero esa última escena, con Aurora espiando desde el corredor la maniobra final de Gilles para disipar la influencia temporal de Jérôme sobre Clara, parece apuntar a que son dos los puntos de vista: el del Don Juan vocacional y el de su confidente.

La rodilla de Clara

Mas en realidad, solo hay un punto de vista: el de Aurora.10. La propia película comienza con el reencuentro de Jérôme con su vieja amiga, que lo saluda desde una posición elevada: ella sobre ese puente que quiere ser japonés; él abajo, en el río, a lomos de su barca. La jerarquía es evidente.

La rodilla de Clara

Posteriormente, será Aurora, siempre Aurora, la que marcará las acciones de Jérôme. Primero lo impulsará a seducir a Laura; después lo arrojará en brazos de Clara. Incluso sus oportunas ausencias en Ginebra inciden en su preeminencia sobre el relato: a su regreso, Jérôme le dará cumplida cuenta de todas y cada una de sus andanzas durante esos días, en detallados diálogos que responden de manera precisa a las secuencias precedentes. Aurora es la que marca el punto de vista. A fin de cuentas, Jérôme, como el Quijote, tiene los ojos vendados.

El proceso creativo

Aurora es la clave del filme, el elemento que nos desvela la verdadera naturaleza de La rodilla de Clara. La escritora es a la vez la confidente y la dueña de Jérôme, una figura que usa su preeminencia para obligarle a hacer aquello que él no se atrevería a emprender por su cuenta, un auténtico demiurgo. «Tocarle la rodilla era lo último que debía hacer, pero lo más fácil. A la vez que sentía la facilidad, la simplicidad del gesto, sentía también su imposibilidad. Como estar al borde de un precipicio y no poder saltar aunque quieras. Realmente necesité valor, mucho valor. Nunca había hecho nada tan heroico, o por lo menos tan voluntario. Es la única vez que he realizado un acto de voluntad pura. Nunca he tenido tanto la sensación de hacer algo porque era preciso. Porque te lo había prometido», confesará Jérôme, en su última conversación con Aurora, sin percatarse de la evidente contradicción de sus palabras, entre la pretenciosa voluntariedad del gesto y la realidad de que había sido la petición de su amiga la que le había llevado a consumarlo. Pero Jérôme, el de los ojos vendados, no puede ver la auténtica naturaleza de su confidente.

Aurora no es otra cosa que un alter ego del propio Rohmer, que se enfrenta en la película, cara a cara, con sus personajes. Especialmente con el rol central de la mayor parte de sus películas, con un “héroe rohmeriano” arquetípico. Incluso permitirá a Jérôme un conato de rebelión, cuando el Don Juan rehúse, en primer término, iniciar la seducción de Laura. Como si fuera un Augusto Pérez moderno enfrentándose a Unamuno entre la niebla. Pero Jérôme no pasa de ahí, y pronto se plegará a los deseos de su creador.

Porque La rodilla de Clara es, en esencia, una reflexión sobre el proceso creativo. El propio Rohmer lo confirmaría, años después, en una entrevista:

«Se ha dicho muchas veces que en la obra de un cineasta siempre hay una obra en la cual reflexiona sobre su propio trabajo. El ejemplo más célebre es de Fellini. En algunos casos esa reflexión es mucho más oscura. Por ejemplo, en Renoir La carroza de oro es en realidad una reflexión sobre la puesta en escena. Efectivamente, de todas mis películas La rodilla de Clara sería la que tiene más referencias no solo al cine sino también al acto de contar, a las relaciones entre la ficción y la realidad». 11

Esa es la auténtica naturaleza del filme. Una película que sintetiza las preocupaciones capitales de Rohmer y sus constantes estéticas, que se apoya sobre esa tensión entre deseo y moral que atraviesa su obra, y que además recoge las reflexiones del cineasta sobre su condición de narrador y sobre el proceso creativo. Clara es hermosa, y de La rodilla de Clara podría decirse que es objetivamente bella. Si es que eso es posible.

  1. RODRÍGUEZ CIDÓN, Tomás, “Realidad, representación y metáfora en el cine de Érich Rohmer”, tesis doctoral, Universidad Complutense, 2003, pp. 128-129. (Tesis accesible en: http://eprints.ucm.es/4669/)
  2. Ibidem, p. 221. Rodríguez Cidón llega a calificar al Jérôme como “héroe rohmeriano por antonomasia”, retratándole como un “diosecillo que se conforma con el triunfo aparente de sus posiciones y luego sale del foro camino de una vida convencional (en su caso, hacia el contrato-matrimonio con Lucinde)”.
  3. Ibídem, pp. 128-129.
  4. Rohmer anticipa el momento en la secuencia en la que Jérôme y Aurora conversan en el corredor de la casa. Jérôme se detiene un momento a mirar las cerezas, incluso las toca para calibrar su madurez. En la siguiente secuencia, Jérôme y Aurora continúan su conversación ya dentro de la casa, y reparan en el retrato de una joven: es la primera imagen que se ve de Clara
  5. Nos referimos a la letra de “Me he perdido”, de Nacho Vegas: “Lo intenté siete veces más / quería ver lo que hay detrás / de tu imperturbabilidad / y abrir tu puerta de cuarenta y tres candados”. Vegas, obviamente, no se refería a Clara, sino a Christina Rosenvinge.
  6. Cfr. declaraciones de Éric Rohmer en Goldenberg, Sonia, Éric Rohmer o la lucidez de los sentidos, entrevista con Éric Rohmer, La ventana indiscreta nº3, Lima, Universidad de Lima, 2010, pp. 64-66. Al ser preguntado por el contraste entre «la sensualidad de las imágenes y el puritanismo de su contenido», Rohmer señala: «Justamente es ese contraste lo que me interesa. Si mis propósitos no fueran puritanos, la sensualidad parecería menor». No obstante, en otro punto de esa misma entrevista, Rohmer reflexiona sobre el juego de relaciones entremeses y moral como tema central de los “Cuentos morales”: «En tanto que cristiano creo forzosamente en el pecado original, pero hay dos tendencias en mí. Tengo por una parte cierto pesimismo, y no creo que podamos crear un mundo que sea un paraíso terrestre. Pero al mismo tiempo tengo ese ideal rousseauniano de la bondad innata del hombre. Estoy dividido entre los dos, y esa tensión debe sentirse en mis películas». Cabe la duda de si realmente Rohmer asume el “puritanismo” al que alude la entrevistadora o si en realidad introduce un matiz, perdido en la traducción, que confronta sensualidad a una determinada pureza, de raíz rousseauniana, que conecta con la idea de que “el hombre es bueno por naturaleza”.
  7. Cfr. ROHMER, Éric, El gusto por la belleza, Barcelona, Paidós, 2000, p. 108 (Traducción de Jospe Torrel Jordana. 1ª edición: Le Goût de la beauté, París, Cahiers du Cinéma, 1985). Rohmer se define a sí mismo como un “viejo aristotélico” en el artículo titulado precisamente “El gusto por la belleza” (“Le Gout de la beauté”) y publicado originalmente en el número 121 de Cahiers du cinéma, (julio de 1961). Lo hace a propósito del filme Tres menos dos (La proie pour l’ombre, Alexandre Astruc, 1961), afirmando que: «… como viejo aristotélico que soy, no dudo en escribir que el mejor espectáculo inscrito en la programación de una de las semanas más pobres de la temporada no es forzosamente una de las obras más bellas del arte cinematográfico».
  8. TATARKIEWICZ, Wladislaw, Historia de seis ideas, Arte, belleza, forma, creatividad, mímesis, experiencia estética, Madrid, Tecnos, 2001, pp. 153-165 (Reimpresión de la sexta edición en español, traducción a cargo de Francisco López Martín. 1ª edición: Dzieje szeicin pojec, Varsovia, Państwowe Wydawnictwo Naukowe, 1976). Tal y como reseña Tatarkiewicz, la belleza se define a sí misma, y en función de su capacidad para resultar grata: “Una cosa es bella por ser en sí misma deseable”.
  9. RODRÍGUEZ CIDÓN, Tomás, “Realidad, representación y metáfora en el cine de Érich Rohmer”, op. cit., p. 182.
  10. Cfr. VIDAL TOCHE, Daniel, “La rodilla de Clara, el cuento de un desvío”, La ventana indiscreta nº10, Lima, Universidad de Lima,  2013, p. 59; y las declaraciones de Éric Rohmer en Goldenberg, Sonia, “Éric Rohmer o la lucidez de los sentidos”, op. cit., p. 66. Vidal Toche sostiene que Jérôme y Aurora «dibujarán la historia no como antagonistas, sino como dos miradas de las cuales habrá dos historias distintas». En cambio, Rohmer, en la entrevista con Sonia Goldenberg (realizada en 1978, con motivo del estreno de Perceval le Gallois) precisa que es Aurora la que marca el punto de vista: «Si uno piensa que el narrador es quien hace el comentario, entonces éste sería Jérôme. Pero en este caso, en lugar de dirigirse al espectador, hace el comentario para la novelista, que es quien mantiene el punto de vista de la historia»
  11. Declaraciones de Éric Rohmer en Goldenberg, Sonia, “Éric Rohmer o la lucidez de los sentidos”, op. cit., p. 66.
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