La Roya

Pájaro sin viento Por Javier Acevedo Nieto

La Roya (2021) es una película insatisfecha. En las inmensas cordilleras colombianas Jorge carga con café, con su abuelo, con la frustración de estar ahí, con una vida que no puede cuestionarse; le falta tiempo, le faltan ganas, le falta vida: cuán grande es el paisaje y cuán pequeño parece cuando toda una vida se proyecta en los mismos lugares. La película de Juan Sebastián Mesa se detiene en la insatisfacción para no satisfacerla. Jorge deambula por el paisaje, mancha sobre mancha, día sobre día y hora sobre hora. Las grandes panorámicas vienen a hablar de la indeterminación de Jorge, un individuo tan acostumbrado a estar ahí que ya no sabe muy bien cuál es su lugar pues su geografía física y emocional es un mapa con una única coordenada. Una indeterminación de fronteras chicas, una insatisfacción que nunca se resuelve, habitar un paraíso terrenal que se convierte en infierno personal. Hay símbolos que dicen que Jorge es un santo mortal: atávico en su gesto, cansado en su mirar y ascético en su forma de torturarse con resignación. También hay indicios de que la película de Mesa habita en un duermevela: la realidad y el sueño se engarzan construyendo un pequeño misterio vital. Jorge aspira a convertirse en recuerdo y memoria en permanente tránsito entre el amor y la pérdida. La vuelta de una antigua pareja altera la indeterminación e impone una disrupción en el bucolismo hiriente dibujado por el director.

¿Qué más decir de este pequeño misterio vital? Es complicado hablar de una película que se limita a registrar la frustración de ser con un naturalismo tan digno. No hay espacio para la conmiseración, tampoco para los exabruptos dramáticos. Porque no hay poesía allá donde la palabra se fosilizó hace tiempo y la vida de Jorge no es tan opresiva como la de un pájaro enjaulado. Simplemente es inamovible: un pájaro sin viento suspendido en el cielo con el batir de unas alas que golpean nubes. Hay escapes de conciencia en fiestas, memorias abrasadoras que hablan de padres ausentes y reencuentros que suenan a despedidas postergadas. Si amar es convertirse en lo amado, Jorge hace mucho tiempo que se convirtió en un amor olvidadizo, salvaje, olvidado en alguna ladera entre flores silvestres. La Roya es un conjunto de versículos recitados a susurros que invocan una religión que gusta de sacrificar juventud para rezar a un dios cuyo nombre solo se murmura como respuesta a todas esas cosas que nunca se supieron en qué punto del camino se dejaron atrás. Entrar en su propuesta consiste en abandonarse a todos esos microgestos que conforman una existencia liminal entre el automatismo existencial y la voluntad de negarse a vivir el presente.

Es pequeña, indecisa, frágil y titubeante. Es la película de un joven que quema recuerdos en el fuego y es una película ágrafa: se niega a visualizar un lenguaje cerrado porque qué importa el misterio de la imagen cuando todo cuanto se muestra es una imagen de endebles contornos y pura resignación. Una vastedad de paisajes que parecen más pequeños cuanto más se sabe de la historia y unos rostros que se agrandan y se vuelven más contundentes cuanto más se sabe de la memoria. Porque han visto y vivido, no creen. Porque han visto y vivido, no miran más. La Roya es una experiencia de insatisfacción que nunca se resuelve: una espiritualidad extinta adherida a los campos, los gestos y las memorias, como una plaga silenciosa que horada el alma. Pájaro sin viento, hoja sin árbol, memoria sin recuerdos; en algún momento Jorge traicionó al Paraíso y su condena fue no poder escapar de él.

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