La ruleta china e Irreversible

Ojo por ojo: La venganza en La ruleta china e Irreversible Por Jorge Fidalgo

Da la sensación de que el acto de vengarse parece estar grabado a fuego en lo más profundo de nuestro código genético. Es un impulso irresistible, una fuerza mayor que brota de nuestra parte más irracional y atávica. Confiamos en que al vengarnos, de algún modo, estamos equilibrando una suerte de balanza cósmica que pende sobre nosotros. Nos creemos protagonistas de un acto épico en el que cumplimos un punitivo designio divino que se podría resumir bien con el siguiente parlamento pronunciado por La Novia en Kill Bill Vol.1 (ídem, Quentin Tarantino, 2003):

«Cuando la fortuna te sonríe al llevar a cabo algo tan violento y horrible como una venganza, parece una prueba irrefutable no sólo de que Dios existe, sino también de que estás cumpliendo su voluntad».

A fin de evitar la barbarie y los regueros de dolor que dejan tras de sí los actos de venganza, la humanidad a lo largo de la Historia ha sabido dotarse de instituciones, códigos y cuerpos legales que castiguen al malhechor y protejan al pacífico. No obstante, ni siquiera en algunos de estos textos podemos evitar sacar una cierta vena revanchista. De hecho, durante la Edad Antigua, muchas legislaciones aplicaban condenas basadas en la popular «Ley del Talión», más conocida por la cita bíblica «Ojo por ojo, diente por diente», y mediante la cual se administraban severos castigos según el delito perpetrado. Por ejemplo, el Código de Hammurabi (s. XVIII a.C.) sentenciaba que si una persona robaba, se le cortarían las manos; si un hombre ejercía bandidaje, se le daría caza y ejecutaría; si alguien rompía un hueso a otra persona en una discusión, al agresor se le rompería el mismo hueso.

Sin embargo, es el mundo de las historias, con minúscula, el que nos ha legado un mayor número de crímenes a los que siguieron procesos de resarcimiento. Medea, Hamlet, El conde de Montecristo o Emma Zunz son sólo algunos ejemplos dentro del panorama literario del que a su vez se ha nutrido con éxito el cine. Los guionistas lo saben bien. Saben que las historias de venganza atrapan con facilidad, pues en el fondo, todos hemos sufrido algún acto de injusticia en nuestra vida y hemos deseado, consciente o inconscientemente, devolver el golpe para poder dormir con la conciencia tranquila. Pero el modo por el que enfocamos nuestro desquite es lo que varía, oscilando entre actos de naturaleza sangrienta, desgarradora, volcánica; y acciones mucho más sutiles y ladinas.

A este último grupo se circunscribe La ruleta china (Chinesisches roulette, R.W. Fassbinder, 1976), película en la que los diálogos sustituyen a las acciones y en la que las palabras hieren con más contundencia que las armas.Fassbinder, trabajador infatigable, compositor de tragedias domesticas y denunciante de los tumores que corroían a la sociedad alemana de su tiempo, construyó un film sencillo y austero, más de personajes que de historias, y caligrafiado con un impecable trabajo de cámara que sabe encuadrar imágenes elegantes y deslizarse con garbo cuando la situación lo requiere. La ruleta china es una lacerante Kammerspielfilm en la que Angela (Andrea Schober), una niña lisiada perteneciente a una acomodada familia burguesa, se las ingenia para hacer que su madre y su padre se encuentren con sus respectivos amantes en la misma casa de campo. Una vez descubiertos, la cría, acompañada por su cuidadora muda, atormenta a los allí congregados con un juego llamado ‘La ruleta china’, en el cual se forman dos equipos y a través de preguntas, algunas de ellas deliberadamente ofensivas, se intenta averiguar la identidad del misterioso sujeto perteneciente al grupo rival. De esta forma, se da paso a un diabólico ritual que despoja a los asistentes de sus máscaras, quedando en evidencia la hipocresía rampante que inunda las sociedades contemporáneas. La joven Angela sabe que su minusvalía no genera compasión, sino asco, y que su firme determinación es el mejor aliado con el cual ejecutar una venganza paciente, metódica, cáustica,…

La ruleta china

La ruleta china

En el polo opuesto se sitúa Irreversible (Irréversible, 2002), controvertido film del realizador argentino Gaspar Noé y que generó un enorme revuelo en el festival de Cannes de 2002. La cinta, descaradamente provocadora y violenta, arrastra al espectador hasta la Francia más sórdida y bestial, hacia las siniestras catacumbas que poco tienen que ver con las románticas postales turísticas que acostumbramos a tener del país galo.

El autor de la hipnótica Enter the void (ídem, 2009) y la pornográfica Love (ídem, 2015) nos relata una historia de venganza claustrofóbica, asfixiante, repulsiva, que pone a prueba la sensibilidad del espectador mediante sus títulos de crédito con letras al revés (de hecho la película entera es al revés, comenzando con el final), con sus mareantes y nerviosos movimientos de cámara o a través de su violencia sumamente salvaje e hiperrealista. El momento cumbre de la cinta es la violación de Alex (Mónica Belluci) en un plano secuencia de más de diez minutos de duración que tiene lugar hacia la mitad de la película. Una escena desagradable que dio popularidad al film y que supone el germen de una venganza que se materializará bajo las luces rojas. Su pareja, Marcus (Vincent Cassel), y su ex, Pierre (Albert Dupontel), emprenderán una odisea nocturna en la que se toparan con el animalario callejero más rastrero, demencial y repugnante, y todo, para dar con Le Tenia, el escurridizo violador de Alex. Resultará paradójico que Marcus, personaje irracional, bobo y hasta las trancas de droga, no sea el brazo ejecutor, sino que esta responsabilidad recaerá en manos de Pierre, un tipo apacible, intelectual, sereno, pero que, sin embargo, permitirá salir a su yo más oscuro y terrible. Su apoteosis hemoglobínica tendrá lugar en el garito sado-gay «Rectum» donde reviente, literalmente, la cabeza a un chulo.

Irreversible

Para el nihilista Gaspar Noe, los seres humanos no somos más que sangre y semen; un amasijo de tripas y fluidos que acarrea una existencia mundana y dolorosa, en la que las virtudes son quimeras y lo único que cuenta son los instintos que nos intentan reprimir o amputar. El director, que quedó muy impresionado por la maestría técnica y la narrativa lúgubre de La angustia del miedo (Angst, Gerald Kargl, 1983), atormenta la conciencia del espectador con pesadillas fílmicas en las que las personas follan por placer, pero también hacen sufrir y asesinan por deleite personal. Eros y Tánatos, impulso creador e impulso destructor, la vida y la muerte. Nada más. Y cualquier acción, suceso o circunstancia es irreversible. Los crímenes y las injusticias se seguirán sucediendo. Las venganzas que broten tras ellos, también.

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