La sapienza
La búsqueda de la luz Por Manu Argüelles
En ocasiones, equivocarse supone una gran victoria. Me alegro haber desafiado mi reticencia inicial con La sapienza, y haber podido entrar en una propuesta que luce orgullosa una robusta convicción espiritual. Poco me importa mi impenitente condición atea. Porque lo interesante de la película es cómo propone una teología de la imagen para reiventar lo visible. Una teología que más que adscribirse a una doctrina religiosa concreta prefiere circular por el área de la metafísica desde su abstracción e impenetrabilidad. Quizás por eso el trasiego emocional y narrativo de la película me ha hecho pensar en Kierkegaard y su libro sobre la angustia. En él decía:
La nada engendra la angustia. Éste es el profundo misterio de la inocencia, que ella sea al mismo tiempo la angustia. El espíritu, soñando, proyecta su propia realidad, pero esta realidad es nada, y esta nada está viendo constantemente en torno a sí a la inocencia. 1
Es a partir de aquí donde enclavo uno de los puntales de La sapienza, concretamente el masculino, cuando el arquitecto protagonista, Alexandre Schmidt (Fabrizio Rongione), inicia una ruta por las obras de Borromini junto con un compañero impuesto por su mujer, un joven estudiante, Goffredo (Ludovico Succio). La angustia y la inocencia encarnadas en dos personajes masculinos, uno adulto y otro joven, uno francés y otro italiano. A través de la película podríamos reducir el contacto de ambos como una sencilla acción en la que la inocencia refracta a la angustia, cuando ésta permanece oculta en aquel que ha traspasado el umbral del dolor y, por tanto, ha perdido contacto con la condición humana. Pero la inocencia en su ignorancia lleva también en su propio seno la angustia, entendida como motor de la pasión. Porque el trascendentalismo de Goffredo orientado hacia la luz no puede crearse si no es a partir de ella. Quizás por eso, la hermana enferma, Lavinia (Arianna Nastro), teme por una sombra que se cierne sobre su hermano, como si fuese el advenimiento del pecado (la entrada al mundo adulto).
Así pues, en una secuencia en la que los dos hombres se sientan en una terraza a tomar café, Alexandre se sienta frente a Goffredo dando la espalda a la plaza. Esta le trae recuerdos y como él afirma, llegados a una edad los recuerdos siempre son dolorosos. Goffredo alude entonces al pasado como un fantasma y como tal hay que mirarlo a la cara para buscarle un lugar en el que encuentre la paz. La inocencia entonces nos sirve para desvelarnos la interioridad de un opaco arquitecto, agarrotado, casi un autómata en su posición en el plano, en su mirada perdida, en su gesto huraño y distante, en su movimiento maquinal.
Desde la influencia que Goffredo ejerce en Schmidt, éste desbloquea su estado vegetativo, algo claramente pronunciado a través del sistema compositivo visual de La sapienza, un aparato formal exageradamente teatral. Porque desde el principio de representación, Eugène Green se sirve de lo estilístico para abordar el vacío, pero no dando carta de preferencia al fuera de campo, sino como presencia marciana. La existencia de Alexandre Schmidt bien podría definirse como la nada y es desde la clara y limpia condición espiritual de Goffredo que Smichdt puede ponerse en contacto con la angustia como eje constitutivo del ser y, por tanto, con su propia existencia. De esta manera, la diferencia entre ambos, tal como afirma Kierkegaard, es la ausencia de culpa. Y este tratado existencial no puede dirimirse sin que tengamos presente la eternidad. En La sapienza lo eterno se figura a través del arte, concretamente mediante el barroco como arte de la pasión. Y así es como lo instrumentaliza en el seno fílmico para conducirnos a la máxima de la película. Porque Eugène Green conecta con el filosófo danés cuando nos deja entrever aquello que dijo Kierkegaard:
El hombre sin espiritualidad se ha convertido en una máquina parlante 2.
Y ella es la que todo lo redime, la que permite que los personajes se salven.
El particular Viaggio en Italia rosselliniano de Eugène Green también tiene mucho de revelación a través de una pareja adinerada y en crisis. Desde ese eco los dos por separado viven su particular momento de destello, la mujer, Aliénor (Christelle Prot Landman), desde su recuperado instinto maternal al preocuparse por la hermana de Goffredo, aquejada de una salud débil. En cierta manera, Lavinia, también desde la fuerza de la inocencia, le permite a Aliénor que pueda desprenderse de la máscara que ha ido fabricando con los años. Así quizás se comprenda que ellas establezcan su comunicación en francés, porque la conexión entre ambas remite al propio pasado de la mujer adulta, al trauma que le ha sumido en una apática insatisfacción. El dolor se ha neutralizado, pero en su renuncia el malestar permanece. En cambio, el proceso regresivo antes comentado de Alexandre tiene que ser forzadamente en italiano, dado que su vuelta atrás supone la toma de contacto con aquella arquitectura que acabó traicionando para dedicarse a una materialista desprovista de cualquier atisbo trascendental.
Por lo que La sapienza aboga por un cine de la fisura. Fisura interna, tanto la de Aliénor como la de Alexandre, pero no como algo negativo sino como hallazgo. Fisura en la imagen en cuanto se busca aquello que permanece invisible, siendo el arte un reflejo de la verdad divina. Fisura en el sistema compacto y estructurado en cuanto a partir de lo artificial y distanciado hay un encuentro directo con lo íntimo mediante el contraste. El sistema frontal de plano/contraplano en la que se produce una secuenciada y mecánica escala de primeros planos, cada vez más próximos al rostro, conjugan esa pugna entre la frialdad y rigidez de su método con la calidez y cercanía de la presencia humana. También, por supuesto, fisura entre la densidad de la carga existencial de sus personajes con el tono distendido y lúdico que Eugène Green dota a su película. Y por último, fisura en un mundo contemporáneo desprovisto de fe donde la película busca la encarnación, el rayo de luz de lo espiritual, de lo trascendente.