La semilla del diablo

El trazo diabólico Por Aarón Rodríguez

1 . La posibilidad de una imagen diabólica

Hay en La semilla del diablo una imagen que sirve como apoyo para la construcción del delirio. Una imagen situada en el centro de la pesadilla y que sirve, en cierto sentido, como la demolición de todo un proyecto humanista:

La creación en la Capilla Sixtina no sólo es uno de los posibles centros topográficos e icónicos sobre los que se apoya la cristiandad y su visión del ser humano. También es la conclusión de toda la Historia del Arte tal y cómo la soñó Vasari, la pieza más perfecta que cerraba la ascensión imparable de las posibilidades creativas y expresivas del ser humano. En Miguel Ángel se concretaba para el teórico un proyecto teleológico y finalista de carácter ascendente, algo así como la demostración de la posibilidad de un arte divino, de una perfección icónica y espiritual -¿acaso puede deshacerse ese nudo?- en la que el artista, mediante su creación, hacía una justicia limitada pero honesta ante la presencia total y amante de Dios.

La lógica de Vasari se repitió, de manera completamente inquietante, en 1940. El director de cine alemán Fritz Hippler acometió en El judío eterno (Der Ewige Jude, 1940) la tarea de trazar una película de odio puro, una película que justificara el asesinato masivo de millones de personas. Y una de las cartas que jugaba en el descabellado dispositivo dialéctico era la contraposición de un arte “ario” de nobles y hermosas proporciones frente a la mirada “degenerada” sustentada no sólo por los judíos, sino también por los críticos alemanes que se dejaban arrastrar por su fascinación. Pues bien, una de las obras que representaban las virtudes de ese arte ario esa, sin la menor sorpresa, la Capilla Sixtina:

Seccionada mediante dos panorámicas descendentes sobre la obra y por una difusa iluminación, la Capilla Sixtina también coronaba un cierto proyecto –el del arte ario-, que se basaba no tanto en la presencia de un Dios creador –hay que tener en cuenta que el montaje de Hippler escinde, no deja que hombre y Dios compartan espacio fílmico-, sino en el compromiso que las razas superiores habían adquirido con la idea misma de la belleza. Vasari y Hitler se unieron en un vals homicida.

Y sin embargo, todos los movimientos históricos tienen también extrañas hendiduras, extrañas rugosidades. Los jerarcas nazis no se percataron de que estaban adorando una tradición –el Génesis- de origen judío. Y hoy ya sabemos que igual que Walter Benjamin destrozó el proyecto de Vasari por la vía de la desesperación, tuvo que ser Roman Polanski el que reescribiera las imágenes de Miguel Ángel por la vía del delirio. Dos creadores judíos marcados por la tragedia y vinculados, de alguna manera, con los excesos del horror totalitario.

2. El ángel [de la Historia] de Polanski

¿Dónde aparece la Capilla Sixtina en Polanski? En primer lugar, en el interior de la protagonista, en el interior de su mirada delirante. Es la cifra icónica de la pesadilla, retratada ahora en un plano giratorio y profundamente irónico. Allí donde el hombre ha creado a Dios a su Imagen y Semejanza, como cima de su creación, hubo un exceso, una tristeza, una pregunta por el mal frente a la que el arte ha intentado a toda costa levantar una respuesta. El arte levanta acta de la barbarie y, al mismo tiempo, está condenado a destrozarse a sí mismo en cada paso, negar sus pequeños triunfos, asfixiarse.

Por ejemplo, en La semilla del diablo. Polanski había descendido como un ángel polaco de los altares de la modernidad para contaminar un Hollywood en horas bajas que intentaba, sin demasiado éxito, resucitar el cadáver del clasicismo. ¿Qué había supuesto el MRI, al menos en su destilación más pura, sino un intento glorioso de sujetar –valga el juego de palabras- al sujeto? Sin desplomarse en lecturas torpes y buenistas de la obra de John Ford o de Hawks, el MRI supo hacerse cargo de la problemática humana –el sexo, el cadáver, la barbarie- pero generó una forma ordenada, un código estético sólido para contener sus pulsiones. Mientras Hippler vomitaba odio en los cines controlados por la UFA, el MRI seguía aferrándose a la posibilidad de la humanidad con todas sus fuerzas. De igual manera que Miguel Ángel había ascendido a los andamios del Vaticano para crear un Dios Creador, en el MRI el sujeto no se desplomaba contra el vacío.

Los andamios de La fiera de mi niña (Bringing up Baby, Howard Hawks, 1938) no estaban coronados por ese Dios omnipresente, sino por una colección de dinosaurios que, en cierta medida, también señalaban la posibilidad de una evolución, y de un conocimiento científico.

Polanski, sin embargo, emergía de una modernidad hiriente y de un contacto íntimo con el delirio que saturaba sus primeros trabajos y había encontrado una de las no-formas más perfectas en Repulsión (Repulsion, 1965). El truco de magia pasaba por crear un nuevo Vaticano, una nueva Capilla Sixtina localizada en Nueva York y nada menos que en 1968, el año de todos los fracasos. La topografía se había desplazado en una lógica que hoy en día sigue resultando portentosa. De un lado, Polanski exiliado de una Polonia arrasada por dos totalitarismos que intentaba esconder sus actos antisemitas homicidas, deseando arrojarse a un nacionalismo de corte ultracatólico. De otro, Polanski en una Norteamérica que hacía la revolución del satanismo como juego de salón, o el juego de salón satánico de intentar despertar en un nuevo orden mundial dominado por el caos. Los últimos hippies daban la voz de alarma en mitad de la tormenta de Napalm. Era lógico que, tarde o temprano, naciera el anticristo.

3. Vaticano/Edificio Dakota

Hay una pregunta clave que se formula casi al final de la cinta. Pero para acceder a ella, primero hay que recordar que hay una segunda pintura que se atraviesa sobre la imagen de Miguel Ángel:

La semilla del diablo

El acto de descubrimiento de esa iglesia que arde no tiene un carácter triunfalista como lo había tenido, en su momento para un cierto Occidente, la presencia en sus libros de Historia del Arte de la Capilla Sixtina. Rosemary observa el cuadro simplemente como un acto confirmativo, un descubrimiento breve. Y atravesado ese umbral físico (la puerta prohibida tras el armario) y de demolición simbólica (un cuadro por otro cuadro), la madre puede realizar la pregunta fundamental: Sus ojos… ¿Qué le habéis hecho a sus ojos?

Esa pregunta es, después de todo, la misma que el MRI y la modernidad llevan décadas enunciando al toparse con las nuevas formas de representación audiovisual. ¿Cómo miramos? ¿Cómo juzgamos la belleza allí donde no hay una garantía ética anclada en ningún territorio religioso o ideológico?

No hay que quedarse únicamente en la posibilidad de entender La semilla del diablo como una respuesta al MRI ni a los tics del Hollywood clásico. Eso hubiera convertido a Polanski en un dinamitero talentoso como, pongamos por caso, Warren Beatty o Michael Cimino. Sin embargo, su cine también quería prescindir a toda costa no sólo de los tics del realismo tópico del Este de Europa en el que había sido formado, sino también de las posibilidades de un nuevo código moderno. Quizá sólo hubiera podido hacerlo un director polaco, consciente de los horrores totalitarios que se encontraban debajo de las tan loadas propuestas maoístas/marxistas de sus contemporáneos. Un director capaz de utilizar a John Cassavetes para representar una quiebra del cine total – ¿acaso es Faces  (John Cassavetes, 1968) otra cosa?- y no únicamente generacional. Y, del mismo modo, un director que contaba con una conciencia de las figuras del espectador y del relato que no estaban al alcance de otros magníficos contemporáneos suyos como Juraj Herz o incluso Dusan Makavejev.

¿Qué le habéis hecho a sus ojos? Se preguntaban incrédulos los críticos al ver cómo las masas acudían a ver las cintas de Spielberg o de Lucas. ¿Qué le habéis hecho a sus ojos? Se preguntan ahora cada vez que nos rompemos las manos aplaudiendo Spring Breakers (Harmony Korine, 2012). La madre incrédula, la madre incomprensible, la madre que nos quiere amar a la contra, por mucho que en nuestro interior se anide ya de manera irremediable la marca de Caín. Y, dentro de no demasiado, nosotros mismos volveremos a pronunciar ¿Qué le habéis hecho a sus ojos? cuando ya sea demasiado tarde y nuestro tiempo termine.

Una vez derrumbado el gesto de la Capilla Sixtina, como ya saben ustedes, lo único que queda en pie es la pesadilla. Polanski lo sabía. Nosotros también lo sabemos, aunque no tardaremos demasiado en olvidarlo.

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