La señorita Julia

Concatenación de dos sueños: ascenso y prolapso Por Fernando Solla

La felicidad se consume a sí misma como una llama.
No puede arder para siempre. Tiene que apagarse.
Y el presentimiento de su fin, la destruye en pleno auge
August Strindberg

Es algo habitual (entre dramaturgos, guionistas y realizadores) la supeditación de las ideas y textos de autores referenciales a una imagen, figuración o concepto que poco o nada tiene que ver con la voluntad primigenia del artífice original. Este acto de infidelidad suele confundir términos, convirtiendo las figuras definitivamente sinónimas del fundador e innovador, en antónimas y opuestas. Lícita o no, esta expoliación suele chocar frontalmente contra la egolatría de sus ejecutores, que realizan ejercicios de estilo pirotécnicos que pueden llegar a deslumbrar al respetable, pero que no suelen permanecer en su recuerdo. Y aquí llega lo reprochable: se escudan en el valor conferido al nombre del creador como si fuera un sello de garantía de calidad para su producto, en un acto infructuoso de maquillar su falta de inspiración o incapacidad para construir su apabullante artefacto alrededor de un libreto ya no propio, pero sí al menos original o nuevo. Y no vale excusarse en qué ya está todo inventado, ya que cuando esta incautación sale bien, disfrutamos de experiencias cinematográficas francamente remarcables, donde sus responsables aceptan el compromiso de despertar un debate que nos impulsa de nuevo a dilucidar las fronteras entre lo que consideramos arte y expolio y su finalidad, asumiendo al fin un riesgo y restituyendo cualquier agravio inicial.

Liv Ullmann se atreve, catorce años después de su último trabajo como realizadora, con un texto del sueco August Strindberg.Tras Infiel (Trolösa, 2000) nos encontramos de nuevo con La señorita Julia en medio de un triángulo sentimental, que no amoroso, y somos testigos de sus devastadoras consecuencias.

Contrariamente a lo que algunos compañeros de profesión han calificado como en exceso estático o teatral, el planteamiento de Ullmann para La señorita Julia propone una vuelta al contexto decimonónico original y a la revolución naturalista que perpetraron algunos autores en detrimento del realismo costumbrista imperante hasta entonces. Naturalista fue Strindberg, como también Ibsen, Chéjov e incluso Wilde. Un mismo movimiento, compendio de especificidades autorales, de las que Strindberg siempre ha sido el más difícil o menos compasivo hacia sus personajes, el más sórdido.

La señorita Julie

Precisamente esa falta de compasión, ese rechazo que nos producen los protagonistas es lo que Ullmann ha mantenido indefectible en su aproximación. Arrinconando cualquier atisbo simbolista (a excepción del prólogo y el desenlace) que nos acercaría a Ibsen o de la justificación de los personajes mediante monólogos, más propia de Chéjov, la realizadora se permite como únicas licencias la traslación del lugar de la acción del original condado sueco de Count a una idílica aldea irlandesa y, a consecuencia, la traducción a su dialecto, realizado por la misma Ullmann. A excepción de estos detalles, y apoyándose en el material original, la realizadora nos ahorrará cualquier sentimiento de sumisión estilística para profundizar en la psicología de los personajes y sus circunstancias, priorizando en sus bajos instintos y en su pobreza (o no) moral. Sin requerir del espectador conocimiento previo del material de base ni de su autor (aunque sea apreciable), Ullmann desarrolla de manera insólita las premisas deterministas de Strindberg, sobretodo las biológicas, ambientales y psíquicas a partir de unos personajes complejos y concretos, sin pretender (aunque consiguiéndolo por momentos) realizar un estudio social y de clase.

La cadena de causa y efecto (o consecuencia) resultará inquebrantable para los personajes interpretados por Jessica Chastain y Colin Farrell (John). Señora y sirviente, cuya relación no se verá determinada en ningún aspecto por el azar y cuyo futuro quedará irremisiblemente delimitado por su aquí y ahora, tanto en lo referente a clase y casta como a sexo. A excepción de unas pocas secuencias situadas en el exterior de la casa y de las significativas y definitivas escenas en las habitaciones de los protagonistas, Ullmann mantiene la acción en la cocina, enfatizando cómo la señorita Julia se rebaja a sí misma y su descolocado y claustrofóbico estado anímico. Cierto es que tanto Farrell como Samantha Morton (que interpreta a Kathleen, la prometida de John) hacen suyas sus réplicas demostrando una técnica encomiable y un aguante plausible ante los constantes primeros planos (y medios) a los que la cámara les somete durante sus parlamentos. Incluso la breve interpretación de la Julia infante (Nora McMenamy) demuestra un aplomo y refleja un desencanto inaudito en una actriz tan joven.

Aunque sin duda es la interpretación de Jessica Chastain la que explosiona antes nuestros ojos de un modo tal que el deseo de contemplarla y escucharla se convierte en obsesión (por supuesto imprescindible el visionado en versión original). La mayor parte de la acción transcurre entre conversaciones que intentan delimitar quién toma las riendas de la pasión, el flirteo, el deseo, el sexo… Con altanería o sensibilidad, con rudeza o delicadeza, ninguno de los dos llegará nunca a dominar al otro por completo, en la medida en que no son capaces de dominarse a sí mismos. Ella con pesadillas sobre una caída constante y él con sueños de ascensión. Esa tensión la ha sabido captar perspicaz, juiciosa y fielmente la realizadora y guionista. Pero no será hasta que la tensión sexual explota, hasta que la desesperación se torna en caos, hasta que Chastain se rompe y descompone ante nuestros ojos, que la película se convierte en algo extraordinario. Gracias a una interpretación vigorosa que difumina cualquier matiz técnico hasta convertirlo en invisible, la actriz se muestra como nunca antes lo ha hecho, de manera distinta a cualquier trabajo anterior, eliminando cualquier mueca o gesto autocomplaciente. Su agonía y dolor son tan palpables que resulta imposible cualquier opción de esperanza, mostrando desde su primera entrada en la cocina que la grieta, aunque profundamente instalada en su rostro, reside en su alma. Strindberg en estado puro.

Finalmente, la opción de Ullmann de priorizar los primeros planos de los personajes mientras están hablando no es, como hemos dicho antes, debido a ninguna motivación teatral, sino a una doble y fructuosa voluntad de transmitir la claustrofobia de los protagonistas, que están encerrados en sí mismos. De ahí el choque. Negando al espectador la imagen sobre la reacción del interlocutor y centrándonos en el emisor, captaremos el desasosegante sentimiento de soledad de ambos de un modo mucho más doloroso y lacerante que en la también arriesgada pero algo irritante propuesta que Mike Figgis dirigió en 1999, que mediante el uso abusivo de la técnica de la doble pantalla congeló la pulsión dramática de la historia.

A destacar la crueldad en la asimilación del rol de los animales y la protagonista. Espeluznante cuando conocemos a la perra encinta tras la copulación con un chucho de clase social inferior, y todavía más si cabe al enfrentarnos al canario decapitado. Tanto este detalle como la elección de piezas de Schubert y Bach para la banda sonora, intensifican más si cabe la interpretación de Chastain, especialmente en los momentos en que palpamos su desolación y la fragilidad de esa mujer que se arrastra, compendio de escombros de la que una vez pareció la posibilidad de una vida feliz.

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