La tragedia de Macbeth

Sea lo que haya de ser Por Raúl Álvarez

Ni Welles, ni Kurosawa, ni mucho menos Kurzel, por citar los referentes que acuden a la mente de forma automática. Si se trata de descubrir los espejos de esta nueva versión de Macbeth, escrita y dirigida en solitario por Joel Coen, sería oportuno dirigir la mirada y la memoria a los montajes que Declan Donnellan realizó a principios de los 2000 para Cheek by Jowl, el Old Vic o la Royal Shakespeare Company, y que después de su estreno en Upon-Avon o Londres marchaban de gira por los escenarios más importantes del mundo; algunos de ellos se pudieron ver incluso en España, en el ámbito de certámenes como el antiguo Festival de Otoño de Madrid. A ese teatro de cortinas opacas y muros diáfanos, de furiosa frontalidad y puesta en escena concebida a partir del eje vertical del escenario, apela una película profunda y honestamente convencida de su carácter teatral, pero que en lo cinematográfico resulta irregular y por momentos tosca. Lo advirtió ya André Bazin: “Para respetar el teatro no basta con fotografiarlo”.

El mayor de los Coen con La tragedia de Macbeth incurre en este sentido en una contradicción formal que lastra su propuesta del primer al último plano, salvo contadas excepciones. Dado que la puesta en escena, insisto, se apoya en arquitecturas lineales que dirigen la mirada de arriba abajo, no parece buena idea que la planificación de los diálogos y los monólogos se resuelva en la mayor parte de ocasiones mediante primeros planos, pues estos anulan justamente la intención estética de dichos decorados. En el teatro contemporáneo inglés, el que cimentó Peter Brook y del que Donnellan es uno de sus principales activos, la concepción escénica tiende al mal de altura para aprovechar al máximo las posibilidades aéreas de las tablas; se pretende, en pocas palabras, que actores y público se sientan atrapados como abejas en un panal. Manda el espacio sobre el tiempo de la representación. Además, como en el teatro la cámara es el ojo, y a este se le guía primero con la luz y después con las palabras, las obras, y máxime si se monta un Shakespeare, tienden a desarrollarse siempre de lo general –el teatro de la vida– a lo particular –la declamación del texto–. No hay grietas en este plan si la experiencia vive y muere en la escena.

La tragedia de Macbeth

El problema, y es el caso de La tragedia de Macbeth, se presenta cuando se intenta trasplantar a una narrativa mediatizada por cámaras y, por lo tanto, condenada a ser fragmentada y montada en un orden dramático concreto. Por vieja y manida que sea, la expresión ‘teatro filmado’ sigue siendo la definición más precisa para aquellas adaptaciones en las que se intenta encajar a martillazos una puesta en escena teatral en una realización audiovisual. Es probable que esta versión de Joel Coen funcionara bien en un teatro, pero como filme es un empeño tan frustrante como el de Sísifo. Hay atisbos, instantes y arrebatos de la película que pudo ser y no es. El primer monólogo de Lady Macbeth, el soliloquio de su marido sobre la visión de la daga o la segunda aparición de las brujas constituyen escenas puramente cinematográficas; esto es, articuladas con recursos visuales no constreñidos a un espacio físico y dotadas de un ritmo que acompaña el propósito dramático de cada una de ellas. Son excepciones dentro de un discurso plano que causa incluso estupor cuando el desatino se concreta en momentos de simplicidad; véase la escena en que Ross comunica a Macduff la muerte de su familia. Llama la atención que un cineasta de sobrado talento e inteligencia como Joel Coen se rinda al plano-contraplano, el montaje por adición y, en la dirección de actores, una composición gestual salvajemente rígida e inexpresiva.

Este punto, el de la interpretación, es otro agujero negro significativo sobre el que merece la pena reflexionar. El de Shakespeare es un teatro físico en extremo, felizmente dinámico, caracterizado por entradas y salidas constantes de los personajes –de manera indistinta en comedias y en tragedias– y en el que la fuerza del texto depende tanto del tono y la dicción como del lenguaje corporal. De hecho, buena parte de la genialidad del bardo inglés reside precisamente en introducir en sus obras el movimiento como vector de la experiencia teatral. Esto lo entendió muy bien Akira Kurosawa en Trono de sangre (Komonosu-jo, 1957). Pues bien, en La tragedia de Macbeth no hay apenas rastro de acción verbal ni física. Cada actor parece maniatado a un poste, como esos intérpretes de teatro y ópera que se quedan clavados en el suelo cuando les dicen que su actuación va a ser emitida por la tele. Más que una adaptación, esta película es eso: la grabación de una representación. Hasta Denzel Washington, a quien debe ser realmente difícil contener, se revela anestesiado y taciturno en un papel que exige dosis bien calculadas de ira, odio, rencor, envidia, orgullo, falsedad y sumisión. En definitiva: complejidad, emociones.

La tragedia de Macbeth

De esta uniformidad se contagia también la estética de las imágenes. Los Coen, se vio ya en La balada de Buster Scruggs (The Ballad of Buster Scruggs, 2018), se llevan mal con la tecnología digital. Aquí las dificultades son doblemente visibles por cuanto se trata de blanco y negro. Como en la reciente Mank (David Fincher, 2020), no hay matices ni gradaciones, sino el contraste típico de las ópticas que parametrizan la luz mediante funciones de alto rango. Se confunde una y otra vez nitidez con expresividad –no hablemos ya de belleza–, y por ese camino se antoja complicado crear una atmósfera y un estilo representativos. Hay planos que se diría rodados con un iPhone (la película es de Apple Studios), tal es su perfección y pulcritud estéril. Esta cuestión es evidente sobre todo en los primeros planos, en el límite a menudo del selfie o la fotografía publicitaria. El formato 4/3 contribuye no poco a dar la impresión de que las imágenes se han registrado con un móvil orientado en vertical sobre un trípode, cuando posiblemente no sea esa su intención, sino la de recrear las dimensiones de un montaje teatral contemporáneo. Sea como fuere, la suma de decisiones tomadas por Joel Coen y sus colaboradores aporta poco al pensamiento de Shakespeare sobre el destino, la ambición y la maldad, los temas esenciales en La tragedia de Macbeth. La película jamás está a la altura del texto; en todo caso, en sus mejores momentos, pocos, lo subraya.

Empecé hablando de Donnellan y no me resisto a terminar con él a propósito de un librito suyo, El actor y la diana (2002), publicado cuando su compañía Cheek by Jowl cruzó las fronteras de Inglaterra por su cuestionamiento de las adaptaciones convencionales de Shakespeare. En él se encuentran varias claves que podrían haber aliviado los síntomas de este Macbeth. Por ejemplo, que los actores (una potencia) necesitan una diana a la que dirigir y en la que concentrar su interpretación (un acto). Esto no ocurre en la película de Joel Coen; cuantas contestaciones y que pocas réplicas hay en su adaptación del texto. ¿A quién le hablan sus actores? O, también, que el teatro es ante todo un misterio. No lo hay en unas imágenes en las que hasta la bruma es nítida y los cuervos, un efecto de posproducción.

La tragedia de Macbeth

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