La última bandera

El viaje como diálogo y el diálogo como viaje Por Pablo Sánchez Blasco

Se habla mucho de Dios en La última bandera (Last Flag Flying, 2017) de Richard Linklater. Se habla de la fe y de la vida piadosa. Se habla del lenguaje adecuado para alcanzar el paraíso y, sobre todo, se habla de cómo entablar ese diálogo, de cómo iniciarlo o adónde ir si uno pretende escuchar la respuesta, como hizo en su día el exalcohólico y reconvertido Mueller. La película de Linklater equipara primero el diálogo con la salvación divina para luego afirmar que el diálogo ha de ser también la salvación social, la redención de este mundo nuestro, cada vez más polarizado, en el que vivimos. ¿A dónde ir para hablar y escuchar a los demás?

A diferencia de las clásicas road movies, la respuesta al drama de los personajes no reside en la experiencia del viaje –indiferente, casi simbólico, introspectivo–, sino en el intercambio dialéctico al que da lugar. El viaje constituye para Linklater una proximidad artificial entre dos puntos. Se trata de un puente tendido entre dos territorios y, por lo tanto, un diálogo entre opuestos, entre contrarios, entre los blancos y los afroamericanos, entre los veteranos de Vietnam y los de Irak, entre los religiosos y los ateos, entre distintas generaciones y clases sociales. En La última bandera también se habla mucho de Irak, y de Vietnam, y de la política intervencionista de los Estados Unidos. Pero apenas se ofrecen respuestas ni se alcanzan conclusiones. Señalar supone restringir, acotar, reducir, y el cine de Linklater, incluso en una de sus obras menos memorables, se basa en el diálogo, en la fluencia, en el pensamiento y la relación interpersonal.

La última bandera

Si el viaje es un diálogo, el diálogo también ha de ser un viaje, y toda la película, con sus aciertos y sus errores, obedece a este concepto. Los personajes del reverendo Mueller y el escéptico Sal, por ejemplo, representan ideas y mundos opuestos que solo pueden relacionarse gracias al personaje de Doc. En todas las composiciones, el cineasta coloca a este en el centro, entre sus dos amigos, recalcando su papel de mediador, de elemento dialógico para conseguir un equilibrio entre los antiguos compañeros. Por si quedaba alguna duda, Doc es presentado solo y perdido en las calles nocturnas, mientras sus amigos aparecen como predicadores en su propio escenario: la barra del bar frente al púlpito, la negación frente a la fe, la noche frente al día. Ambos se caracterizan porque su trabajo consiste en hablar, pero en hablar solos, en monologar dirigiéndose a públicos complacientes que nunca les llevan la contraria. Como Mueller le dice al ateo, para hablar con Dios lo primero es escuchar, de modo que la llegada del amigo silencioso, del personaje que apenas habla, funciona como el vértice capaz de abolir la antítesis y establecer un verdadero intercambio de ideas.

Cualquier medio para que nazca un diálogo es positivo. Uno puede hallar la respuesta en una visión, en uno mismo, en una carta o incluso en un nuevo teléfono móvil. De hecho, el gag con los móviles consigue preguntarnos por qué estamos hoy tan separados si nunca hemos estado tan próximos. ¿Por qué dialogamos cada vez menos si cada vez es más fácil hacerlo? En los primeros compases de La última bandera, todos los intentos de conversación acaban en fracaso –los distintos estilos de Sal y Mueller, los eufemismos del gobierno, el malentendido con la dependienta de la empresa de alquiler–. De no usarlas, las palabras también se oxidan y se convierten en armas. Si queremos alcanzar acuerdos y conclusiones, debemos encontrar primero un lenguaje común –de esto trataba también La llegada (Arrival, 2016) de Denis Villeneuve– y, por tanto, renunciar a los monólogos, los discursos, las especulaciones. La televisión que ven los personajes no presenta ni la realidad –como cree el amigo “lobotomizado” de Sal, un muerto viviente– ni el sosiego a nuestras dudas –como pretenden los reportajes sobre la captura de Sadam Hussein–. La vida estricta de Mueller y el pesimismo extremo de Sal, tampoco, y por ello la película invierte setenta minutos hasta que el lenguaje vuelve a manar entre ambos, hasta que el tren sale de Dover hacia Portsmouth.

El concepto de conversación y la manipulación del lenguaje están presentes también en las dos mejores reflexiones de La última bandera. La primera la pone en bandeja el compañero fallecido en Vietnam por culpa de los tres amigos. En un juego lingüístico muy sutil, los tres se sinceran ante la madre del fallecido y entonces el hombre al que no pudieron salvar se convierte en el hombre que les salvó a ellos, que les está salvando en ese momento por estar allí sentados. Un simple cambio de sujeto en la oración –acompañado de un zoom igual de simple hacia Bryan Cranston– convierte su historia de culpa en un relato de redención, y a unos pecadores, en peregrinos santificados.

El segundo acierto atañe a la manera en que el diálogo, en su faceta de puente entre contrarios, conduce a la idea de comunidad, analizada a fondo por Linklater en su anterior comedia Bernie (2011). El sentido de comunidad depende, en gran medida, de las identidades personales, y un grupo de humanos puede unirse por la empatía hacia un asesino o por las mentiras de su gobierno, que les obligan a encontrar una nueva moral, un sistema de creencias propio e independiente del poder. El diálogo se basa en la contradicción y su propia existencia integra las divisiones en una realidad común. De una manera muy fordiana, Linklater critica la guerra pero aplaude a los militares, nos describe a tres renegados a los que luego viste de uniforme o critica las mentiras del gobierno pero consiente en que, a veces, en determinadas circunstancias, son preferibles a la cruda verdad.

La última bandera

El diálogo inspira la mejor parte de la película, aunque también despliega sus peores aspectos. Varias secuencias se vuelven palabrería repetitiva en su excesivo metraje. Cuando Linklater se vuelve discursivo, parece que tomara un atajo para llegar con adelanto. Cuando intenta lo contrario, en cambio, se percibe en sus imágenes cierta frialdad hacia los protagonistas o, al menos en mi caso, la frustración de verlos como eso, como personajes quizá interesantes sobre guion, pero faltos de credibilidad sobre la pantalla. En la escena clave del film, por ejemplo, Linklater reúne a los tres veteranos con un joven soldado e intenta construir un diálogo que ilustre el acercamiento generacional entre los tres. Sin embargo, para ello debe recurrir a los tópicos más vulgares de la camaradería masculina: las noches en los puticlubs de Vietnam, el humor soez, el histrionismo, las comparaciones entre la potencia o promiscuidad sexual de cada uno. El diálogo, lamentablemente, resulta más gracioso para ellos que para el público y el momento se vuelve prueba de la excesiva intelectualización de la película, incapaz de restituirles una humanidad carente de encorsetamientos.

No olvidemos que el primer diálogo de La última bandera, su primer viaje es el que mantiene el cineasta con los protagonistas, ya que el filme supone su primera película con un punto de vista maduro, claramente ajeno. Los tres personajes de la película han dejado atrás la juventud y se ven incapaces de recuperar el tiempo perdido. Su viaje/diálogo ya solo consigue revisarlo, dar vueltas a la culpa, al remordimiento, analizar y asimilar las malas decisiones tomadas en su vidas. El cronista más hábil de los años noventa también ha envejecido y sus últimas películas van avanzando –lentamente todavía– hacia una comprensión cenital del tiempo, de adelante hacia atrás. La madre de Boyhood (2014), por ejemplo, necesitaba casi una década para ver que un consejo azaroso había cambiado la vida de un extraño, o que tantos años de esfuerzo habían convertido a su hijo en una persona adulta. La pareja de enamorados de Antes del anochecer (Before Midnight, 2013) dejaban de vivir con el futuro por delante y, finalmente, asumían que todo es relativo, que el horizonte tiene un límite, y proseguían su matrimonio bajo la amenaza constante de disolución.

Para hacer suya la película, Linklater ha de crear un pasado más amplio en el que situar a los personajes y así se distancia de El último deber (The Last Detail) de Hal Ashby. Los nombres de sus personajes cambian. Sus características también. Los métodos de trabajo son distintos y sus viajes se cruzan en raíles de ida y vuelta. En el film de Ashby, los marineros descubrían el país viajando, viviendo experiencias juntos y formando su propia compañía al margen del ejército. Eran unos tiempos de inconformismo y de nuevas ideas que hoy se han desvanecido. En el film de Linklater los encontramos solos, aislados, decepcionados por un giro a mejor que no ha ocurrido nunca. Su viaje personal ha de ser, por lo tanto, el contrario: viajar hacia el otro a través de la palabra para advertir que su auténtica compañía, el puente o elemento dialógico de sus vidas, es el propio ejército. Ni blanco ni negro, como dice Sal en una secuencia: volverse verde y recobrar el orgullo de ese espacio común que, al menos en teoría, representa los más altos valores –los suyos, los de todos– y que allana la distancia entre razas, generaciones o clases sociales. Un diálogo de contradicciones y tiempos muertos, un viaje nocturno hasta una fría mañana de invierno.

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