La última ola

Habitar la sombra Por Álvaro Elías

Octubre de 1913. El psicólogo suizo C. G. Jung se encontraba viajando solo cuando de repente le asaltó una poderosa visión: una inundación que engullía la mayor parte de Europa; en sus propias palabras, vio “una enorme ola amarilla, los restos flotantes de la civilización e incontables cuerpos ahogados. Después, el mar se trocó de sangre”.

Poco después estallaría la Primera Guerra Mundial, y Jung sintió un extraño alivio. Había interpretado aquellos sueños como azotes de una conciencia atormentada que le abocaría irremediablemente hacia la psicosis, pero al parecer, se trataba más bien de sueños proféticos…

Asumir está hipótesis como verdadera sería tan temerario como cuestionable, lo realmente interesante es que esta “crisis” en la que se halló inmerso fue en gran parte debida a su ruptura con Freud. La amistad que mantuvieron ambos psicoanalistas a comienzos del siglo XX había trascendido a una relación de mentor y pupilo. Freud reconoció inmediatamente el talento de Jung y quiso dejar el futuro del psicoanálisis en sus manos. Pero el entusiasmo inicial de Jung no tardó en desvanecerse ante las dudas que le asaltaban sobre el modelo de psique propuesto por Freud. Este, en vez solventar las objeciones de Jung a su teoría se mostró cada vez más autoritario y dogmático y fue entonces cuando se produjo la ruptura, lo que propició que Jung cayera en una crisis mental que, irónicamente, le condujo a su más profunda percepción de la naturaleza humana.

Supo entonces que debía seguir su instinto y ahondar en los confines de la psique a través de los sueños, aventurándose cual chamán en un viaje hacia el reino daimónico de la imaginación. Y allí no encontró la locura que temía, sino más bien las respuestas que anhelaba.
Puede que sea casualidad o no, pero en La última ola resuenan ecos similares: los sueños premonitorios, la iniciación, la ruptura con lo establecido… El misterio.

La última ola

David Burton, un abogado inmobiliario que reside en Australia, es testigo de cómo las coordenadas de su propia existencia se desmoronan por completo tras verse involucrado en un caso de homicidio que atañe a los aborígenes de la zona. Antes ya había comenzado a revivir ciertos fantasmas del pasado cuando, tras una insólita tormenta a plena luz del día, comienza a tener sueños premonitorios, sueños que antaño experimentara en su adolescencia cuando presagió la muerte de su madre.

La historia de David es, al igual que Jung, la de un hombre que se descubre así mismo como instrumento de una fuerza mayor contra la que no puede hacer más que dejarse llevar. En cierto modo, representa fielmente el prototipo del héroe en la obra de Weir: alguien que termina despojándose de sus miedos e inseguridades y es capaz de inmolarse a sí mismo por una causa que cree superior.

En principio, las primeras visiones de David también le hacen presa de sus temores, pero cuando empieza a corroborar que las claves que se le otorgan en sueños anticipan lo que va a suceder, debe aceptar su nueva condición como agente espiritual. Esto provoca una inevitable ruptura con todo lo que hasta entonces tenía sentido para él. Su padrastro, un párroco sujeto a los convencionalismos de la Iglesia Católica le dice: “Has perdido el juicio, pero no has perdido el mundo”. Y la respuesta de David es devastadora: “He perdido el mundo que creía tener, el mundo en el que lo que has dicho tenía sentido”.

Y es que el cine de Weir siempre ha sabido habitar en esas grietas que se generan tras el choque de los opuestos: ya sea un enfrentamiento entre culturas dispares, la imposibilidad de reconciliar dos puntos de vista antagónicos o el descubrimiento y la autoafirmación del ser humano en medio de un entorno hostil. En La última ola encontraríamos como telón de fondo el hermetismo ancestral de la comunidad aborigen y el egocentrismo exacerbado de la cultural occidental, que decide lapidar (literalmente) todo lo que es ajeno a sus propias leyes.

El director australiano siempre ha mostrado una especial sensibilidad y respeto hacia el misterio que late en el mundo. La sociedad actual es incapaz de maravillarse con lo inexplicable, lo banaliza y desvirtúa hasta despojarlo de toda su belleza. Esta tendencia hacia la desacralización de lo desconocido es una constante recurrente en su filmografía. En Picnic en Hanging Rock (Picnic at Hanging Rock, 1975), el misterio de las rocas se tornaba en mera atracción turística. En El club de los poetas muertos (Dead Poets Society, 1989) el señor Keating pedía a sus alumnos que arrancaran una página de sus libros de poesía que pretendían racionalizarla en burdos parámetros matemáticos. La vida humana quedaba reducida a un espectáculo televisivo en El show de Truman (The Truman Show, 1999). O bien en El año que vivimos peligrosamente (The Year of Living Dangerously, 1982), donde los mitos de la antigua Indonesia eran objeto de burla por parte del hombre occidental.

La última ola

En La última ola, subyace la idea de esa incapacidad humana para establecer una cosmología simbólica que dote de sentido a nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro. Existe una permanente lucha entre lo telúrico y lo fantástico. Weir entiende nuestra entidad como una ilusión; la realidad está plagada de sombras, y tal como le dice Chris a David: “los sueños son la sombra de algo real”. El hecho de que estos ya no se consideren de vital importancia es consecuencia de nuestra conciencia heráclea, de vigilia. En palabras de Patrick Harpur: “Los sueños huyen como las sombras del Hades de sus esfuerzos musculares por sacarlas a la luz del día, y expiran bajo el foco del análisis y la interpretación.”

El racionalismo impone sus propias trabas a la realidad que se extiende ante nosotros. Es una cosmología especulativa, llena de autopistas analíticas y masturbaciones silogísticas que imponen su universo automático y sin mente. La indolencia de nuestra razón oculta los arcanos del conocimiento a través del símbolo y la metáfora. Apuesto a que Weir, que siempre se ha rebelado como un humanista y un Romántico con mayúsculas, coincidiría con otro Romántico en tales palabras:

“Dulce es el encanto de la Naturaleza/ Nuestro intelecto entrometido/Altera la belleza de las formas/Matamos para disecar” (William Wordsworth).

Él siempre se ha posicionado del lado de aquellos que coloreaban la realidad a través de la subjetividad de su mirada. Inclinado sobre la orilla, David arroja una última mirada a la inmensidad que sobreviene en forma de ola gigantesca. Es El hombre contra la naturaleza inasible y su destino inexorable.

La visión y el misterio.

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