La última tentación de Cristo
Lo interior Por Daniel Jiménez Pulido
El diablo y yo nos entendemos, como dos viejos amigos.
Una figura lejana se acerca a cámara desde el paisaje rocoso y árido del desierto. En el contraplano, Jesús de Nazaret, de rodillas, está a punto de finalizar su retiro espiritual después de ayunar durante cuarenta días en el desierto. La figura lejana se ha transformado ahora en un primer plano del rostro de un hombre que Pier Paolo Pasolini filma en un ligero contrapicado. El rostro de esa figura misteriosa, curtido y devastado como el de tantos otros rostros en primer plano sobre los que se vertebra una película como El evangelio según San Mateo (Il Vangelio secondo Matteo, Pier Paolo Pasolini, 1964), cuestiona y tienta a Jesús (Enrique Irazoqui), revelándose como el Maligno. Casi como un resorte, firme y seguro de sí mismo, Jesús tumba todas y cada una de las tentaciones planteadas por el Diablo el cual, ante tal convicción, desaparece sin haber cumplido su propósito. Tiempo después, en Getsemaní, sabiendo que la última prueba en el camino para convertirse en Dios pasa por morir en la cruz, Jesús duda, atormentado. El hombre, la naturaleza humana y divina de nuevo frente a frente. Acompañando a ese Jesús, que afronta la realidad que le ha sido encomendada, el Diablo se intuye y se percibe en fuera de plano, entre el montaje entrecortado, el sudor y en el paso errático con el que Pasolini filma las últimas horas de Jesús, pero nunca más vuelve a manifestarse de forma física.
Veinticuatro años después, reflejada en el espejo pasoliniano (uno de los tantos referentes del corpus fílmico del director norteamericano Martin Scorsese) y adaptando, en esta ocasión, la obra homónima de Nikos Kazantzakis, La última tentación de Cristo (The Last Tempation of Christ, Martin Scorsese, 1988) vuelve a poner en imágenes las últimas horas de Jesús de Nazaret en la gran pantalla. Lo hace, a diferencia de Pasolini, rehuyendo los orígenes para presentarnos a un Jesús (bajo las facciones de Willem Dafoe) en su edad adulta, debatiéndose y en plena lucha ante los designios divinos que, durante mucho tiempo, se ha negado aceptar. En definitiva, en el comienzo de un viaje a la redención que tanto entronca con el ideal de (anti)héroe scorsesiano. En ese viaje de culpa hacia la expiación final, no faltan algunos de los pasajes más emblemáticos que recogen los Evangelios pero, en este caso, son reformulados bajo una puesta en escena minimalista, de corte hiperrealista y un estilo directo que bebe directamente de la película de Pasolini (referencia reconocida por el propio Scorsese). Porque si lo interesante de El evangelio según San Mateo pasaba, entre otras cosas, por el acercamiento humano a la figura de Cristo a partir de la puesta en escena; en La última tentación de Cristo (película menos inspirada en lo formal), la confrontación entre esta naturaleza humana con la naturaleza divina, es sobre lo que se construye todo su andamiaje discursivo. Por esa misma razón, no es casual que la figura de Satanás (cuya etimología en hebreo vendría a significar “adversario”), adquiera en la película de Scorsese no solo una presencia mucho más virulenta y presente, ya desde el propio título, sino también más abstracta y, sobretodo, ambigua.
Al igual que la obra literaria en la que se inspira, el Jesús scorsesiano, eludiendo el protagonismo en la misión divina de la que todavía no sabe que ha de liderar, quiere acallar las voces que martillean su cabeza fabricando cruces para el enemigo, contribuyendo con ello a la masacre de sus propio pueblo por parte de las legiones de Roma durante la ocupación de Galilea. En uno de los momentos cruciales de la película, antes de su peregrinaje hacia la aceptación de lo divino, Jesús se pregunta, ante su madre, si las voces que le hablan incesantemente no son de Dios, sino del Diablo. La importancia de este momento radica, sobretodo, en cómo la idea de lo diabólico se difumina y en cómo parece partir desde lo interior, desde las pulsiones de un personaje configurado como el altavoz de una humanidad por la que hay que sacrificarse.
La duda, el miedo y la culpa es terreno abonado para el Tentador. O dicho de otro modo: lo diabólico se manifiesta aquí como la viva expresión de la naturaleza humana. Abandonarse a lo terrenal, a lo mundano, por lo tanto, es el triunfo de esa naturaleza humana (donde habita lo diabólico) sobre la divina, el triunfo de la carne sobre el espíritu. Así, en las tres tentaciones que Jesús afronta durante su retiro y ayuno en el desierto, la aparición del Diablo se manifiesta bajo una simbología que parece evocar cierto primitivismo interior, ya sea con formas animales primero, y, posteriormente, con el fuego. Es más: dejando a un lado los textos del Evangelio, la interpelación del Diablo incide aquí en los tormentos terrenales de la carne que se abaten sobre el Jesús de La última tentación de Cristo, los cuales aparecen representados en esa serpiente con la voz de María Magdalena (Barbara Hershey). Al final, mientras Jesús agoniza clavado en la cruz en medio de un violento torbellino de miedo y dudas, la gran promesa ofrecida por un Diablo con forma de niña inocente es, precisamente, la de librarse de la carga protagónica de ser el Mesías elegido por Dios y formar una familia.
En una película donde solo habíamos percibido las voces interiores a través de las manifestaciones físicas sobre el cuerpo de Jesús, Scorsese filma este momento culminante ahogando el sonido de la muchedumbre que jalea la ejecución del Mesías con una ritualidad casi litúrgica. Hincado de rodillas ante el Diablo, cuya voz es la única que permanece en la escena (la única que Jesucristo anhela escuchar), en el momento de mayor debilidad, el hijo de Dios abandona momentáneamente su naturaleza divina y si rinde a la terrenal. En ese no-tiempo, Jesús forma una familia, disfruta de las mieles de lo mundano y, en las puertas de la muerte, Pablo (Harry Dean Stanton) primero y Judas (Harvey Keitel) después, le revelan el gran engaño, redimiéndose en el último instante y volviendo a la cruz para cumplir, finalmente, la misión divina. Aunque podría afirmarse que al final el espíritu termina por vencer a la carne, podría decirse que el Diablo también se ha cobrado su recompensa pues ha ofrecido a Cristo la experiencia de una vida terrenal casi completa.
Esta plasmación fílmica de un Diablo ambiguo, líquido y que responde únicamente a tribulaciones propias de la naturaleza humana edifica cierta idea de una convivencia profunda con lo diabólico, entendida como la viva expresión de lo humano, lo primitivo y lo visceral. Algo que también parecía sugerir Pasolini, cuando, en El evangelio según San Mateo, componía a un Satanás de rostro no solo identificable, fuera de ambigüedades y androginias, sino también intercambiable: el Diablo es algo mundano, nos sigue de cerca y convive en lo más profundo de cualquiera. Sin embargo, la victoria de Cristo sobre lo terrenal, sobre lo diabólico, casi parece una victoria pírrica ante todas las victorias del Maligno. El ser humano parece sucumbir fácilmente a los placeres terrenales. Y, ante tal obviedad, quizás tampoco esté mal aceptar la realidad y darle un poco de cancha a ese Diablo que, bajo las curvas de Silvia Pinal en Simón del Desierto (Luis Buñuel, 1965), revela a un pecador la imposibilidad de su encuentro con Dios, arrastrándolo a un no-lugar donde el baile eterno manifiesta y simboliza la verdadera victoria final.