La Venus de las pieles
El ejercicio del poder Por Jose Cabello
La fusta que maneja la virtualización de la vida moderna atiza sin piedad y nuestras retinas acuden al colirio para ser capaces de enfrentarse a las miles de teorías fílmicas expuestas por la red. Cuantiosas son las tentativas de dar una explicación metafísica a cualquier gesto nimio en el universo cinematográfico. Y es que la yihad cinéfila parece cerrar filas acariciando la idea del cine como ciencia, de ahí, las reinterpretaciones de films, de aparente normalidad, que tras pasar por el escáner del CSI crítico revelan el subconsciente del autor a través de su obra. Parece que si no has leído según qué libros, siempre de grosor considerable, no vas a ser capaz de entender la filosofía de según qué autores. Parece que si no has dedicado tu vida a la retrospectiva de un director, no debes gastar tus energías en ver su última película, pues no la vas a descifrar. La cultura del discurso del autor, y más ahora que estamos acostumbrados a miles de coloquios tras la proyección de la película, se impone como factor de acompañamiento en dirección a “entender” la película y poder digerir así el mensaje. Esta práctica conduce a una contradicción en sí misma pues, por un lado, se necesita el argumento hecho papilla del director pero, por otro, los implicados, no saciados con la aclaración, especulan con castillos en el aire llegando a conclusiones que ni el propio director se planteó.
La Venus de las pieles satiriza sobre el dimorfismo del autor versus la obra. La última película de Polanski es capaz de burlar la rígida estructura mental de un director de teatro, Thomas, utilizando la figura de una actriz que representa su antítesis, aquello que repudia, Vanda, un personaje femenino que, a priori, cumple todos los estándares de actriz de tercera a la caza de un papel. Sin embargo, lejos del halo chabacano de persona no cultivada que desprende, Vanda consigue en pocas frases embelesar a Thomas que, incrédulo, observa cómo la actriz, a pesar de no ser una eminencia intelectual, ha captado la compleja esencia del personaje de la obra del austríaco Leopold von Sacher-Masoch, obra considerada germen del sadomasoquismo en la literatura.
Un teatro y dos personajes bastan a Polanski para crear un juego basado en la desfiguración y el intercambio de roles, aprovechando muchos de los fragmentos del texto original para reflexionar sobre la sumisión y la erótica del poder. A medida que avanza la narración, la opacidad conquista el escenario, director y actriz enmarañan la línea divisoria entre personaje y persona. Cada vez resulta más complicado distinguir si entra en escena la voz del yo real o el yo ficticio, si es una interpretación o nace de su interior. Aún mayor es el desconcierto cuando se trata del personaje de Emmanuelle Seigner ya que su desdoblamiento, tanto en actriz de teatro como en su interpretación de la Vanda de Sacher-Masoch, ambos roles comparten nombre de pila, dificulta la tarea de distinción. La deformación personaje-persona evita conocer el pensamiento real de los protagonistas, incluso consigue que todo parezca, por momentos, fruto de una actuación única donde nada tiene cabida salvo el puro espectáculo teatral.
Las miles de capas y lecturas que La Venus de las pieles puede despertar, es consecuencia directa de unos personajes perfectamente modelados, dotados de una profundidad mariana en su construcción. Tanto él como ella, sobre todo ella, sufren una evolución continua durante el transcurso de la obra, ofreciendo un amplio abanico de representaciones. Quizás esta metamorfosis sin frenos es otro motivo extra que añade obstáculos al laborioso proceso de discernimiento del film. Entre un maremagnum de riqueza interpretativa, existe una constante que domina, y homogeniza, el conjunto de La Venus de las pieles: el poder de seducción. Prácticamente desde el inicio hasta el minuto noventa y seis, la tensión sexual entre Thomas y Vanda se mantiene intacta de principio a fin. Esta tensión sexual fomenta la entrada de elementos como el deseo, que más tarde devendrá en la particularidad que erige La Venus de las pieles, el amor entendido bajo el role play amo-esclavo.
La sumisión prometida a través de un contrato entre Vanda y Thomas, donde ella será la dominatrix y él se convertirá en el esclavo de la imaginación de ella, siembra también otra relación paralela basada en el sometimiento del director de teatro a la actriz. El dominado seducido por la femme fatale vuelve a distorsionar la realidad de la ficción, pues el juego de dominación establecido entre el hombre y la mujer, donde la mujer siempre lleva la batuta, también queda salpicado por esa aura de difícil comprensión a ojos del espectador.
Si los protagonistas se desean o no, si todo es producto de la obra de teatro y ellos son solo actores, o si la obra es el pretexto para abrir la puerta a sus pasiones enterradas, resulta relevante pero no concluyente. La Venus de las pieles parece utilizarse como catarsis personal o incluso como una especie de redención de todos los personajes femeninos de la filmografía de Polanski, personajes que cansados de representar el Mal en sus distintas vertientes, regresan de la tumba para introducirse como espectros durante el baile entre macabro y burlón que Emmanuelle Seigner coreografía mientras el director de teatro, encarnación del director real de la película, queda amordazado observando cómo su musa se ha rebelado contra él.