La vida de calabacín

Cómo dibujar una sonrisa Por Fernando Solla

As long as he needs me
As long as life is long
I’ll love him right or wrong
And somehow I’ll be strong
As Long as He Needs Me, Oliver
Lionel Bart, 1960

Inocencia y estupefacción como antídoto contra la congoja vital. Stop motion que convierte su técnica en código y canal indispensable para dimensionar no sólo las acciones sino las motivaciones y necesidades de sus personajes. Imaginación en la forma para reafirmar unos valores sinceros sin condescendencia hacia el público infantil.

El suizo Claude Barras nos regala una de las mayores aventuras cinematográficas que un espectador aspire a vivir en una sala de proyección. La vida. La de unos personajes en riesgo de exclusión cuyo único error es el destino de haber nacido en un seno familiar infame o desafortunado. Una excusa perfecta para que La vida de calabacín  constituya una muestra ejemplar para desarrollar a través del séptimo arte todas las implicaciones sociales y morales de la orfandad. El poder de la imagen y sobretodo de su movimiento para expresar lo que las palabras no pueden.

Si pedagógicamente se afirma que una persona conoce el mundo que le rodea en función de su capacidad para transformarlo en palabras, después de visitar el universo capitaneado por Barras abandonaremos cualquier atisbo de certeza al respecto. La potestad para determinar el movimiento de un ser/objeto estático por definición será el único lenguaje verdaderamente fehaciente. El talento para acertar cada encuadre y cada plano nos regala secuencias imborrables de ahora en adelante.

Creación del (y por él) movimiento. De un discurso narrativo y de una historia. De unos personajes pero también de un extraño ser llamado espectador. La sacudida existencial que provoca La vida de calabacín no es equiparable a ninguna otra, puesto que se convierte en el termómetro para medir y comparar todas las que viviremos a partir de ahora. Dentro y fuera del Cine. Un largometraje que se convierte en un estado mental. De esos en los que corremos a refugiarnos cuando el mundo exterior coarta nuestra nuestros instintos. La píldora contra la represión de la convivencia, del núcleo familiar y de cualquier otro vínculo, pacto o acuerdo antropológico o social.

Aunque lo descubriremos a medida que avance el largometraje (el plano que abre el filme ya dirige nuestra mirada hacia ahí) no habrá otra posibilidad que mirar hacia el cielo. Arriba, siempre arriba. No como Ícaro, que es el nombre que se le asignó al protagonista al nacer, sino como Calabacín.

La vida de Calabacín

El miedo de morir abrasado y perder las alas si se acerca demasiado al sol se irá difuminando del mismo modo que las relaciones que el protagonista establece con los personajes adultos. De la madre al policía y asistente social. Obligación y sentido del deber que darán paso a la amistad y a lo que sucederá a continuación. A nivel sociológico, este filme es también de una valía incalculable. Un retrato perfecto del ideal de funcionamiento de cualquier sociedad utópica y, de nuevo tras el film, posible.

No sería justo desvelar detalles de una obra que se disfruta desde el primer segundo. Sí que merece la pena ser analizada a nivel artesanal. Hablábamos de movimiento, y es que Barras muestra aquí su punto fuerte. De la inexpresividad de unos ojos incrustados en las figuras consigue sacar chispas de emoción. No hay persuasión, ya que la verdad más absoluta se establece desde el principio. La posición de los personajes es crucial y acertada en todo momento. Cuando no se mueven, ocuparán un lugar en el plano fijo que siempre se mantendrá acorde a la situación interior de cada uno.

La humanización no nacerá tanto de los objetos sino a través de los sentimientos que despiertan. La experimentación del equipo artístico con materiales como el agua es increíble. Lo mismo con la construcción de los distintos vehículos que ocuparán en diferentes escenas los personajes. A la vez metáfora del movimiento que sacude sus vidas como del transporte del stop motion hacia las altísimas cotas que consigue el autor.

Los diálogos tampoco tienen desperdicio. Las conversaciones entre los niños son impresionantes sin abandonar nunca la credibilidad de la edad que se les atribuye, pero consiguiendo siempre abrazar la empatía del respetable. La relación entre Calabacín y su amigo adulto es apabullante, así como con el resto de personajes. La escena en la que los niños vuelcan sus preguntas y dudas sobre la perennidad del amor materno-filial es tan alegórica como asertiva. Impresionante.

Ternura y sentimentalismo (desarrollado por unos personajes con capacidad de sentir a lo grande) elevados a la máxima manifestación artística. Sin indulgencia ni afectación. Rebuscando en el alma de sus personajes, descubriremos que el instinto humano no es tan depravado como algunas líneas de pensamiento apuntan. Todo tiene un motivo, un por qué. Para las criaturas y para los adultos. El gran acierto del guión es que habla y trata a las personas como individuos, asociándolos no por grupos de edad sino por necesidades esenciales e insustituibles a nivel humano. La necesidad de ser hijo con la de ser padre, pero no de cualquiera ni a cualquier precio. Como finalidad, encontrarse. Encontrarnos.

Finalmente, por su magia al desarrollar tanto la delicada temática como a sus personajes, siempre a través de las posibilidades que ofrece el stop motion, La vida de Calabacín trasciende el género de la animación hasta convertirse en una de las películas más emocionantes, ambiciosas y culminantes de las últimas décadas. Su visionado nos convierte en aquel niño que una vez fuimos cuando construíamos monigotes de plastilina con las manos. Las de Barras consiguen moldear nuestro recorrido vital desde entonces hasta ahora para hacernos ver, con ojos de niño, todos los estados anímicos de nuestra experiencia vital.

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