La vida útil

Suma… y cine. Por Belén Sagredo

“Vida útil”: duración estimada que un objeto puede tener cumpliendo correctamente con la función para la cual ha sido creado. Normalmente se calcula en horas de duración.

Últimamente, todo cierra. Cierran las tiendas de ropa, cierran las ferreterías, cierran los bares, incluso cierran los cines. Sea cual sea el caso y casi sin excepción, todos perdemos: en ilusión, en economía, en perspectivas futuras, en libertad y etc. etc.  Pero no es el caso hablar ahora del coste social de todas estas liquidaciones por cierre (ése es tema de otro debate…), sino del cultural, intelectual y vital que supone una última proyección: la de la cinemateca uruguaya, en el caso.

Porque así como todo lo mencionado anteriormente: la cinemateca uruguaya también cierra. Al menos de momento y esperemos que así sea, sólo en la La vida útil de Federico Veiroj (Acné, 2007).

No obstante, y aunque resulte paradójico, no es del hipotético y ficticio cierre de esta Cinemateca en particular ni de ninguna otra Filmoteca o institución agonizante que preconiza el final, no tanto del cine, sino de cierto modo de ver el cine, ése frente a la inmensidad de la gran pantalla y que se antoja ya caduco, del que pretende hablar el director uruguayo.

La vida útil

Y no lo pretende, porque de lo que trata fundamentalmente Veiroj a través de este relato absorto, autómata, rutinario y pseudo-documental (al menos durante los 37 primeros minutos) de su protagonista Jorge Jellinek (El muerto y ser feliz, Javier Rebollo, 2012) -que se interpreta a sí mismo como encargado, programador, proyectista y casi mozo de almacén de la Cinemateca-, es de contestar al ¿y ahora qué? Pero no al “y ahora qué” del cine, sino de ese polivalente y pluriempleado trabajador que, como él mismo asegura, lleva trabajando: “Acá, todos los días, desde hace veinticinco años”, cuando ése que ha sido su lugar de trabajo, su refugio y su hogar, cuelga el cartel de cerrado.  

Ahora, el negocio ya no resulta rentable, los inversores abandonan el barco, el cartel luminoso de la cinemateca se apaga y Jorge, cuál condenado a muerte, hace su particular paseíllo dirigiéndose por el corredor a paso lento y siguiendo todas esas rutinas que le llevan a su inevitable final: guarda su tartera, se despide de esos incondicionales que no pudieron salvarlo, y recoge por última vez las llaves del lugar escondidas en la carcasa de la película Vivir (Ikiru, Akira Kurosawa, 1952) –que sirve cómo guiño y referente metafórico que se mantiene durante toda la película, de aquello que a Jorge le queda por vivir antes de su final- mientras el cantante uruguayo Leo Maslíah canta a lo lejos lo que parece una psicofonía: la oportuna “Los caballos muertos”. Un paseíllo que acaba en un persuasivo e interrogante plano fijo de un minuto exactamente (con el valor simbólico que esto adquiere en una película de 63 minutos) de la Cinemateca, ya cerrada ¿para siempre?

Y a partir de aquí, la película empieza de nuevo. O más bien, a lo Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960) empieza otra película.

37 minutos en los que Veiroj, en un ejercicio sobrio, casi documental y conscientemente referencial al cine mudo y musical, tanto cómo al western y otros géneros de sello inequívocamente hollywoodiense de las décadas de los 40 y 50 nos obliga a plantearnos la tan debatida, cómo infructuosamente concluida y, dicho sea de paso, agotadora cuestión de lo que Godard llamó “la muerte del cine”. El crepúsculo de una era en la que la pantalla grande y todo lo que ésta generaba en quién la miraba, forjaba un vínculo umbilical casi sagrado entre el arte y el espectador y que, caprichos de los formatos digitales, la pantalla del ordenador, la comodidad, la crisis, o todo a la vez, no se sabe muy bien, cuando tocó a su fin, si lo ha hecho ya o está por hacerlo.

Un ocaso-muerte del cine, que no es tal. Al menos desde el punto de vista de Veiroj, quien en los 26 minutos restantes de La vida útil, nos ofrece su versión particular sobre el asunto desde su evidente y no disimulada cinefilia. Éste no ha muerto sino que ha mutado en consonancia con la nueva era y los nuevos medios y resistirse a admitir esta metamorfosis además de inútil y retrógrado es bastante torpe. Así nos lo hace saber a través de Jorge, que ante la nueva situación vital que se le plantea, convierte el tópico “o te mueves o caducas” en su modus operandi y filosofía de vida.

La vida útil

Jorge, elije la opción más inteligente: observa el mundo a su alrededor y se adapta: que todos corren aunque tu ritmo sea mucho menos frenético: pues corres; que el maletín parece invitarte a que pases página y lo abandones a su suerte: pues te cortas el pelo y te vas, sin maletín y con el pelo más corto.

Una elección que se transmite de manera tan orgánica cómo natural a través de la mirada cansada pero paradójicamente vital que se advierte bajo las gafas de pasta cuadradas del otrora encargado de la cinemateca que se mimetiza con su papel o se interpreta tan bien así mismo, que consigue que la frontera entre la persona y el personaje se difumine hasta no existir. Y sin drama, más bien, con una sonrisa latente y patética: cómo si el protagonista, y el propio director mantuviesen una mueca silenciosa de Joker amenazando con convertirse en carcajada de un momento a otro mientras, casi de manera hipnótica, no nos permiten que nos distraigamos de las andanzas de este antihéroe convertido gracias a Veiroj en el héroe de cada día; y que estalla con ese memorable monólogo tomado prestado de Mark Twain sobre la utilidad y la necesidad de la mentira, que Jorge pronuncia en la facultad de derecho, para goce tanto de alumnos ficticios cómo de reales espectadores:

“La mentira es universal. Todos mentimos, todos debemos mentir. La prudencia consiste en saber mentir con fines laudables. Hay que mentir para hacerle bien al prójimo. En una palabra: Hay que mentir sanamente, por humanidad. (…) La mentira es noble, libremos al mundo de la funesta verdad que lo aqueja… La mentira nos hará grandes, y buenos y bellos, dignos de habitar un planeta en que la naturaleza miente sin cesar…”[1. Monólogo de Jorge Jellinek en “La vida útil”. TWAIN, Mark (2011) Extracto “Sobre la decadencia en el arte de mentir”.  Eneida. Colección Confabulaciones.

No existe en La vida útil nostalgia por lo que se ha perdido, ni una enquistada melancolía o intento extremo por salvar el último reducto de una forma de cine que ya no da más de sí, cómo sí la hay en Rebobine por favor (Be kind, rewind, Michel Gondry, 2008), ni una enmascarada oda u homenaje a esas formas que puede adquirir éste si le dejan cómo sí la habría en Holy Motors (Leos Carax, 2012). Porque aquí el homenaje, no es tan etéreo o sutil cómo aquél: se puede tocar. Y la pena, no lo es: es apertura y oportunidad.
Y todo narrado con un sarcástico sentido del humor de alumno aventajado: ése que sabe que lo que está contando y el modo de hacerlo provoca una sonrisa perenne en el espectador y una risa burlona cuando Jorge emula a Fred Astaire en las escaleras de la facultad de derecho; imposible distanciarte y no conmoverte.

Una risa calculada y medida que si bien surge de forma espontánea no es por casualidad. No es casualidad tampoco que después de una vida entera dedicada al cine, Jorge decida invitar a su potencial novia enamorada a ir a ver una película. Ni es casualidad que el director eligiese el blanco y negro y el formato de 4:3 para narrar una historia que, aunque del siglo XXI, parece atemporal. Ni es casualidad que en la banda sonora escogida haya tanto poemas uruguayos transformados en canción, cómo música con reminiscencias al cine clásico de Hollywood, cómo el sonido de las trompetas tomadas directamente de La Diligencia (Stagecoach, John Ford, 1939).

Y no lo es porque todo ello contribuye a que esta rara avis del cine contemporáneo sea una bocanada de aire que huye del encorsetamiento y las convenciones del bruto del cine actual. Desgraciadamente y cómo muchos otros elementos disonantes o simplemente diferentes no es casualidad tampoco que la película nunca haya sido estrenada comercialmente en España. Peor aún, que lejos de “Casas de América”, pequeños “Cine Estudio” o iniciativas como este festival PRISMA S.XXI dentro del que se enmarca, sea muy difícil llegar a verla. En cualquier caso: el cine ahora pasa por la pantalla del ordenador, y si bien es verdad que al reírte con Jorge no se van a escuchar las risas del resto de espectadores… para ti queda.

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Comentarios sobre este artículo

  1. charly camp dice:

    excelente análisis, me permitió ver puntos que no aprecie en la primera vista. saludos

  2. Cecilia dice:

    Me dan ganas de ver esta peli !!!
    Vivo en Buenos Aires y por acá pasó muy rauda y no llegué a verla .
    Me resisto a ver películas en la computadora ,y ni que hablar del ipad !!!
    Yo disfruto de esa oscuridad ,de ese silencio ( aunque a veces lo interrumpan con pochoclos y gaseosas ) que invita a percibir los detalles .
    Querida Belén ,me encanta leer tus críticas !
    Espero verte en el próximo festival de San Sebastián y ,por qué no ,en el próximo BAFICI .
    Beso y abrazo
    Cecilia

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