La virgen de agosto

Karlovy Vary 3: Un verano en Madrid Por Pablo Sánchez Blasco

A muchos nos ha ocurrido quedarnos un mes de agosto en Madrid, con los turistas y los “despistados” que menciona Jonás Trueba en el prólogo de La virgen de agosto (2019). Cuando el calor impide salir de casa hasta las ocho de la tarde. Cuando las calles de los barrios lucen vacías, los negocios cerrados y los amigos se han ido. Cuando uno se resigna a un tiempo de no hacer nada, o en el que nada puede hacerse, y a la vez intuye las posibilidades de un período en el que el todo se hace factible, de una sensación de libertad opuesta al estrés y al agotamiento del resto del año.

Agosto quizás sea la época en que Madrid se haga más Madrid; un mes donde la falta de exigencias por ser algo le permite solo ser, y vuelven las romerías castizas de la primera quincena, y la mirada de los turistas solicita volver a mirar. Agosto en la capital de España ofrece una atmósfera que liga de manera idónea con el cine de Jonás Trueba, como si este recapitulara las exigencias intelectuales y sentimentales de Todas las canciones hablan de mí (2010) o La reconquista (2016) y las rebajara con el gusto por el juego y el divertimento de Los exiliados románticos (2015).

La estación veraniega ofrece al cine de Trueba la ocasión de elevar su flaneurismo emocional y narrativo a la categoría de una responsabilidad, de casi un compromiso. Mientras algunos consideran el verano un tiempo de espera y de supervivencia, para la protagonista constituye todo lo contrario: un tiempo ideal para esa perfección solo alcanzable desde el ocio, desde el deseo de uno mismo por hacer las cosas, o hacer las cosas que le gustan y tal como le gustan, sin los inconvenientes ni los trastornos del trabajo asalariado. En anteriores películas de Trueba, una visión optimista e incluso ligera de la existencia se alternaba con el desencanto de los jóvenes y unas frustradas pretensiones de trascendencia, perceptibles, sobre todo, en sus dos primeras obras. Sin embargo, La virgen de agosto resuelve esa dicotomía al convertir en pretensión, y no por ello frívola, el optimismo y la búsqueda del placer personal.

La película inauguró el Festival de Karlovy Vary como una invitación al disfrute de los siete días que estaban por venir. El público en general la recibió con entusiasmo, especialmente los jóvenes, y finalmente ha recibido el Premio FIPRESCI y una Mención Especial del Jurado. Sin embargo, incluso el comunicado del premio parece incidir en la idea preconcebida de un arte “modesto, sin pretensiones” como contraste, por ejemplo, al resto de las películas programadas, donde han abundado los problemas sociales, las incomunicaciones públicas y privadas, los vacíos y los traumas como punto de partida de sus historias. Pero ¿no puede ser la modestia el punto más alto de las pretensiones?

 La virgen de agosto

Lo cierto es que, de todas las películas de la Sección Oficial, La virgen de agosto es, sin miedo a equivocarme, la única que está enunciada de manera directa, desde la libertad del personaje y de las imágenes. Aunque Eva viene de un pasado de insatisfacciones y fracasos previos al verano, la protagonista no evidencia su trasfondo como un obstáculo que superar, sino como una fuente de placeres imprevistos. Nada más llegar a su nuevo piso, sudando por la travesía en las calles de Madrid, Eva se sirve un vaso de agua y lo bebe durante unos segundos de metraje dedicados a la simple satisfacción de sus necesidades. A continuación, se tumba en el sofá con los brazos abiertos, se desabrocha la camisa y se deja abanicar por el balanceo de las luces y las sombras que proyectan los árboles de la calle, inaugurando un tiempo –120 minutos, la película más larga de Trueba– dedicado exclusivamente a la búsqueda de hallazgos y sensaciones, a la vida en el presente. ¿Qué pretensión mayor puede haber?

En el artículo que escribí sobre Edén (2014) de Mia Hansen-Love mencionaba que su cine sabe narrar una depresión como una oportunidad, y el cine de Jonás Trueba también tiene algo de esa tristeza satisfecha en la que navegan sus personajes. La historia de Eva nos cuenta un vacío existencial ubicado en un universo naturalmente lleno, donde no hay espacio libre para la nada. Desde el principio, la mirada de la chica funciona como un imán de brillos para una ciudad sensual, inquieta y vitalista; para la atracción de encuentros tan interesantes como el del joven galés o las dos chicas en el Círculo de Bellas Artes, narrada en un doble espacio humorístico propio de una screwball de las que mencionaba Sigfrid Monleón.

Por ello, La virgen de agosto constituye, desde ya, una de las películas más bonitas que se hayan rodado sobre la ciudad de Madrid, sobre sus calles y sobre los personajes que las habitan. La fotografía de Santiago Racaj –colaborador de Javier Rebollo, Fernando Franco, Carla Simón o Carlos Vermut– reproduce toda la energía de los ambientes combinando la movilidad de la cámara en localizaciones muy difíciles con la explosión del color y algunas composiciones tan pictóricas como el almuerzo en el lago y el baño posterior de Eva. El director hace explícito este esfuerzo por mirar de otra manera mediante el punto de vista de una turista asiática, cuyo paseo por el Museo de Arqueología, seguido por Eva con pasos furtivos, provoca un juego de sustituciones, de reflejos y visiones suplantadas que se alimentan entre ellas.

En este mismo sentido, la película está llena de secuencias planificadas con mucha habilidad, como el reencuentro de Eva y su amiga, donde el uso de las panorámicas entre ambas mujeres y el bebé de esta les acerca y les aísla al ritmo de sus recriminaciones; o la charla en el campo entre los cinco amigos, donde las experiencias de cada uno se van derivando hacia el primer plano de Eva, hacia su reflexión sobre las decisiones que ha tomado y las dudas que ahora le asaltan. E incluso al usar el plano fijo, como en la escena de seducción nocturna entre Agos y Eva, Trueba deja que sea el lenguaje corporal de los personajes, sus vacilaciones y atrevimientos, el que otorgue dinamismo al intercambio de réplicas.

 La virgen de agosto 2

Por supuesto, en la película también se encuentran disquisiciones intelectuales como el monólogo de Sigfrid Monleón sobre la screwball comedy o las opiniones sobre Emerson y el empoderamiento femenino. Y su comentada “falta de pretensiones” hace más valioso el retrato de una generación abocada al trabajo precario –como explica el periodista freelance en el primer encuentro–, a la resignación de las expectativas iniciales –como sugiere el comportamiento de Agos–, al miedo de formar una familia –en parte, por la incapacidad de formar una vida propia, de ser una “persona de verdad”, como dice en un momento Eva– o al eterno dilema entre irse y quedarse, convertidos en una generación fortuita, probablemente prescindible y atrapada entre dos mundos y dos épocas, entre la mirada temerosa al futuro de Los ilusos y el vistazo melancólico al pasado de La reconquista.

En La virgen de agosto aparecen la crisis económica o la incertidumbre europea –temas compartidos por la Sección Oficial de este año– pero, sobre todo, aparece un feminismo expuesto en lo social y también en lo natural, sin convertirse en una imposición temática ni un mensaje prefabricado por la coyuntura histórica. Eva y sus amigas teorizan varias veces sobre la maternidad, y esta maternidad se integra desde una perspectiva simbólica de gestación y maduración casi vegetal, casi botánica, casi psicológica. La protagonista empieza y termina bebiendo vasos de agua fría con fruición. Se sumerge en un lago al modo de un bautizo e incluso se riega a sí misma como una planta en la terraza de su apartamento. Y esos quince días de agosto que abarca la película acaban constituyendo un ciclo natural de fertilización bendecido por las lágrimas de San Lorenzo, primero, y por su identificación con la imagen de la luna en el piso de Agos después. Un trayecto de espera y renacimiento del que la chica logra una perspectiva integral de su feminidad –descubriéndose ante el espejo en las últimas secuencias– así como una comprensión más laxa, más naturalizada y veraniega, de sus deseos y necesidades vitales.

 

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