Ladrón que roba a otro ladrón
No puedo volver a casa. Soy un adulto Por Fernando Solla
“Hay cuatro palabras que necesito oír antes de irme a dormir.
Cuatro palabras: buenas noches, dulce niña”
21 de febrero de 1996. Fecha importante en nuestra memoria cinematográfica (divergente o todavía no). Llega la puesta de largo de nuestro admirado Wes Anderson con el estreno de su primer largometraje en Estados Unidos.
Ladrón que roba a otro ladrón (Bottle Rocket) no fue, ni mucho menos, un taquillazo, pero sí que disfrutó de una más que destacable difusión en su paso al formato doméstico. Los que la degustaron en el momento de su estreno se arrodillaron ante el talento y la frescura del realizador, que empezaba a sentar cátedra tanto en lo referente al contenido como al formato cinematográfico de sus trabajos. Los que la hemos descubierto más tarde, después del visionado de otros títulos más actuales, seguimos sorprendiéndonos con la habilidad de Anderson de plasmar una realidad común a cualquier ser humano de una clase social más o menos media, más o menos acomodada.
Vayamos por partes. ¿Qué es Bottle Rocket? Literalmente el término nos remite a esos cohetes de luz, color y sonido que tanto nos gusta contemplar en las ferias de nuestros pueblos y ciudades o en distintos festivales pirotécnicos, musicales o no, que anualmente tachamos en nuestros calendarios, habitualmente cuando llega el verano, variando su fecha según la región donde nos encontremos. Fuegos de barraca y olor a esa mezcla de pólvora y césped quemado o arena de playa, cuya explosión parece hacernos olvidar nuestras preocupaciones, expiando esos propósitos que no hemos cumplido durante el año y elevando de nuevo nuestros deseos y anhelos cargados de ilusión hasta el punto más alto que vemos en el cielo, junto a las estrellas, para hacerlos explotar y rugir con fuerza.
Cohetes cargados de emoción idílica y efímera, que si se mojan o se deteriora su mecha varían su dirección, torciendo su ascensión al firmamento, para finalmente no explotar. Y esta variación en la trayectoria emocional es la que plasma con certeza y asombrosa claridad expositiva el amigo Wes. Lo que para otro realizador sería un drama existencial, reminiscentemente shakesperiano, o esa sofocante angustia vital, esa indiferencia ante la vida, la incapacidad de integrase y asumir el código de valores y los modelos de comportamiento de una sociedad en la cual se nos ha incluido, sin que nadie nos pida opinión ni conformidad, que Albert Camus, existencialista por excelencia, noveló en El extranjero (L’étranger, 1942) y que para cualquiera terminaría en tragedia, Anderson lo pasa por su filtro ligeramente surrealista, lo colorea y lo trasforma en una comedia más o menos ligera, más o menos romántica, con más o menos acción. En este caso, y al modo del también literato Samuel Beckett, menos es más. No olvidemos la licenciatura en Filosofía y Letras de nuestro realizador.
Menos: el argumento de la película, la trama, la acción. No, todavía no hemos enloquecido completamente. Lo que se proyecta en la pantalla es una simple excusa, la mecha de ese cohete que guardamos en nuestro interior. ¿Qué vemos, pues? Anthony (Luke Wilson) y sus únicos (y en consecuencia mejores) amigos, Dignam (Owen Wilson) y Bob (Robert Musgrave) viven una etapa vitalmente confusa. Después de fugarse de un centro psiquiátrico de internación completamente voluntaria y de robar en casa de los padres del primero, los tres chicos planean el atraco a mano armada de una pequeña librería para luego darse a la fuga. Durante su breve estancia en un motel de carretera, Anthony se enamora Inez (Lumi Cavazos) y se verá envuelto en un atraco fallido perpetrado por Mr. Henry (James Caan).
Más: la llama que pone Anderson y la explosión o, mejor dicho, implosión anímica y sentimental que provoca en nosotros, los espectadores, ya que el estallido es interno, completamente introspectivo. Lo importante no son la fuga, los atracos, la historia de amor o la huida.
Lo importante son esos proyectos de hombre adulto que se niegan a crecer y espectacularizan la realidad de la salida de un centro psiquiátrico donde nadie les retiene, representando el acto como un juego de niños (esa huida de la realidad o del proceso de adulteración de la infancia que supone el hacerse, precisamente, adulto que tanto nos ha gustado en la reciente Moonrise Kingdom. Esa indignación que provoca en Robert el cinismo que desprende su hermana de nueve años cuando se muestra más adulta que él, mimetizando una imagen de madurez que cree entender y sólo es una burda copia de la actitud estreñida y vacía de sus semejantes adultos. Desternillante encarnación de esa necesidad que sentimos de niños de mostrarnos mayores, de que nos digan esa frase de “…qué maduro eres para tu edad”. Pues bien, ahora que tenemos esa edad, rechazamos esa necesidad que quizá tuvimos en nuestra tierna infancia. Y nuestro cómplice realizador también.
Esa maravillosa reflexión sobre el lenguaje y los signos, que viene dada a través de la relación amorosa con Inez. ¿Cómo traducimos el amor? La chica no entiende ni una palabra de inglés y a medida que se conoce a sí misma a través de la asimilación de lo que siente por Robert aprende el idioma del chico, rompiendo esa máxima más o menos establecida que sólo conocemos realmente aquello que podemos transformar en palabras. Cuando Robert e Inez prescinden de intérprete/traductor para comunicarse es cuando realmente llegan a comprenderse y, finalmente, a enamorarse. Un hallazgo, sí señor.
Ese atraco fallido y la todavía más accidentada huida no son más que otra excusa para retratar los defectos de los protagonistas: sensibilidad, compasión, empatía y amabilidad hacia sus semejantes, esa gente que ha/hemos claudicado y que no para/paramos de ocupar el tiempo en entretenimientos vacíos que únicamente sirven para terminar el día demasiado exhaustos como para dedicar unos minutos a pensar en las oportunidades desperdiciadas. (“No juegas a tenis ni a golf, ¿por qué perteneces a un club de campo…?”).
Cómo: pues precisamente con esos supuestos defectos que citábamos más arriba. Con sensibilidad, compasión empática hacia los protagonistas, con cariño amable y, sobretodo, con sentido del humor. Mucho sentido del humor, que positiviza y racionaliza el pesimismo que desprenden las situaciones filmadas, relativizándolas y desdramatizando el retrato que consigue Anderson de todos aquellos que en algún momento de nuestras vidas nos sentimos empujados a crecer, a asumir responsabilidades que no queremos, a tomar las riendas del contrato social de turno que no hemos firmado, a través de unos personajes que no quieren aceptar la carga de un fracaso que se les atribuye socialmente y que ellos no sienten como suyo: la vuelta a casa de los padres, la desmotivación laboral, el estancamiento de una amistad que se mantiene por inercia, por vecindad o, quizá por el alivio reflejo que supone ver que alguien más sufre del mismo mal que nosotros…
Del mismo modo que en el caso de la novela de Camus citada unos párrafos más arriba, donde el personaje de Meursault comete un crimen que servirá de pretexto legal para su muerte en la guillotina, el intento de atraco también terminará con el encarcelamiento de uno de los protagonistas. Otro pretexto que a Wes Anderson le sirve para separarse del torturado existencialista, ya que el trío de amigos formado por Anthony, Dignam y Bob se resistirá a conformarse con la situación y buscarán incansablemente nuevas vías de escape. Si en el cortometraje con mismo título de 1992, la huida era una carrera hacia el buzón de correos más próximo, aquí (teniendo en cuenta que el encarcelamiento es físico) será la búsqueda constante de vías de escape, saltando verjas, o esquematizando y planificando el futuro en una libreta a medio siglo vista, salpicando la amargura de la experiencia vivida con toques que para algunos serán surrealistas y para otros los únicos viables, ya que lo que es surrealista no es el plan de escape en sí mismo, si no la situación vital que lo provoca.
Y un último detalle: nos encanta esa ruptura de la verosimilitud de la función de la banda sonora que Anderson sortea en sus largometrajes. Ese momento en que una canción empieza a sonar porque un personaje enciende la radio (como en el caso de Natalie Portman en Hotel Chevalier) o la interrupción de la idílica y romántica balada que adorna el amor que siente Anthony cuando Inez apaga el transistor y vuelve al trabajo dejando con un palmo de narices a nuestro protagonista en esta ópera prima que nos ocupa.
Finalmente, queremos destacar la que al aquí escribiente le parece la mayor de virtud del cine de Anderson, que en Bottle Rocket se muestra en toda su esencia. Lejos de refugiarse en intelectualismos más o menos rebuscados, el realizador no pretende hacer un relato generacional como podrían buscar la inolvidable Beautiful Girls (Ted Demme, 1996) o la durante mucho tiempo reivindicada Reality Bites (Ben Stiller, 1994). La intención de Wes Anderson es mostrar un estado anímico (confuso si se quiere, pero latente y real), una manera de sentir, algo intrínsecamente personal, que dependiendo de lo vivido por cada espectador nos llevará a unos rincones de nuestra intimidad o a otros, con una sutileza precisa en el contenido pero con una plasticidad evidente en el formato.
El mundo necesita soñadores como usted, señor Wes Anderson. Y aquí estarán nuestras mentes divergentes para celebrar su llegada. Hasta la próxima.