Lamb
Madre naturaleza Por Raúl Álvarez
El cine de los países nórdicos guarda una intensa relación con el paisaje local, al que convoca en orden ascendente, de la tierra al cielo; también la literatura, la música y las artes plásticas. Sin embargo, el componente visual de las películas aporta a ese vínculo una cualidad espiritual, mística, que sitúa al hombre en medio de una nada que lo es todo. Bergman es el primer nombre que acude a la mente de cualquier aficionado que piense en este concepto de la imagen fílmica como una manifestación del pulso que mantienen el ser humano y la naturaleza, que despliega sus fuerzas según el más implacable y violento de los equilibrios: una vida por otra. Reciente triunfadora en el festival de Sitges, Lamb, debut en el largo del islandés Valdimar Jóhannsson, es un nuevo ejemplo de película septentrional que parte de esta conciencia –y toda conciencia genera una mirada– para recordarle al espectador, no importa su procedencia, que el hombre no ha domesticado su entorno. Al contrario, es su criatura más obediente y es castigada sin piedad si trata de huir del redil.
El drama de María (Noomi Rapace) e Ingvar (Hilmir Snaer Guðnason), un matrimonio sin hijos que trabaja una granja en un remoto paraje de Islandia se articula a partir de esta ley del Talión. Desde el magnífico prólogo, la película reproduce el ciclo natural de la vida (nacimiento, reproducción y muerte) con una mezcla de ternura y crueldad que pronto la sitúa en el que acaso sea el territorio más complejo del fantástico: la fábula animista. Los animales, la tierra de cultivo, los campos yermos, las montañas, el río, el lago, el cielo, el sol, la lluvia y la nieve; pero también los objetos de uso cotidiano en la casa familiar. Cada elemento de la puesta en escena tiene vida y sensibilidad propias, hasta el punto de que el tiempo se impone al espacio y la acción se unifica en un único ritmo, el que pautan el orden natural y los instintos. Todo cuanto acontece en Lamb sucede cuando quiere y lo exige la vida, no el cine, por eso tanto la planificación como el montaje destacan el deseo más acuciante en cada escena. La maternidad frustrada de María y la insatisfacción sexual de Ingvar son temas evidentes que Jóhansson retrata desde la impotencia ante el destino. Si algo debe pasar, pasará, pero no dependerá solo de ellos, los auténticos corderos del título. Ada (Lára Björk Hall), la criatura mitad humana, mitad cordero de la que se apropia la pareja no es un milagro de dios, sino un acto de la naturaleza.
En el tratamiento dramático y formal de esta idea de la fortuna se nota la mano de Sjón, coguionista del filme junto a Jóhansson. Poeta, novelista, dramaturgo y letrista –escribió varios éxitos para Björk, incluyendo algunos temas de Bailar en la oscuridad (Dancer in the Dark, Lars von Trier, 2000)–, es uno de los autores islandeses que mejor refleja esa idea de la sumisión del ser humano a las fuerzas telúricas; a la biología, en definitiva, que se erige en el tercio final de Lamb en el imán de todo cuanto rodea a las personas. La vida siempre se abre camino, aunque para ello o precisamente por ello tenga que acabar con otras vidas. No cabe rebeldía ante los elementos como no cabe rebeldía ante la gravedad. Una escena particularmente bella al respecto es la de Ingvar y la pequeña Ada regresando a pie a casa después de que su tractor se haya averiado. Las montañas, el sol y el murmullo del río son sus únicos guías en el camino. Esta relación de dependencia entre el ser humano y la naturaleza es una constante en la carrera de Sjón, cuya obsesión por lo primordial se beneficia en Lamb del buen ojo de su director para fotografiar entornos naturales.
Formado como técnico en departamentos de efectos especiales, cámaras y eléctricos, Jóhansson ofrece una caligrafía visual en la que se nota su paso por producciones como Prometheus (Ridley Scott, 2012), Oblivion (Joseph Kosinski, 2013), Noé (Darren Aronofsky, 2014) y La vida secreta de Walter Mitty (The Secret Life of Walter Mitty, Ben Stiller, 2013), todas ellas con localizaciones en Islandia. Su mirada completa perfectamente la de Sjón, y juntas producen los mejores momentos de este cuento fabuloso que tan bien juega con motivos del folclore y las leyendas locales.
Otro acierto común de la película es el tratamiento y la justificación del personaje de Pétur (Björn Hilnur Haraldsson), el hermano calavera de Ingvar y músico de profesión que se presenta en la granja tras una desavenencia con sus compañeros de grupo. El arco argumental que introduce abunda en un tema –la rivalidad fraternal, incluida la competencia por el cariño de María, pues se entiende que Pétur y ella fueron amantes y aún se atraen– que añade un buen peso dramático a la trama principal, alarga en su justa medida el metraje y matiza la relación de Ada con sus ‘padres’. Además, apunta una interesante variación de los arquetipos de Caín y Abel que podría vincularse con los dramas familiares de las sagas islandesas y el teatro moral de Guðmundur Kamban y Halldór Laxness. También funciona como vector cómico –necesario para aligerar el tono grave de la película– y de liberación de la pareja protagonista, por cuanto su presencia ayuda a relajar la dinámica afectiva y sexual entre Maria e Ingvar. Las escenas de los tres frente al televisor, riendo y bebiendo constituyen prácticamente un corto naturalista dentro de la película.
En un relato de corte fatalista como es Lamb, Pétur representa en última instancia la opción de vida menos (auto)lesiva, aunque igualmente frustrante, dentro del gran teatro del universo. No arrebata nada a nadie y abraza de manera espontánea los instantes de felicidad que se le presentan. Vive sin esperar nada y, por tanto, solo pide comprensión. El pecado de María e Ingvar consiste precisamente en forzar y alterar ese orden establecido haciendo suya una dicha que no les corresponde. Ellos mejor que nadie deberían haber sabido que una mala semilla produce un mal fruto. Las lágrimas finales de Maria, sobre el único cielo dominante que se aprecia en la película, no son tanto de dolor como de rabia. La de saberse juzgada, castigada y expulsada con justicia del Paraíso.