Langosta (The Lobster)
Campo de juego Por Manu Argüelles
Langosta fue, sin duda, uno de los platos fuertes del pasado Festival de Sevillla. Así lo demostró el público agotando todas las entradas. Aterrizaba en nuestro país el director griego más reconocido del cine contemporáneo con su definitivo salto internacional. Porque mientras su país fenecía en una salvaje y cruel recesión económica, él consiguió abrir una brecha para que el cine griego volviese a tener un alcance internacional dentro de los circuitos cinéfilos, algo que no pasaba desde los tiempos de Theo Angelopoulos. A partir de su premio en Un Certain regard del Festival de Cannes del 2009 para Canino (Kynodontas, 2009) consiguió lo mismo que provocó Cristian Mungiu con la Palma de Oro en Cannes para 4 meses, 3 semanas, 2 días (4 luni, 3 saptamini si 2 zile, 2007) respecto al cine rumano. Una oleada de cine griego con similares postulados penetraba en el tejido de festivales. Attenberg (Athina Rachel Tsangari, 2010)-producida por él-, Mundo injusto (Adikos kosmos, Filippos Tsitos, 2011), L (Babis Makridis, 2012), The Eternal Return of Antonis Paraskevas (Elina Psikou, 2013) o Luton (Michalis Konstantatos, 2013) seguían sin género de dudas por los caminos tortuosos y enrarecidos que el propio Lanthimos consolidaba con Alps (2011). Una realidad inmolada en beneficio de lo dislocado, de lo abrupto y de lo extravagante que distorsiona los tiempos y las relaciones creando atmósferas tanto de desasosiego como crepusculares. Un viaje por el desierto moral, muchas veces en clave de parábola excéntrica preñada de un humor marciano y puesto patas arriba para evidenciar las cicatrices de la deshumanización, con furibunda visceralidad y con inquietante mecanicismo, a través de una puesta en escena marcial, densa y agonizante.
Todo eso que acaba resultado como muy reconocible y le acaba otorgando unas señas personalísimas- y que otros prolongaron a su favor- muta en Langosta hacia una estilización que reduce su carga de crudeza y el malestar pierde su fisicidad. Persiste el anímico pero éste no resulta tan perturbador, es mucho más epidérmico. Lanthimos sigue siendo fiel a sí mismo, pero ahora prefiere excavarlo bajo tierra y permitir que siga recorriendo los circuitos del film pero a costa de perder agresividad y frontalidad provocadora. Los estigmas de la violencia y de la crueldad siguen vigentes pero son golpes amortiguados que no convulsionan. Sigue intacto su sentido del humor negrísimo y el diseño de personajes mantiene esa catatonia existencial y ese infantilismo disfuncional, a ratos patético, a ratos delirante. De esta manera, sabe sortear que cierta domesticación en la imagen no sea tanto un peaje obligatorio para alcanzar mayor difusión sino que sea una elección estilística evolutiva, dado que su anterior estadio, a partir de la explotación comentada, había llegado a cotas de cansancio y repetición. Lo “nuevo” siempre tiene corta vida y a riesgo de estancarse o convertirse en un prisionero de sus propios estilemas, se comprende que en Langosta busque una nueva vía de expresión quizás menos rotunda pero igual de efectiva.
David, el personaje de Colin Farrell, parece haber nacido ya exhausto. Un pusilánime que parece primo hermano del protagonista de Anomalisa (Charlie Kaufman, Dan Harmon, 2015) 1, entra en un hotel dispuesto a encontrar pareja, en un futuro indeterminado en el que no está permitido vivir sin ella. Para ello tendrá 45 días para encontrar a su media naranja si no quiere convertirse en un animal, el que él haya decidido, de ahí el título del film.
A partir de esta premisa claramente enmacarda en la ciencia ficción, la película realiza el camino inverso que Lanthimos realizó en Canino y Alps, en el sentido que ambas películas también eran largometrajes distópicos que partían de la distorsión de lo real para acabar abrazando constantes y motivaciones prototípicas genéricas. Por lo que no sólo ponían en tensión la hipotética separación entre el drama social y el cine de género sino que acababan erigiéndose en películas de género atípicas y singulares. Con Langosta partimos de unos códigos ya férreamente visibles y la estructura se acolcha a ellos, en ese sentido hablaríamos de una forma de hacer más convencional, para ir progresivamente estableciendo puntos de fuga que le permitan ir encontrando su personal visión de la ciencia ficción. Si bien bajo este paradigma tendría que partir de una base más cómoda, sorprende que Lanthimos acabe imprimiendo cierto aire meditabundo y dubitativo en cuanto la película no acaba por desarrollarse adecuadamente. Desde el momento en que la película sale del hotel, que se correspondería además en cierta manera con el hermetismo claustrofóbico de Canino, la narración no acaba de engrasarse adecuadamente cuando se encuentra en el exterior de Alps, ahora un bosque. Es cierto que este discurrir errático acompaña bien al período de incertidumbre y descubrimiento que viven los personajes, cuando deben adaptarse a otros códigos de convivencia y un nuevo hábitat donde además descubren el amor, pero también el director parece mostrarse más inseguro, como si no acabase de controlar del todo el relato. Uno acaba teniendo la sensación de estancamiento de forma inesperada, cuando anteriormente nos ha hecho sentir que estábamos en una escalada de progreso. Quizás sea una misma estrategia del director para desestabilizarnos, no tan ruidosa e impactante, pero al fin y al cabo con un mismo propósito. Pero también acaba desprendiendo una impresión de que la vía que se ha adoptado todavía no se ha plantado en tierra firme, aunque a priori todo tendría que ser más fácil, gracias al colchón de las leyes del cine de género.
Por otra parte, además existe un cambio de modulación. Langosta no apunta tanto a nuestros estomágos como antaño sino que en el flujo de la sátira corrosiva, en este campo de juegos en el que se convierte la película como parábola de las relaciones sentimentales y las afinidades electivas, Lanthimos busca la ternura en medio del marasmo de lo deforme. Esa es quizás su ruptura más notable en cuanto lo grotesco deja paso a la belleza, y por ello hay un trabajo estético de las imágenes mucho más acentuado. Sigue siendo descreído, tanto con el totalitarismo y los monstruos que éste engendra -un neocapitalismo burgués simbolizado a través del resort donde los personajes deben encontrar pareja-, como con la camarilla de resistencia, los solteros que viven en el bosque y que acaban comportándose con similares actitudes impositivas e intolerantes. Pero en esta ocasión hay esperanza para los desencajados, para los amantes fugitivos, existe la posibilidad de un destello de luz bajo el manto de la oscuridad. Así, aunque no lo parezca a primera vista, Langosta acaba encontrándose con la saga de Los juegos del hambre y en esa confluencia el cine de autor no está tan alejado del cine comercial como pudiese parecer.
- Casualmente ambos recorren un mismo proceso de redención o de reconquista de lo humano, dado que surgen del letargo y el ensimismamiento a través del fogonazo que les despierta una mujer. Lanthimos aunque en Langosta trate de enredarlo no puede ocultar que ha perdido gran carga de nihilismo por el camino. ↩