L’Apollonide (Casa de Tolerancia)
El fratricidio de la belleza Por Manu Argüelles
"Pues lo bello no es nada
más que el comienzo de lo terrible,
que todavía apenas soportamos,
y si lo admiramos tanto es porque, sereno, desdeña
destrozarnos"
Bertrand Bonello es cruel. Me deja sin libertad. No puedo quedarme indiferente, aunque quiera distanciarme, aunque trate de alejarme de sus pasajes violentos, aunque trate de salir de esa atmósfera irrespirable y oclusiva. L’Apollonide (Casa de Tolerancia) es el cine pleno que no escatima en capturarnos en su pegajosa telaraña, como si fuésemos pequeñitas moscas atrapadas en la red de una espeluznante araña. No servirán de nada nuestros lamentos ahogados. Tiene esa fuerza esotérica de lo barroco que no duda en arrojar tal profusión de sensaciones y emociones que solo hay una solución, una que a la postre será nuestra perdición: el embelesamiento; hemos caído en la trampa como la incauta mosca. Y cuando queramos salir de allí, cuando nos agobie con los estragos de la descomposición de esta urna mortuoria, cuando avistemos la putrefacción y casi olamos el aire cargado y corrupto, no podremos hacerlo. Bonello es muy cruel, nos hace prisioneros suyos, sin piedad, sin remisión.
L’Apollonide (Casa de Tolerancia) es la crónica del fratricidio de la belleza, aquello que es ingobernable y que pertenece a la perfección de un cuerpo imaginario, «como una aparición aislada y desligada de todo, flotando ante la bruma gris del infinito».1 La cita describe a Tadzio, el ángel de la muerte que obnubila y posee a Gustave Aschenbach, como reflejo de la belleza absoluta en términos platónicos. En esos mismos términos del final de la novela de Thomas Mann, Bonello construye la historia de un distinguido lupanar desde finales del S.XIX hasta su extinción. Nos aparece plegado sobre sí mismo, con la salvedad del episodio bucólico del baño en el río, envuelto en una alicaída luz artificial que da todo el oxígeno a una penumbra inquietante, sin apenas ecos del exterior, limitados a indicios acústicos del tiempo orgánico de la ciudad.
Si hablamos de lugares en descomposición, bajo un delicioso y hechizante orden estético, es inevitable que en sus esquirlas se nos filtre la obra de Visconti. ¿No hay ecos en esa descomposición de las prostitutas como grupo fraternal femenino (donde la madame actúa como inflexible matriarca) de la trágica disolución de la familia de Rocco y sus hermanos (Rocco e i suoi fratelli, 1960)? ¿No hay cierta equiparación con La caída de los dioses (La caduta degli dei, 1969), cuando Bonello bucea en lo aberrante para reflejar la degeneración del ocaso (cífrese la orgía del final que hace un guiño a la de Kubrick en Eyes wide shut), en lógica equidistancia con el fin de los días de los Essenbeck? ¿No sitúa Bonello la belleza física en un mismo estado de putrefacción tal como Visconti situaba a Tadzio en medio de una Venecia contaminada? Y en definitiva, ¿no hay la misma intención ambiciosa de reflejar la degeneración de una clase social, en este caso la emergente burguesía de finales del S.XIX, como ya lo hiciese Visconti con la aristocracia de El gatopardo (Il gatopardo, 1963)?
Bonello deja el suficiente margen para que esta casa de tolerancia sea un lugar vehicular del S.XX, mediante la alusión oblicua a los grandes hitos del siglo pasado. La cobardía y abandono del cliente cuando entra la enfermedad aniquiladora en el interior del prostíbulo bien podría equipararse con el papel de esta clase social ante la aparición de los fascismos. De la misma manera, parece evidente que Bonello tiene en mente a Foucault y su historia de la sexualidad para establecer un discurso diacrónico 2 que se sirve del sexo como elemento discursivo de la Historia en mayúscula, aunque el realizador francés no profundice en los dispositivos de poder que se dan en el sexo, como bien lo hacía Fassbender.
Como vemos, L’Apollonide (Casa de Tolerancia), este quilombo con decoración decimonónica y ciertamente decadente a los ojos de hoy, se erige en absoluto protagonista fantasmático, cuyo dominio devora la lógica temporal tanto a nivel diegético como de construcción del relato. Porque en la crisis de los grandes relatos, Bonello opta por la hipnosis y la captura sensorial y emotiva del recuerdo con su tónico atributo onírico. El recuerdo como una yuxtaposición de tiempos que no obedece a estrictas sintaxis causo-temporales ya que se crea desde el presente y, por añadidura, al emerger desde el atributo subjetivo del individuo establece una retórica que acaba por distorsionar el tiempo pasado. No es que la imaginación entre en el orden realista para deformarla, sino que esta organización sitúa el relato en los límites de la representación, porque la danza de la belleza y de la muerte en términos absolutos no puede encontrar acomodo en una narración centrada. Ya lo dice la mujer que ríe al principio del film: sí que cambian las cosas pero no se nota. Es una forma totalmente sensorial de hacer visible el tiempo, que te atrapa convulsamente. No existen correspondencias simétricas, sino que es un conjunto de repeticiones, de flashbacks y flashforwards, de composiciones polimórficas que borran sus huellas para desfigurar la narración. Porque además se establece un conflicto entre las diversas memorias, la que trata de moldear el realizador para construir la materia fílmica como la propia interna de los personajes, especialmente la de la mujer que ríe, que se alza en personaje nuclear del relato para perder carnalidad y ganar en fantasmagoría, algo que se acrecienta con su metatextualidad. No solo en ella resuena el cine de terror de los inicios del cine, fácil es pensar en el poeta de la deformidad física, Tod Browning, sino que su personaje adquiere un significado polisémico donde las ramificaciones simbólicas no parecen acabarse 3, algo que es extensible a todo el conjunto del largometraje. Porque L’Apollonide (Casa de Tolerancia) no parece agotarse nunca y resulta harto complicado estrecharle un lazo que le haga justicia.
No crean que el film se ahoga en un mar de citas pictóricas y cinematográficas, porque en ningún momento pierde su capacidad descriptiva de cómo eran estos lugares de “libertad”, junto con el dibujo de las dinámicas perversas de sumisión y aniquilamiento que se daban en su seno. Bonello construye un sistema elástico que le permite aglutinar un sinfín de sugerencias estéticas y de contenido pero nunca pierde su carácter específico al embargarlo en una especie de líquido amniótico, donde, ya lo hemos dicho, el propio lugar, el espacio frente a un tiempo mutante y permeable, es el absoluto protagonista.
Y en esta ópera del horror, lo bello, la voluptuosidad dionisiaca del cuerpo desnudo en su natural hipervisibilización, acaba por corromperse en cuanto es prisionera de un sistema hipócrita que las confina a un supuesto espacio donde caen las máscaras. Allí se liberan los impulsos reprimidos de una clase social que emerge de duras contiendas ideológicas, finales del S.XIX, y como hija de su tiempo lleva consigo la violencia, personificado en ese ángel exterminador que desfigura salvajemente a la mujer que ríe.
Un corte brusco de la sociedad donde solo les queda el apoyo mutuo entre ellas, el disfraz del hedonismo para ocultar la angustia desde lo más profundo. Seres que nacen y mueren arrabalados en la oscuridad cavernosa de lo erótico, atrapados en una entrega mercantilista que les obliga a dar su cuerpo como autómatas de la carne. De allí emergen los fantasmas perversos de la combinación entre Venus y el sátiro, los extremos del goce estético con la vibrante inquietud de lo grotesco; el insondable abismo del dolor. L’Apollonide (Casa de Tolerancia) puede resultar ardua, sofocante a la par que plenamente sensual, pero pocas veces uno puede sentir con tal magnitud el fin de una cultura y con ella la pregnancia del espectáculo del terror. Una inmersión de la que no se sale indemne al adentrarse en esta lírica disidente del exceso y de la agresión.
- Mann, Thomas: La muerte en Venecia. Barcelona, Edhasa, 2008, pág. 121. ↩
- Cabe decir que no es explícito, dado que el exterior siempre está fuera de campo, pero los títulos que interrumpen la acción y nos sitúan en un tiempo cronológico determinado, bien pueden tener la fuerza connotativa suficiente para que construyamos mentalmente el tiempo histórico y establezcamos una dialéctica metafórica con lo que sucede en el interior. ↩
- Aparte de la cita explícita al film de Paul Leni, alemán criado en el expresionismo, El hombre que ríe (The man who laughs, 1928), también puede avistarse a La dalia negra, la prostituta asesinada de la novela de James Ellroy y que Brian de Palma adaptó en su film homonónimo. ↩