Lara y De Patrick
KARLOVY VARY 1 Por Pablo Sánchez Blasco
Una vez terminada la sección oficial de Karlovy Vary, se exige una primera consideración en torno a la sorprendente homogeneidad que han mostrado todas las películas seleccionadas, ya fuera en su tono, en sus intenciones e incluso en el cálculo de sus resultados. En vez de exhibir la disparidad de ideas, resaltar sus afinidades, distinguir sus parentescos y, como también recalcaron varios autores, defender las opiniones que nos unen en tiempos de desunión y conflicto.
Doce películas en total con clara predominancia europea –y europeísta– donde la tónica general ha sido el melodrama con ribetes de un humor en ocasiones absurdo, en otras provisto de un tono burlesco, nunca demasiado cínico sino inclinado a la reconciliación de los extremos confrontados. Pocas películas abiertamente arriesgadas, radicales; ninguna capaz, ni tampoco dispuesta, a entrar en terreno subversivo. Y alguna sorpresa, por supuesto, pero también alguna decepción entre miradas cómplices y juegos de espejos casi-laberínticos por sus imágenes: la incomunicación social, familiar o generacional; la violencia tenaz contra las mujeres, las consecuencias de la reciente crisis económica, el racismo, la soledad, la frustración, la huella del trauma en el pasado o la estrategia para asumir una muerte próxima –la propia o la ajena–, visible hasta en seis películas de la sección oficial.
Escasa energía, por ejemplo, e incluso todo lo contrario, hicieron los programadores por distanciar dos películas con nexos tan evidentes como Lara (2019) del alemán Jan-Ole Gerster y De Patrick (2019) del belga Tim Mielants, ambas compitiendo por el Globo de Cristal. Desde su propio título, retratos de personaje por contraste y analogía de su entorno; tragicomedias con querencia excéntrica donde, en una, el humor emana de la rigidez de los conceptos sociales y, en la otra, de la flojedad inherente a un campamento nudista; dos relatos invocados a partir de un vacío, primero físico, después existencial, que moviliza las instancias narrativas de sus historias.
Ambas, por otro lado, capaces de perturbar solo hasta cierto punto, de inquietar en su justa medida o de regalar moderadas sorpresas y satisfacciones en su recorrido. Ambas, quizá por eso, muy aplaudidas por el público de Karlovy Vary.
La mujer sin piano
El director y guionista Jan-Ole Gerster no estrenaba una película desde su debut en 2012 con Oh boy. Su segunda obra coincide con aquella en describir el ambiente artístico berlinés desde secuencias temporales concentradas, una puesta en escena de notable precisión y estructuras estrictas sobre el papel.
En el primer plano de Lara, la protagonista, Lara Jenkins, contempla la pared de su piso donde se intuye una ausencia, una disposición de muebles solo razonable para constelar un objeto muy definido: un piano de cola. Porque Lara, al igual que la antiheroína de Javier Rebollo, es una mujer sin piano en un mundo de alta burguesía europea donde todos, incluso su vecino perseguido por la ley, parecen tener uno propio. ¿Por qué no tiene Lara un piano? ¿Por qué parece estar tan sola en el mundo y por qué intenta suicidarse durante los primeros cinco minutos?
Gerster se permite, o nos concede, un solo día para averiguarlo mientras seguimos al personaje en su vía crucis por la ciudad. Al igual que la Mrs. Dalloway de Woolf, por nombrar la referencia materna, Lara intenta preparar una fiesta para el concierto de su hijo –un virtuoso del piano debido a la presión psicológica de su madre– que solo consigue un reguero de escenas incómodas, de silencios con trasfondo en el que lo previsible se remoza con el descubrimiento de una ironía y un sentido del humor tácitos, contagiosos, capaces de romper la rigidez simétrica de la puesta en escena y la precisión del montaje.
Es este sentido del humor el que emparenta Lara con otras películas de esta edición, el que rebaja constantemente el desliz de algunos diálogos demasiado obvios –quizás solo inseguros–, de algunas situaciones manifiestas, de cierta autoconscienscia de sí misma. Porque a Lara, como película, le pesa, principalmente, su misma propuesta. Al querer construir su conflicto desde un vacío, desde una ausencia del deseo, condena la película al territorio del no ser, del ser transitando de un personaje negado a su voluntad.
De ese modo, su reverso se intuye más interesante que su anverso a pesar de los múltiples matices con que Gerster arropa el carácter áspero de su protagonista –imposible no pensar en los papeles interpretados por Isabelle Huppert en los últimos años–. Una madre fría y controladora que apenas conoce a su hijo. Una profesional del servicio público con nulo interés por su trabajo. Una hija negligente. Una alumna rechazada. Un personaje que, a pesar de su abrigo rojo, se revela invisible e irrelevante ante los demás.
En apenas 24 horas de plazo, Lara comete actos tan egoístas como patéticos, tan crueles como ridículos, que Gerster no deja de mostrarnos con una elegancia impecable. Su itinerario no persigue, como luego veremos, firmar la paz con su entorno e, irónicamente, solo se redime tras ahondar en su egoísmo, tras reflotarlo, tras agarrarse a él con todas sus fuerzas. Por eso el filme comienza y termina de la misma manera. Y es esa rectificación culminante, tan coherente, tan bien sembrada, la que logra el desahogo y la victoria de la protagonista. Más que la historia de una madre y su hijo, la historia de una hija que nunca ha sabido superar los sacrificios de ser ella misma.
El martillo extraviado
A Patrick, el inescrutable protagonista de la comedia belga De Patrick (Tim Mielants, 2019), no le falta un piano en el salón de su apartamento. De hecho, un piano de cola sería el objeto más exótico en el microcosmos donde vive: un campamento nudista para rancios burgueses donde ha alcanzado la cuarentena sometido a los deseos y necesidades de sus padres ancianos.
La pérdida que sufre Patrick es dual e inesperada, violenta, aterradora. Por un lado, el fallecimiento de su padre, una figura de autoridad en la familia y el campamento al que todos temían y que, según intuimos, había coartado a Patrick de tomar las decisiones de su vida. Y, por otro lado, pero no menos importante, la desaparición de un martillo perteneciente a la colección de herramientas de su taller, un símbolo de su hombría, indudablemente fálico, que deja al personaje huérfano por partida doble y en un momento de crisis personal.
El primer punto curioso de la película de Mielants viene, por supuesto, de su inaudita localización. Decía el director que Patrick nació de un recuerdo de infancia nunca del todo superado y, en ese sentido, puede considerarse un filme de escenario más que de protagonista, en el que la desnudez física de los personajes se contrapone a la abundancia de secretos, de rencores y frustraciones intuidos entre su extraña comparsa. Los personajes de este grupo convierten un acto de libertad en una sociedad cerrada. Son seres hipócritas que basan sus privilegios en un pasado pretérito y en un espacio aislado donde cualquier extraño parece perturbar su orden social. Incluso el desarrollo de su trama se atreve a dibujar un primigenio panorama fascista a punto de estallar en cuanto el sistema se debilita.
El escenario, por lo tanto, define el tono y define también al personaje. Por eso, el discurrir de Patrick resulta opuesto y complementario al de Lara. En vez de matizar con sutileza las diferencias de su mundo homogéneo, el director belga reconviene un universo excéntrico hacia el drama individual, desde lo más externo a lo intimista, desde el exhibicionismo físico hasta el retrato psicológico. En un mundo idóneo para el desenfreno narrativo y la burla fácil, Mielants trabaja desde los silencios y el subtexto apoyado en una estructura de policiaco existencial, ya que la búsqueda del martillo se revela clave para averiguar los propios sentimientos atenazados por años de continua exhibición.
El director Tim Mielants debuta con esta película tras años de experiencia dirigiendo series como Peaky Blinders (BBC, 2013- ) o Legión (Legion, Marvel Television, 2017). A la vista de su ópera prima, lo cierto es que poco se puede adivinar sobre su futuro como cineasta. Nada tiene que ver este De Patrick con ninguna de ellas, por supuesto, y, si por algo destaca, es por su mano izquierda para armonizar un tono condenado a la incoherencia; por su humor estrafalario y absurdo sin que ello implique el abandono del realismo e incluso la crudeza de algunas de sus escenas –la secuencia de la pelea dentro de la caravana, que logró una ovación del público en la sala grande– y, en último caso, por su interés en los márgenes, en los personajes rocambolescos e insólitos y las búsquedas existenciales al límite del ridículo, tanto público como privado.