Larisa/Klimov
Por Aarón Rodríguez
La primera vez que vi aquella secuencia de Masacre, ven y mira (Idi i smotri, Elem Klimov, 1985) acababa de pasar los veinte y todavía no me interesaba gran cosa la imagen holocáustica. Pero recuerdo la música, el movimiento de cámara, la manera en la que el rostro de aquel niño/anciano, aquel niño/muerte se asomaba en el encuadre. Recuerdo también pensar en que no había manera humana de rodar aquello, que la cámara simplemente se desplazaba de atrocidad en atrocidad porque la puesta en forma resultaba casi imposible: ¿cómo habían conseguido dramatizar aquello y, al mismo tiempo, cómo habían conseguido generar una suerte de nobleza cinematográfica en el acto de hacerlo? Porque aquel cine era, al mismo tiempo, agónico y nobilísimo, repugnante y épico, extraordinario y pornográfico. En aquel momento decidí, simplemente al hilo de esa película, que la mostración del mal era uno de los grandes problemas teóricos y prácticos del séptimo arte y que, por eso, merecía la pena dedicar unos cuantos años a pensarlo.
Lo que no imaginé es que si Klimov había rodado el mal, apenas cinco años antes, había rodado también el amor mismo en una maravillosa carta filmada que le había dedicado a su esposa muerta: Larisa (1980). Y, por lo demás, que aquellos extraordinarios minutos de terror sobre las masacres de los Einsatzgruppen en Bielorrusia, eran deudores de una película –todavía más terrible y más hermosa, si cabe, que había surgido de la mirada de ella durante la década anterior: La ascensión (Voskhozhdenie, Larisa Shepitko, 1977).
Durante los últimos años he ido tomando consciencia con una menesterosidad terrible de mi formación como historiador y analista: los procesos de exhumación –no se me ocurre mejor palabra- de las francotiradoras del cine soviético, aquellas mujeres borradas doblemente de nuestros libros y nuestras teorías: por su condición geográfica, y al mismo tiempo, por su condición femenina. El cine de Shepitko, por ejemplo, podría mirar fijamente al de Wanda Jakubowska, al de Margarita Barskaya, al de Esfir Shub. De hecho, la pieza de Klimov resulta extraordinaria por lo que tiene de confesión, pero a la vez de aceptación de una deuda. Hay un crescendo final extraordinario en el que, con una desesperación que volverá después en el niño/muerte que dispara al retrato de Hitler en Masacre, ven y mira, intenta que su mujer/muerta dialogue con su propia filmografía. Las propias imágenes creadas son algo así como un contraplano que acompaña hasta lo más profundo de la tumba y que, desde ahí, crece como una flor o un ciprés de celuloide. Y al valerse de ellas, Klimov recupera el rostro para siempre perdido, y a su vez, el talento para siempre perdido, construyendo una moneda de dos caras en la que no hay cuerpo sin cine, ni cuerpo sin palabra, ni cuerpo sin lucha. Hay un amor absoluto hacia Larisa que no puede ser desligado del amor a su cine, y así a la vez la mujer no es únicamente compañera, sino sobre todo maestra y creadora. Y así el amor emerge no de la confesión íntima o cotidiana –el pequeño tesoro que Klimov nos hurta o que apenas esboza, en las palabras de los demás-, sino de un paso por el mundo que queda justificado por la creación cinematográfica, entendida en toda su majestuosidad y su grandeza.
Larisa será ya para siempre la mujer/cine, y será reconstruida como legado no mediante las flores o la visita anual al cementerio, sino como la invitación constante a visitar su filmografía. Extraordinaria humildad, y para nosotros, extraordinaria invitación. Extraordinario, por cierto, ese punto en el que cualquier directora, cualquier director, hacen converger el amor mismo como la huella escritural para denunciar el odio de los otros.