Las buenas intenciones
La fiel memoria y los desiertos días Por Ignacio Pablo Rico
El prólogo de Las buenas intenciones es, valga la redundancia, una verdadera declaración de intenciones. Amanda despierta sobre un colchón en el suelo de una desordenada sala de estar, rodeada por sus hermanos pequeños, cassettes —brilla entre ellos uno de Los abuelos de la nada, banda de culto liderada por Miguel Abuelo—, instrumentos musicales, botellas de cerveza vacías, fotografías, un tocadiscos… Tras una sucesión de planos fragmentados que nos ubican en ese caos que, más tarde, sabremos que es el salón de Gustavo, su padre, la cámara se posa sobre los ojos trémulos, a punto de abrirse, de Amanda. Para la cineasta Ana García Blaya, la mirada de esta versión reimaginada de su yo infantil devolverá a la vida aquellos últimos días de niñez junto a Gustavo. Instantes después, la pequeña despierta, se asea, y comienza a poner algo de orden en mitad del abrumador caos que la rodea. La directora acaba así de plantear la metáfora perfecta sobre lo que quiere ser, y finalmente es, Las buenas intenciones.

Casi tan apasionante como la película, ejercicio audiovisual en la intimidad del recuerdo, sería haber tenido acceso a su proceso de producción. Porque no nos hallamos ante una autoficción, sino frente al reto de reconstruir la memoria de otro —el padre— para entender no solamente lo que fue para García Blaya en aquel entonces, sino incluso más allá de sí misma. Volverse hacia la complicada efigie paterna dentro de un tiempo en que Gustavo tenía no poco de enigmático. La voluntad de despejar esa incógnita lleva a que Amanda no sea el único medio para alcanzar a Gustavo. En una entrevista concedida a GPS Audiovisual, García Blaya habla de uno de los aspectos más bellos de su ópera prima: «Mi padre solía filmar todo el tiempo, y muchas cosas aparecieron en la etapa de postproducción […]. Yo desconocía su existencia [de las cintas] antes del rodaje. Dar con ellas lo resignificó todo. Fue como si mi padre me estuviese mandando ayuda. Yo trabajaba con él, editábamos juntos, filmábamos juntos. Fue algo mágico». Combinando grabaciones reales de la época en que se desarrolla el largometraje, llevadas a cabo por Javier García Blaya, con otras «simuladas», la realizadora nos indica que no basta con su mirada o con la de Amanda. Las cintas auténticas, pero también las inventadas, invocan a Gustavo al margen de su condición de «objeto» en Las buenas intenciones: su presencia obtiene un rol creativo, susceptible de articular sentidos desde las imágenes.

De la intersección entre el pasado —Javier/Gustavo— y el presente —Amanda/Ana— emerge la película en su sentido completo. Habrá que esperar casi al final de Las buenas intenciones para que una secuencia revele el valor del padre ausente sobre lo que vemos y escuchamos. García Blaya opta por no rodar las últimas vacaciones que pasará Amanda junto a sus hermanos y Gustavo en la playa, recurriendo a extractos del archivo familiar al ritmo de «Despertar al sol», de Sorry —el grupo liderado por Javier García Blaya—. De un plano a otro, la pequeña Ana se transmuta en Amanda y, con una naturalidad desarmante, el videoclip que acabamos de contemplar es incorporado a la ficción: se trata de un montaje que ha hecho Gustavo para recordar las jornadas de sol y mar. Un juego de espejos tan significativo como el hecho de que sea el padre —Javier, en esta ocasión— quien cierre el metraje, apagando, literalmente, la cámara con la que se graba. Las buenas intenciones honra así un modelo de recreación de lo vivido que supera la autarquía a la que nos arrastra contar solo con la perspectiva propia, el autismo del recuerdo entendido como un espacio de confort blindado a injerencias externas. La memoria, nos dice esta obra extraordinaria, solo es fiel al mundo si dejamos que fluya y adquiera su relieve desbordando nuestros estrechos límites.

Aunque su organicidad apunte en la dirección contraria, en realidad Las buenas intenciones tiene mucho de proteica: una comedia dramática en la que hay lugar para la invocación de un tiempo y un lugar desaparecidos —el Buenos Aires de los años 90, con sus hábitos, sus paisajes interiores y, sobre todo, su inagotable rock—; el punto de vista de una niña prendada de un padre de tintes a veces heroicos —Gustavo, cómicamente épico, camina en ralentí, al ritmo del «Himno Nacional Argentino» interpretado por Charly García, para llegar a tiempo a la celebración del Día de la Bandera contra toda previsión—; o los instantes conjeturales a propósito de la vida interior, en soledad, de Gustavo. El gran triunfo de Las buenas intenciones es que esta variedad de estrategias acabe confluyendo sin fricciones en un mismo objetivo. Cuando Amanda le comunica a su progenitor que ha decidido marcharse con su madre, los ojos de la niña —nuevamente— se clavan sobre el lugar donde un momento atrás había estado él. El esperado contraplano no emerge del modo que cabría aguardar, sino a través de la imagen de Gustavo, desolado pero armado de determinación, frente al espejo. No habrá más miradas cruzadas entre ellos. Al llegar los títulos de crédito, suena por primera vez completo el tema que sirve de leit-motiv al filme: «Las buenas intenciones». En él se reúnen las voces —años más tarde— de Ana y Javier García Blaya, es decir, de Amanda y Gustavo, proyectándonos hacia un reencuentro futuro. «Las buenas intenciones» y Las buenas intenciones confunden sus contornos, de esta manera, en un bellísimo alegato sobre el poder del cine a la hora de arrojar luz sobre quiénes fuimos, quiénes somos y, acaso, en quiénes nos convertiremos.
