Las furias
Cuidado con lo que uno hace con los suyos… Por Fernando Solla
Es útil aprender a ser sabio en la escuela del dolor
El dramaturgo Miguel del Arco se ha reunido con algunos de sus colaboradores habituales en sus producciones teatrales para dar el salto al terreno del largometraje. De nuevo, mirada a la antigüedad clásica desde un prisma contemporáneo. Para la ocasión, el realizador y guionista se fija no tanto en una tragedia concreta como en unos personajes y, a partir de ellos, invoca a algunos otros buscando similitudes entre los ancestros mitológicos y su contexto familiar en la actualidad.
El título bebe directamente de la mitología romana. Las Furias (las terribles) serían la respuesta a las Erinias griegas, las personificaciones femeninas de la venganza. El uso de la antífrasis las hizo llamarse también Euménides (benévolas), cuando los personajes trágicos querían libarse de su ira y evitaban pronunciar su verdadero nombre. Ellas son las protagonistas de la tercera parte de La Orestíada de Esquilo, las encargadas de juzgar a Orestes por el asesinato de su madre Clitemnestra, a su vez venganza perpetrada por el primero y su hermana Electra hacia el asesinato de su padre Agamenón.
“Cuidado con lo que uno hace con los suyos… Nunca sale gratis” dirá Leo, personaje interpretado por José Sacristán. Aquí está la clave de todo. Y ya desde entonces, veremos que nos encontramos ante una película de personajes. El origen estará en el teatro, ya que de ahí proviene el conocimiento del autor y la vinculación de esta gran familia. Leo (Sacristán), Héctor (Gonzalo de Castro), Casandra (Carmen Machi) y Aki (Alberto San Juan), por un lado. Marga (Mercedes Sampietro), Julia (Bárbara Lennie), Ana (Emma Suárez), Gus (Pere Arquillué) y Nekane (Elisabet Gelabert). María (Macarena Sanz), la última de la estirpe será la que desencadenará el conflicto y la heredera de la ira de Las furias.
Ciertamente, un análisis pormenorizado de cada personaje nos permitiría encontrar similitudes mitológicas. El más obvio es el del primer grupo. Leónidas será aquí Leo. De rey de Esparta a reconocido actor dramático ahora ya senil y olvidadizo. Héctor pasa de ser el príncipe troyano encargado de la defensa de la ciudad a defender a su cuerpo, no desvelaremos de qué. Aquiles se convierte en Aki, el gran guerrero caído en desgracia. Ambos hermanos, como en la antigüedad, parecerán condenados a enfrentarse. Casandra, la que obtuvo el don del vaticinio de un encuentro carnal con un dios pero de la que nadie creería sus profecías será aquí una psicóloga convertida en pitonisa radiofónica con problemas matrimoniales… Todos tendrán su símil, pero de la combinación de personajes y situaciones algunos resultarán portavoces y dinámicos y otros más estáticos. Todos protagonistas de su propio dilema y a la vez secundarios del de los demás. Siempre redondos y para nada planos, antes arquetipos idealizados que estereotipos. El trabajo aquí es verdaderamente remarcable, así como las variaciones en cuanto a cuestión de género con respecto a los clásicos, algo que del Arco ya ha mostrado en alguna ocasión sobre las tablas.
Un gran acierto de la propuesta es la opción del autor de mantener el aspecto metafórico clásico del término tragedia. La contraposición entre la razón y la justicia (aquí moral) para gobernar los instintos y anhelos implacables de la sociedad (manifestada en la película a través del núcleo familiar) es más que probable que en la antigua Atenas no terminara convertida en drama con posterior desenlace todavía más desgraciado. Del Arco parece más interesado en la alegoría y el ejemplo para, finalmente, mostrar cómo a día de hoy pueden entenderse los lazos de sangre vinculantes y enfermizos entre unos hermanos condenados a expiar los delitos o pecados morales de sus predecesores. La importancia del consenso en contraposición a la superstición aplicada al ámbito doméstico y fraternal se muestra aquí de manera elocuente y muy original y con un sentido irónico muy bien entendido y utilizado.
El entendimiento entre director y actores es evidente. Incluso, los más avezados al teatro del autor verán los guiños a personajes interpretados por algunos de ellos en sus obras. A primera vista puede rechinar la grandilocuencia o afectación de algunas réplicas en contraposición a la espontaneidad de las interpretaciones. Nada más lejos de la realidad. La voluntad de demostrar, a través de un delicado sentido del humor, cómo las resonancias de las tragedias actuales vulgarizan a las clásicas queda patente en la dirección de actores. Todos ellos, cada uno a su manera, excelentes y adecuadísimos a sus personajes. La escena de Sacristán en la barca es tan impactante y contiene tanta sabiduría y generosidad como la del Azarías interpretado por Paco Rabal en Los santos inocentes (Mario Camus, 1984). Ninguna mirada ha transmitido toda la desesperación y patetismo de un personaje y de una situación como la de nuestro actor, capaz él solo de anticipar la catarsis final. Dos palabras (“la niña”) y una mirada, la de Sacristán.
En el apartado técnico, el realizador se ha sabido rodear de un equipo de profesionales que demuestra creer ciegamente en la propuesta. La fotografía de Raquel Fernández Núñez sabe combinar la grandilocuencia y épica del asunto trasladándola a la manera de mostrar los paisajes de las secuencias exteriores (el tramo final es apoteósico) con la necesidad de los primeros planos para que los actores puedan desarrollar y justificar a sus personajes. En colaboración con la dirección artística de Claudia González, la oscuridad de los escenarios interiores y la plasticidad y diversidad de texturas de los exteriores se convierten en dos protagonistas más, imprescindibles para el desarrollo de la tragedia.
Finalmente, Miguel del Arco arriesga y (casi) siempre gana en su primer largometraje. A destacar, además de todo lo expuesto, la capacidad del autor para presentar el conflicto de manera siempre modélica. Quizá sería recomendable una progresión algo más comedida de la cotidianeidad a la tragedia más desaforada. De lo que no hay duda es que el filme se sigue con interés exponencial escena tras escena y que el desenlace es tan impactante como conmovedor. Aquí el director parece desmelenarse al igual que los personajes dando rienda suelta a la confianza en el guionista. Teniendo en cuenta el origen de la propuesta no podía ser de otra manera, ya que nos encontramos ante una familia cuyos miembros avanzan juntos a través de la película formando una nueva compañía a sumar a las que han ido componiendo durante los últimos años sobre las tablas. Ese sentimiento unitario, de compromiso y pertenencia es lo que convierte a Las furias en un largometraje arriesgado cuyo visionado se convierte en un estallido impetuoso, desenfrenado y entusiasta.