Las mil y una noches de Miguel Gomes
Las mil y una noches | ...y alguna más. Por Enrique Campos
A lo largo de tres películas de más de dos horas Miguel Gomes acomete la pirueta total. Trata de conectar la situación político-social portuguesa con reescrituras de algunos de los cuentos de Las mil y una noches, permuta a placer entre ficción y documental e incluso sondea el metacine, se pone cara a cara con el espectador y comparte sus dudas acerca de la funcionalidad de la propia película. Un valiente, aunque la valentía, o la osadía, per se, no sean garantías de casi nada en esto de la creación.
El propio Gomes, en el primer segmento de la primera película, se pregunta si será capaz de conectar todas la macroestructura que lleva en la cabeza sin que se produzcan cortocircuitos o desequilibrios que, entre otras cosas, banalicen lo que en teoría es el núcleo de la obra; la situación político y social de Portugal. Tal y como avanza Las mil y una noches se pone de relieve que el director luso se ha metido, y de qué manera, en esas camisas de once varas de las que hablaban nuestros abuelos. Su triple salto mortal es inabarcable para el espectador. Ni siquiera importa si termina en batacazo o si clava el aterrizaje, para entonces, siete horas y un laberinto de historias, capítulos y anexos a los capítulos, después la atención de la bancada está en cualquier otra parte.
Es quizá el mayor obstáculo de un producto como este, la eterna compartimentación. Ninguno de los tres volúmenes de Las mil y una noches se entiende como ente autónomo. De hecho, a partir del segundo volumen ni siquiera hay introducción que valga, no nos regala con un “en episodios anteriores”. Es una sola sinfonía discordante cuyas partituras comparten algo de la melodía, que desde luego parece ejecutada por la misma orquesta, pero que no puede escapar a las consecuencias de su propia naturaleza. La propuesta de Gomes no funciona exactamente por la razón opuesta que motiva al personal a comerse 200 capítulos de una serie. Nadie necesita ponerse en situación cada vez que suena la sintonía de Mad Men, se entra en una zona de confort, en un entorno conocido. Gomes, intenta nadar contracorriente, pretende que cada 20 minutos cambiemos el chip, olvidemos lo visto durante los 20 minutos anteriores y nos zambullamos en otro lugar, con otras gentes. Imposible. Imposible porque no ofrece un material liviano, no son capítulos de La dimensión desconocida, aquí se trata de introducirse en cuestiones complejas, la naturaleza humana, la justicia, usos y costumbres dejados de lado en pos de un mal entendido progreso.
Uno intuye que Las mil y una noches y esta Sherezade moderna no deberían haber abandonado el papel, que su mezcla de realismo mágico, tan deudor de Saramago, y de cuadros costumbristas pintados en el Portugal profundo funcionaría bien a lo largo de unos cuantos cientos de páginas, con tiempo por delante –el que cada cual se dé a sí mismo- para interiorizar mensajes y personajes. Sin prisas. Sin cambios de ritmo. Sin la urgencia que, guste o no, exige la sala de cine. Es por esa urgencia por la que Gomes entrega esta ambiciosa carta de amor y odio a Portugal en tres paquetes, porque entiende que todo tiene un límite, aunque, visto lo visto, él mismo no tenga del todo claro dónde está ese límite
También intuye uno que, tomadas de una en una, las historias que se presentan son de verdad valiosas. La mayoría lo son. Algunas de ellas impactan con la brutalidad que los tiempos y la situación portuguesa merecen. Si hay algo que no se le puede reprochar a Gomes es su capacidad para repartir cera tanto a poderosos como a consentidores, esto es, a nosotros. Pero es cera diluida. Las mil y una noches es crónica de una muerte anunciada, la de los pobres que se creían venidos a más, pero también la trágica aventura de un director de cine presa de la indecisión. Un director de cine que no supo decidir qué historia contar, y decidió contarlas todas.