Le cancre y Le fils de Joseph

Otra artificiosidad Por Yago Paris

Tras los créditos iniciales, Le cancre comienza con un personaje que es asaltado en su casa a punta de pistola. Mediante la puesta en escena, el director y protagonista, Paul Vecchiali, convierte esta carne de thriller en comedia artificiosa. El autor rebaja todo el poso dramático de la historia y elimina la vistosidad inherente a la realización cinematográfica, lo que, a pesar de lo que pudiera parecer sobre el papel, está manejado de tal manera que se convierte en artificioso. El resultado es una escena que podría ser considerada como mal rodada, en la que no hay emoción y cuyo estatismo casi parece ridículo. Sin embargo, se trata de un estudio concienzudo de la manera de desmontar los mecanismos narrativos, con el que generar humor a partir de lo anticlimático. En otra línea, pero igual de artificiosa, aparece Le fils de Joseph. Encuadres asépticos, personajes carentes de expresividad, estatismo extremo, todas estas maniobras también parecen alejarse del artificio del cine y abrazar la ausencia de clímax –o del concepto de clímax que es habitual en el cine–, pero lo que encuentran no es la realidad, sino otra manera, casi subversiva, de entender dicho artificio. No se trata de películas de corte documental, sino todo lo contrario: son dos propuestas estudiadas, nada gratuitas, que en la inteligencia de sus respectivas propuestas formales encuentran el camino hacia un discurso lleno de personalidad, que no disimula los referentes de los que bebe.

Se trata de dos películas francesas que con facilidad serán introducidas dentro de ese saco heterogéneo y forzosamente impreciso que es la categoría “película muy francesa”. La pose de los actores, la gran presencia de la palabra, a través de diálogos copiosos y recargados, ese tono que tontea con lo pretencioso y puede caer en lo pedante…Características heredadas de la Nouvelle Vague y que han llegado hasta la actualidad a través de directores que se criaron como cinéfilos, como así lo hicieron sus padres artísticos. Le cancre se asemeja al último cine de Alain Resnais. Películas como On connaît la chanson (1997), Las malas hierbas (Les herbes folles, 2009) o su última obra, Amar, beber y cantar (Aimer, boire et chanter, 2014), todas ellas pertenecientes a una última etapa del mítico realizador francés, en las que había un mayor interés por lo terrenal, por lo lúdico. La intelectualidad sesuda que había caracterizado sus inicios –Hiroshima, mon amour (1959); El año pasado en Marienbad (L’annèe dernière à Marienbad, 1961)– hacía tiempo que había desaparecido. A esta la había sucedido una puesta en escena más teatral, que jugaba con los estándares de la representación –el uso que se le daba a los escenarios, la presencia de obras de teatro dentro de la propia cinta–. Todas estas características comandan la narración de Le cancre, dirigida por un Paul Vecchiali que lleva más de 50 años detrás de las cámaras y que, de hecho, coincidió en el tiempo con Resnais y el resto de representantes de la Nouvelle Vague.

 Le cancre

Le cancre

El melodramatismo cómico de esta cinta juega siempre la baza de contar aquello que no es lo que cabe esperar. Continuos quiebros en el desarrollo de la historia generan humor por no corresponder a los arcos dramáticos habituales. Todo desde la cotidianidad, siendo estos quiebros nada más que reacciones inesperadas o frases extravagantes. De esta manera, Le cancre dialoga con la propia herencia cinematográfica desde la cinefilia. Es una película que nace a raíz de todo el bagaje de un arte que cuenta con más de un siglo de vida, y que no tendría sentido sin este. A diferencia de Sergei Parajanov y su Sayat Nova (1968), o de Terrence Malick y la etapa que abrió a partir de El árbol de la vida (The tree of life, 2011), directores que hacen cine como si nunca antes se hubiera hecho, como si no hubiera una serie de estándares y códigos de representación, Paul Vecchiali se zambulle en todo la herencia cinematográfica, y más concretamente en la francesa, para encontrar su punto entre la imitación y la transgresión. Diálogos que van en paralelo a la propia filmografía de Alain Resnais, y que quizás encuentren su punto álgido de conexión en dos momentos musicales presentes en Le cancre. Alain Resnais decía que el musical era la máxima expresión del cine, y Vecchiali parece estar de acuerdo. También mediante el uso de la Chanson française –a la que el propio Resnais dedicó una película entera, en la citada On connaît la chanson–, Vecchiali rompe con la dinámica de la cinta al colocar dos números musicales en momentos clave del relato, gracias a los que la expresividad de sus personajes se expande.

Existen también similitudes evidentes entre esta cinta y el cine de François Ozon. Al igual que este, Vecchiali entiende la comedia como un acto irreverente, liviano, que no se toma nada en serio. Aguijonazos en todas direcciones no dejan títere con cabeza, pero todo ello ocurre sin derramar demasiada sangre; hay demasiada elegancia en las propuestas de ambos directores como para llegar a esto. En este sentido, Le cancre se hermana con Sitcom (1998), primer largometraje de Ozon, aunque las dosis de descontrol no alcanzan semejantes cotas, por lo que quizás una mezcla entre esta y 8 mujeres (8 femmes, 2002) sería la mejor manera de entender la similitud entre esta obra y el cine de Ozon. También el drama es manejado de manera similar: presente en menor medida, funciona como contrapunto con el que barnizar de infinitas capas el relato. Incluso la conjunción de ambas vertientes coinciden en ambos realizadores, pues ninguno apuesta hasta el final por una u otra. Todo es demasiado sutil, demasiado certero, como para tirarse a una de las dos bandas.

 Le fils de Joseph Green

Le fils de Joseph

Por su parte, Le fils de Joseph se mueve en un ambiente muy diferente, pero paralelo en intenciones. Su responsable, Eugène Green, plasma en la película su subconsciente cinematográfico, a través del que desarrolla su discurso. En su olimpo particular aparece una conexión evidente: Aki Kaurismäki, Robert Bresson y Roy Andersson. Por lo tanto, lo esperable es que la cinta de Green se caracterice por un ritmo parsimonioso, contemplativo, con planos largos y mayoritariamente fijos, en los que sus personajes hablen de manera lenta y carente de sentimientos. El toque nórdico de Kaurismäki y Andersson se filtra a través del estatismo del encuadre, el alejamiento de la cámara y el retrato frontal de sus personajes. Detalles muy característicos del primero podrían ser esos momentos en los que un actor avanza a través del espacio y, de repente, algo capta su atención y se detiene en seco a observarla durante un largo espacio de tiempo. Por su parte, el ritmo de los diálogos tiene a Andersson en su principal referente, mientras que las actuaciones remiten de manera directa al porte de los actores del cine de Bresson.

Frases cortas, ritmo de dicción lento y amplios espacios entre réplicas reducen el ritmo y lo desnaturalizan. La emoción muere en la palabra, pero también lo hace en el gesto; habitual de Bresson era liberar al actor de todo atisbo de emoción. Una decisión radical de la que, finalmente, acababa naciendo una suerte de expresividad muy particular. Fría, pequeña pero presente, esta nueva manera de actuar conseguía transmitir emociones a pesar de todo, o quizás precisamente por ello, al retirarle toda la teatralización y permitir que exclusivamente sobreviva lo esencial. En una capa más superficial y por tanto menos importante, pero no por ello desmerecedora de mención, el propio título de la película podría ser una suerte de juego metarreferencial. Le fils de Joseph, “El hijo de José”, más allá de la alusión bíblica –temática principal de este relato–, es una especie de spoiler de lo que ocurre al final de la historia, como así ocurría en una de las obras más representativas del cine de Bresson, Un condenado a muerte se ha escapado (Un condamné à mort s’est échappé, 1956). Cierto que la alusión no es literal, como ocurre en esta última, pero no deja de ser una manera de desvelar, de manera voluntaria, lo que ocurrirá al final de la trama, para que, así, el público no se centre en lo que se cuenta de manera literal, sino en lo que realmente se quiere contar y en lo que ocurre durante el camino, no exclusivamente al llegar al destino.

 Le fils de Joseph Eugene Green

Le fils de Joseph

Por tanto, ¿por qué incluir dos películas tan diferentes en este análisis? No hay puentes de estilo ni de temática que las relacionen. Sin embargo, si se observan ambas obras en su conjunto y se analizan las respectivas intenciones de sus realizadores, sí se encuentra una relación directa. Estas dos propuestas parten de una idea común: eliminar la artificiosidad de la recreación cinematográfica, para crear otra artificiosidad. Con la puesta en escena escogida en ambos casos, se rompe con lo establecido en los cánones de narración, y esta ruptura se da desde la raíz. Sin embargo, como ya se ha comentado, esta decisión no sirve para acercarse a la realidad ni al cine documental de corte más amateur, ese que filma los sucesos sobre la marcha, sin ningún tipo de planificación. Ambos filmes, por tanto, proponen sendos universos propios, igual de artificiosos, aunque sea este un artificio anticlimático, que presenta sus códigos internos y sus respectivas y muy particulares visiones de la vida y de la manera de entender el cine, tanto ante la pantalla como detrás de la cámara.

 

 

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