Leaving Neverland
AYUWOKI (Un texto crítico sobre Leaving Neverland) Por Aarón Rodríguez
01.
La importancia de ciertas preguntas. Ahí está el motor del texto que hoy traigo. Aparece una película como Leaving Neverland (Dan Reed, 2019) –me permitirán que, al menos de momento, no utilice el término “documental”- y de pronto, uno no puede evitar formularse algunas cuestiones sobre el funcionamiento, los límites y la relevancia de las imágenes. De eso vive uno, después de todo. De pensar ciertas preguntas.
Entre ellas, y creo importante clarificarlo, no está la pregunta por la inocencia o la culpabilidad de Michael Jackson. Que sepa el lector que lo que aquí pretendo no es avivar el linchamiento popular o hacer la hagiografía del santo inocente, ni tampoco arañar unos clics para una publicación en la que no cobra ni su director. Si tuviéramos la suerte de vivir en tiempos algo más marcados por el sentido común quizá se podría confiar en la prudencia de dejar en manos de otros seres humanos más sabios –médicos, jueces, abogados- la posibilidad o la imposibilidad de emitir una cierta certeza en torno a lo que ocurrió entre Jackson y los niños durante las últimas décadas del siglo XX. No es el caso. Así que me permitirán que me aparte por pura ignorancia y pura prudencia ante tan farragoso asunto y me dirija, por otro lado, al tema del que realmente, mejor que peor, quizá pueda decir algo: el funcionamiento significante de las imágenes de Leaving Neverland.
02.
El primer problema, aunque parezca absurdo, es el cuánto. La imagen en su duración.
Cuatro horas de metraje, aunque se vean en cómodas sesiones, requieren una cierta predisposición –de la que hablaré más tarde- y también exigen una cierta dosis de concentración casi fenomenológica. Los que hemos tenido la inmensa suerte de ver Shoah (Claude Lanzmann, 1985) proyectada en una sala de cine sabemos que a partir de cierto punto el metraje deja de ser simplemente una película para convertirse en una cierta experiencia que imprime una fisicidad, una angustia, una vivencia en el sentido más complejo y exigente de la palabra. Las cuatro horas de Leaving Neverland se antojan extrañamente desmesuradas, especialmente si analizamos dos rasgos extraordinariamente complejos: su estructura y su puesta en escena.
Tomemos por contraste un episodio de su serie favorita –especialmente de aquellas ficciones seriales más, digamos, “clásicas” o “convencionales”- y los dos episodios de Leaving Neverland. En el espacio de los, pongamos, cincuenta minutos de una disposición “clásica”, el equipo de guionistas compone una suerte de mini-estructura aristotélica en tres o cinco actos que termina en un gancho y que va generando un diálogo, más o menos explícito, entre diferentes subtramas que van imprimiendo pequeños giros narrativos más o menos verosímiles. En Leaving Neverland el funcionamiento es exactamente el opuesto: en 236 minutos una macro-estructura igualmente clásica en el que la acción avanza morosamente mediante la contraposición de dos narradores principales: Wade Robson y Jimmy Safechuck. Emergen, de entrada, dos problemas. El primero es que a nivel dramático, el funcionamiento de cada uno de sus testimonios es prácticamente idéntico. No hay apenas matices realmente destacables entre sus voces, de tal manera que entre ambos hombres se establece una especie de eco sordo que rebota entre sus madres y sus familiares, una suerte de línea narrativa única tan inflexible que apenas deja lugar para la duda. El segundo es que la estructura es, en sí, tan espantosamente rígida que no puede haber espacio alguno para la reflexión o para la vida misma en lo que se narra. Inicio: Presentación de los personajes. Primer punto de giro: Comienzo de los abusos sexuales. Midpoint: Jackson se aleja de los chicos. Segundo punto de giro: Vida adulta y paternidad. Clímax y anticlímax: Muerte de Jackson y necesidad de testificar. Algo no funciona bien a nivel de montaje cuando el desvelamiento de los primeros abusos ocurre exactamente a los cuarenta minutos del primer episodio, como si Dios –de existir- hubiera dispuesto los acontecimientos con los manuales de Syd Field o de Robert McKee en la mano.
03.
El segundo problema es el cómo. El problema central, en realidad.
Leaving Neverland es, probablemente, la película peor rodada y editada en lo que va de 2019. En primer lugar, todas las entrevistas están rodadas desde únicamente dos ángulos: una cámara fija ligeramente distante con el personaje encuadrado en relación al eje de sus ojos y una segunda cámara situada en leve picado lateral, con una escala más cercana, a la que no se dirigen explícitamente.
Únicamente en momentos muy puntuales –estoy pensando, concretamente, en la escena de los “anillos”- se permite una aproximación escalar para valerse de los planos detalle.
A esto hay que sumarle un segundo problema todavía mayor. Como Reed y su equipo de montaje no sabe cómo “vestir” las declaraciones, dispone todo un aparataje de planos aéreos que se repiten hasta la saciedad y que no tienen el menor propósito narrativo.
Vuelos y vuelos en torno a palmeras, urbanizaciones, casas, avenidas… sin que no haya absolutamente ninguna justificación narrativa que sustente dicha decisión. La cámara vuela porque no sabe retratar nada a ras de tierra, o a lo peor, porque no confía –y hete aquí la gran diferencia con Lanzmann- en el rostro que cuenta. En el hombre que da testimonio.
Y no puede hacerlo porque –ya hemos dicho que no nos interesa la cuestión de la legitimidad de su testimonio- su mostración es absolutamente aséptica. Una fotografía generalmente en clave alta con un marcadísimo aroma publicitario y una dirección de arte impecable aleja absolutamente cualquier posibilidad de creatividad visual, de apuesta personal a favor de sus propios testigos. Reed no está rodando a dos víctimas, sino simplemente a dos hombres que hablan y a sus familias, y al no poder extraer verdad y tensión alguna de sus imágenes –más allá de las horribles narraciones explícitas, sobre las que habría mucho que discutir desde un nivel estrictamente ético-, hace que la cámara vuele y se inventa planos recurso totalmente innecesarios.
Un tercer rasgo tiene que ver con el montaje y el uso del formato. Reed opta por un panorámico desmesurado únicamente para sus propias entrevistas. El resto de imágenes de archivo están generalmente en 4:3, o en formatos más cercanos al 16:9 en el caso de algunas las fotografías y las emisiones televisivas más recientes. Se nos podría objetar que dicha decisión tiene sentido por los años en los que dichas imágenes fueron rodadas y captadas y por el respeto historiográfico hacia las mismas, aunque sería también prudente invertir la acusación y preguntarse por qué Reed no se molestó en rodar sus propias entrevistas en 16:9 o incluso en 4:3. El efecto final es demoledor y tan desastroso como en la reciente reconstrucción de The Other side of the wind (No-Orson Welles-Sino-Netflix, 2018): un baile enloquecido de bandas y cambios demenciales de montaje que parecen más una chapuza que un auténtico trabajo sobre la relación entre materiales. Vemos documentos, pero no vemos documental alguno.
Lo que nos llevaría, además, a plantearnos la manipulación barata de las imágenes de archivo, especialmente de las fotos que pretenden “ilustrar” la maldad de Jackson: fotografías en las que se muestra desenfocado, o ausente, o simplemente mirando hacia otro lugar o en sombra, como si aquellas casualidades del gesto amateur que dispara la cámara fueran garantía de una hipotética “maldad ontológica” inherente a la captación del monstruo.
Nada más lejano de lo que realmente hubiera podido suponer Leaving Neverland y lo que realmente esperábamos a partir de las supuestas críticas entusiastas que llegaban desde Sundance: la prueba definitiva del rodaje absoluto del mal en el mundo. Nada más lejano.
04.
El tercer problema es el quién. Pero no quién habla –no puedo juzgar la legitimidad de Robson o de Safechuck, ni la de sus familias-, sino antes bien, quién mira.
Reconozco que cuando leí las primeras noticias al hilo de Leaving Neverland, lo primero que me vino a la cabeza fue preguntarme qué razones podría tener alguien –esto es, que razones podría tener yo mismo- para estar más de doscientos minutos sentado delante de la pantalla asistiendo a una demoledora colección de atrocidades. En mi caso, creo que intuí que Leaving Neverland podía ayudarme a pensar mejor, de alguna manera, esa pregunta a la que vuelvo una y otra vez en mis textos y en mis investigaciones: la capacidad de las imágenes para dar cuenta de la existencial del mal como categoría, digamos de nuevo, ontológica. El mal como existenciario constitutivo del ser humano. Me equivoqué.
En esta dirección, la película es –de nuevo- un fracaso absoluto. No hay absolutamente ninguna decisión visual -¡ninguna!- que responda, interrogue, se enfrente o prevenga el problema del mal. De hecho, la solución que generalmente ofrece Reed es la más repugnante de todas: una vez que se prepara un “bombazo” en una declaración, corta el plano hacia una escala más cercana y pegada al rostro como si pudiera “leer el sufrimiento” de su testigo.
Basta con traer a colación un ejemplo tan complejo como De nens (Joaquim Jordà, 2003) para saber que el tratamiento audiovisual del abuso de menores merece el mayor de los respetos, esto es, el mayor de los pensamientos en cada uno de los planos y en cada una de las decisiones de montaje. Rompamos por un momento nuestras propias normas y supongamos por un momento que los testimonios de Robson o Safechuck son verdaderos: lo que Reed hace con ellos es tan grisáceo, tan poco inteligente, tan mecánico y tan forzado que los reduce a una especie de pulpa para consumir rápido el horror y luego, haciendo zapping, olvidarlo rápidamente bajo una colección de imágenes –las de cualquier serie de la HBO, pongamos por caso-, mucho mejor rodadas y montadas.
Nunca he tenido especial interés en la figura histórica o creativa de Jackson. Respeto muchos de sus hallazgos pero nunca me he sentido especialmente cercano a su discografía o a su construcción de lo audiovisual –quizá, todo sea dicho, con la excepción de la cubierta que Mark Ryden diseñó para Dangerous. Sin embargo, creo que en su personaje y en el ocaso del mismo hay una infinidad de lecciones que podrían extraerse para construir una extraordinaria historia sobre el trauma y sobre la fragilidad de la infancia. Incluyendo, por supuesto, los testimonios de sus supuestas víctimas y sin que eso signifique exonerarle ni por un segundo de la gravedad de los cargos. Jackson formaba parte de un complejísimo sistema visual en los ochenta del que no se libraron ni otras figuras “intocables” –recuérdese el inenarrable anuncio de Pepsi con David Bowie y Tina Turner- que merece una reflexión en profundidad. Lamentablemente, dicha reflexión no está en Leaving Neverland, salvo quizá en esos escalofriantes planos flotantes en el interior de la casa con la salmodia terrible de los encuentros sexuales de fondo.
¿Por qué decidimos darle cuatro horas de nuestra vida a Leaving Neverland? Quizá porque las imágenes prometen un cierto contacto con un gesto tan horrendo que garantice nuestra separación, que nos permita confirmar que seguimos teniendo la capacidad de sentir repulsión en un momento en el que todo el mal parece estar al alcance de la mano. Igual simplemente porque necesitamos un culpable, el que sea, de lo que sea, alguien que en su inmunda conducta nos demuestre que nosotros seguimos siendo mejores. Igual es por la pura moda o por el puro aburrimiento, quién sabe.
05.
El último problema es el después.
Prohibirlo.
Prohibirlo todo: prohibir la música de Jackson en la radio, prohibir la emisión de la película en la tele de tu país. Prohibirse el placer de tamborilear Smooth criminal la próxima vez que salte en tu Spotify, prohibirse el rigor de admitir que muchas cosas del universo de Jackson, aunque sea a un puro nivel iconográfico, simplemente resultan incomprensibles o inquietantes. Y luego, olvidar rápidamente, porque en el fondo poco importa y Leaving Neverland se lava las manos en ese final falsamente comprometido, nauseabundo, final feliz en el que unos solemnes créditos en blanco sobre negro ofrecen una línea para denunciar la pederastia. El documental se señala como acción social: no has estado cuatro horas mirando la pantalla porque fueras un morboso. No. Eres un ciudadano concienciado.
El problema es que, en 2019, ya resulta complicado creerse ciertos cuentos de hadas.
El problema es que el auténtico Leaving Neverland es ese espeluznante y terrorífico meme que con el simpático y agónico nombre de AYUWOKI ha invadido durante un parpadeo las redes sociales. Ha necesitado apenas treinta segundos para decir mucho más de lo que Reed dice en cuatro horas. Que el mal existe, y que puede ser filmado, y que resulta obsceno y adictivo e indescifrable y que parece que se posiciona entre la carcajada y la pura angustia. Reed dice que ha rodado un documental y los señores de Sundance lo han confirmado. Yo creo que se equivocan. El documental, el verdadero documental –y no “la película”- está arrasando en Twitter y es esa imagen inexpresable, horrorosa, en cierta manera definitiva. Después de todo, es lo que siempre termino diciendo cuando termino cada etapa de mi búsqueda sobre el sentido del mal: existe y es filmable. Pero –paradójicamente- yo únicamente puedo leerlo en el envés del lenguaje.
Muy buen análisis pero ese final con tan grotesco personaje que no es Michael Jackson pero que refleja fielmente en lo que los medios lo han convertido: Una caricatura grotesca y alejada a años luz del verdadero Michael. El hombre dulce, amoroso, preocupado por la naturaleza, la infancia, y las injusticias de este mundo. Un ser incomprendido e intensamente amado por quienes si podemos ver su belleza interior a través de sus letras de canciones, poemas, entrevistas, discursos, labor humanitaria…ese es el Michael que los medios no muestran. Ese que toma un pequeño esfuerzo personal para descubrir al extraordinario ser humano detrás del personaje.
Fantástico análisis. Toda una rareza .
Con un poco de gusto o capacidad cognitiva uno,aunque no lo pretenda, se convierte automáticamente en un ‘freak’.
Sólo puedo añadir que ese tono aséptico y contenido (artificial) que se emplea tanto para la supuesta fase de seducción ( ilusiones , sueños,fantasía y ceguera) como para el contraste más acusado y explícito,me deja muy mal cuerpo…
Para entendernos,percibo dos documentales en uno.
Uno que bien podría formar parte de la
videografía de Jackson como un ingrediente más de su imaginería general y soflamas varias.
El otro,la peor pesadilla para cualquier fan.
A ver si Dan Reed va a ser un genio de las emociones desde la tibieza más absoluta…
¿O será responsabilidad de los familiares entrevistados, que logran ceñirse emocionalmente a lo que el «arte» disponga a cada momento?.
De no ser porque la primera en la frente la da al principio,uno puede llegar a pensar de este documental que los implicados disfrutan echando la vista atrás.
De verdad que no le encuentro verdad a la forma de hacernos llegar lo que podría ser una gran verdad (o no).
El perfecto ejemplo de cuando un texto crítico es muy superior a la película de la que habla. Enhorabuena Aarón, uno de los mejores (si no el mejor) lectores de imágenes de este país.
Bravo . 4 horas insufribles desde todo punto de vista.