Licorice Pizza
Por José Francisco Montero
I
Licorice Pizza es una película animada por un movimiento casi continuo: personajes a la carrera y una cámara que los acompaña, una trama que se mueve alegremente de un episodio a otro, una pareja de protagonistas que no cesan de perseguir aventuras profesionales, afectivas… A menudo Alana y Gary comienzan a correr no tanto para ir a algún sitio como para expresar su alegría, para dar rienda suelta a su vitalidad; porque, parafraseando a un personaje de Magnolia (Paul Thomas Anderson, 1999), les invade un entusiasmo que no saben muy bien dónde poner.
Ya era un movimiento muy preciso el que activaba algunas de las anteriores ficciones de su autor; un movimiento más premeditado, de trazo más lineal: un personaje se acerca desde el primer plano hasta otro personaje que se encuentra en el fondo. La excepción principal se encuentra en Embriagado de amor (Punch-Drunk Love, Paul Thomas Anderson, 2002), punto de inflexión en muchos sentidos dentro de la obra de su autor, en la que la perspectiva se invierte, el movimiento se produce desde el fondo al primer plano, algo lógico dada la especie de parálisis que afecta a su protagonista: personaje aplastado contra el decorado, por su entorno y sus miedos más inmediatos, la relación que establece con Lena supondrá para él la posibilidad de relacionarse con los otros, la revelación de la profundidad de campo.
Pero en todos los casos es el contacto el que enciende la chispa inicial del relato; fricción de la que acabará revelándose algo inesperado. Por lo que no debe extrañar que siempre se trate de dos personajes de rasgos muy contrapuestos, al menos en la superficie: a veces nos encontramos con una relación de naturaleza paternofilial, como en Sydney (Hard Eight/Sidney, Paul Thomas Anderson, 1996), Boogie Nights (Paul Thomas Anderson, 1997) o The Master (Paul Thomas Anderson, 2012); en otras ocasiones de carácter romántico, como sucede con Jim y Claudia en Magnolia, con Barry y Lena en Embriagado de amor o con Alma y Reynolds en El hilo invisible (Phantom Thread, Paul Thomas Anderson, 2017). Es esto último lo que ocurre también en Licorice Pizza: Gary tiene quince años y Alana veinticinco. Un abismo… que Gary, al menos, está convencido de que podrán superar.
En la segunda escena de la película, aquella en que los dos se encuentran por primera vez, la cámara sigue a Alana entre unos estudiantes que se van a hacer la foto escolar, hasta que un cambio de plano muestra a Gary, que se ha fijado en Alana y que inmediatamente irrumpirá en el plano que sigue a Alana y lo hará cambiar de dirección, para que a continuación la cámara oscile entre uno u otro y por fin los siga a los dos juntos. El itinerario narrativo de toda la película está contenido en estos pocos planos, habiendo transcurrido apenas cinco minutos.
Algo después, cuando Alana acude a la feria en que Gary presenta su empresa de venta de camas de agua, Anderson repite este acercamiento de un personaje a otro, movimiento habitual en su carrera, pero ahora de forma enfática, ubicando la cámara detrás de la cabeza de la chica mientras se aproxima a Gary, momento que remite al plano inicial del primer largometraje de Anderson, Sydney, al plano que inaugura su obra (si exceptuamos sus dos cortometrajes previos): el movimiento del principio, que llevó a un encuentro azaroso, es ahora premeditado como lo era el de Sydney.
Durante toda la película, Alana y Gary siguen corriendo juntos, en el mismo sentido, seguidos casi siempre en travelling lateral. Con dos excepciones: en la primera, Alana corre sola, presta a ayudar a Gary, que ha sido detenido inopinadamente por la policía; en la segunda, Gary corre hacia Alana, dispuesto a socorrerla, después de haber caído de la moto en que se había subido junto a un excéntrico actor, con el que se cruza en su carrera. Dos movimientos hacia el otro que aún no son simultáneos, que aún no se han encontrado en movimiento. Esto solo sucederá en el final de la película, y era tanto el tiempo que llevaban esperando este encuentro que cuando por fin suceda el choque de los dos movimientos los llevará a ambos al suelo, frente a la marquesina de un cine.
Anderson inserta durante las carreras de los dos jóvenes hacia su definitivo encuentro, sendas instantáneas de esas dos carreras previas y en solitario, Gary de izquierda a derecha y Alana de derecha a izquierda. Quizás sea un recurso algo tosco, pero lo cierto es que ese breve salto hacia atrás es coherente con los numerosos, y entrelazados de formas muy complejas, movimientos regresivos que acoge la película y a los que algunos momentos de la trama aluden de forma expresa, como cuando Alana se ve obligada a conducir marcha atrás un camión o como cuando Jack Holden le dice a su amigo Rex Blau que la Desert Sled en la que poco después va a saltar sobre una hoguera «ha de poder rodar hacia atrás».
Exactamente lo mismo que hace Licorice Pizza. El primer movimiento de retroceso, el más obvio, es el que realiza a los primeros 70, en el familiar Valle de San Fernando, si bien ha de recordarse, frente a la tentación de una lectura en clave autobiográfica, que el director tenía unos tres años en la época en que se desarrolla la película. En realidad, Anderson ha integrado en la historia diversas anécdotas de su amigo Gary Goetzman, actor infantil y luego exitoso productor nacido en 1952 (en cualquier caso, por tanto, hay un desplazamiento temporal, pues en el año en que se desarrolla la historia Goetzman tenía veintiún años, frente a los quince del personaje).
En segundo lugar, el argumento mismo, al menos para Alana, está sustentado en un movimiento regresivo: se trata de una joven de veinticinco años, que, sin saber muy bien por qué, comienza a relacionarse con un grupo de chavales en plena adolescencia, y en especial con Gary, enamorado de ella desde el momento en que la ve.
En tercer lugar, el propio recorrido de la historia es regresivo: si el centro de la historia lo ocupa el enamoramiento entre Alana y Gary, el filme prácticamente concluye con su saludo mutuo, con su primer beso y con sendos «holas», como si acabaran de conocerse, o como si, después de haberse conocido y vivido numerosas experiencias, solo ahora se reconocieran. Todo ello después de haber follado imaginariamente (como siempre ocurre, eso es cierto), en la escena en que llenan de agua la cama de Jon Peters, lo que a su vez ocurre después de acostarse por primera vez, sin tocarse, en la misma cama, y todo ello con posterioridad a haberse peleado y reconciliado en varias ocasiones. Es algo parecido a lo que sucede en Embriagado de amor (aunque en esta ocasión en el convencional sentido cronológico): otra historia romántica que aquí transcurre entre el «sigo esperando» de Barry, la primera frase oída en la película, y el «vamos allá» de Lena, la última.
Por fin, Licorice Pizza efectúa un recorrido por la obra precedente de su director. Si ya de por sí el Valle de San Fernando y los años 70 remiten a películas suyas anteriores, en esta abundan las autocitas, a modo de instantáneas de toda su carrera: las fotos de los escolares al principio de la película, el salto en moto de Jack Holden —The Master—; la amenaza de Jon Peters a Gary de que si estropean cualquier cosa de su casa estrangulará a su hermano —Pozos de ambición (There Will Be Blood, Paul Thomas Anderson, 2007)—; la grabación de películas publicitarias por parte de Gary y Alana para la campaña del concejal Joel Wachs —Boogie Nights—; el iracundo Jon Peters arrojando una papelera contra una cristalera, Gary destrozando el coche de Peters mientras Alana le espera en el camión o Alana transformando, sin apenas transición, una llamada telefónica a un posible comprador de una cama de agua en una llamada erótica —Embriagado de amor—; la sonrisa de complicidad de Gary a cámara —Magnolia—…
Puede pensarse, sin duda, que se trata de un gesto de autocomplacencia, más aún en un director todavía joven, que se supone que debiera estar lejos de la tentación recopilatoria. Lo cierto es que las autocitas, la diseminación de múltiples rúbricas más o menos camufladas, forman parte del cine de Anderson desde su mismo inicio, presentes sobre todo en sus primeras películas, realizadas, si no en la adolescencia, no mucho más tarde: es significativo que en Boogie Nights, solo su segundo largometraje, ya encontremos alguna, sin contar con el hecho de que la película tiene su primera inspiración en The Dirk Diggler Story (1988), un corto amateur realizado por un Anderson, ahora sí, adolescente. ¿Un signo de ensimismamiento, de universo autosuficiente?
Tal vez. Pero del mismo modo habría que reconocer que semejante embelesamiento sería congruente con una película que traslada el estado de ánimo propio de la adolescencia y del enamoramiento, la convicción de que el mundo, más allá de uno mismo, apenas tiene una consistencia real, con suerte poco más que un difuso telón de fondo o una impertinente serie de obstáculos. Es lo mismo que ocurría en Magnolia, la película que lleva esta querencia por las autocitas al límite (como, en general, la presencia de claves internas, de misteriosas pistas arrojadas en su recorrido). Un filme, en esta ocasión, protagonizado por adultos, pero que en realidad son adolescentes emocionales, encallados en su mayoría en episodios del pasado, íntimamente aislados, absortos en una soledad en la que solo moran sus fantasmas personales.
La negociación con el pasado, los movimientos de retroceso para continuar avanzando, son en realidad uno de los rasgos más persistentes no solo de Magnolia sino de toda la obra de Anderson: con frecuencia, como promete el “método” de Lancaster Dodd en The Master, es necesaria una regresión al pasado para poder reconciliarse con el presente, para mirar al futuro con una sonrisa… algo que, a partir de Pozos de ambición, resultaba, a la postre, en vano: incapaces de proporcionar a su vida una ligazón narrativa, de integrar su pasado en su propia historia, paralelamente los relatos se desarticulan, se opacan, irredentos como sus personajes.
II
No es el caso de los protagonistas de Licorice Pizza, personajes cuyo pasado es irrelevante, quizás los primeros personajes de Anderson cuyos movimientos no obedecen a unas heridas, visibles o invisibles, sin suturar, lo que parece lógico dada su juventud.
Se ha hablado repetidamente (y con notable superficialidad) de nostalgia a propósito de Licorice Pizza, juicio acompañado a menudo de adjetivos como «deliciosa», «entrañable» u otros similares. Encontraríamos aquí, a través de la nostalgia ya no de una época sino de unos modos narrativos, un nuevo movimiento de retroceso, el que llevaría a una pretendida transparencia frente a la naturaleza misteriosa, oscura y oblicua, de su obra desde Embriagado de amor, algo ya muy notable en filmes como Pozos de ambición, The Master o Puro vicio (Inherent Vice, Paul Thomas Anderson, 2014). La límpida superficie de Licorice Pizza, su carácter en apariencia más accesible y luminoso, abonaría esta impresión.
Todo el cine de Anderson, es cierto, está impregnado de la búsqueda de la armonía, pero progresivamente mostrada como anhelo imposible, como deseo poderosísimo pero inalcanzable. Ello contribuye a que su obra probablemente sea el lugar en el que, de forma más expresiva dentro del cine contemporáneo, se conjuga la remisión a cierto clasicismo —y cierto posclasicismo—, y su imposibilidad, una que aboca a sus películas, sobre todo en su última etapa, a una radicalidad formal, a una audacia, a un grado de tensión, extraordinariamente fértiles, casi insólitos en el cine actual.
En Boogie Nights y Magnolia a sus protagonistas aún les era posible volver a casa, y en este último caso, además, el logro de una suerte de redención pasaba precisamente por la consecución de cierta homogeneidad narrativa a partir de la fragmentación, de los aislamientos y desconexiones iniciales, por la esperanza de un relato unitario a partir de sus muchas historias dispersas. En Embriagado de amor, por su parte, en la que precisamente la noción de armonía es central, aunque Barry y Lena alcanzan la posibilidad de seguir caminando juntos, el universo de la ficción era conmovido hasta sus entrañas por la esquizofrenia, enajenado por una abstracción cercana a lo no narrativo.
De modo que, si Licorice Pizza puede suscitar algún tipo de nostalgia, esta sería desvelada en todo momento como un espejismo. Como mucho, creo que la película nos hablaría de la nostalgia de un tiempo en que aún podíamos disfrutar de la nostalgia, un filme en el que la nostalgia está menos localizada en la añoranza de un tiempo perdido que en la de un cine que evocaba un tiempo perdido.
Pues si hay una noción persistente en el último largometraje de Anderson es la de espejismo, la de un universo hecho en esencia de reflejos. Desde su mismo inicio, desde el primer plano de la película, el de la imagen reflejada en un espejo de un grupo de adolescentes, entre ellos Gary, que se acicalan antes de posar para la foto del instituto. Sin embargo, han de transcurrir unos pocos segundos para que la imagen de Gary reflejada en el espejo se haga visible; es decir, el protagonista del filme es presentado irrumpiendo en la imagen reflejada, como después irrumpirá en el travelling de seguimiento de Alana, que camina entre los estudiantes con un espejo en la mano.
Desde el mismo inicio Anderson deja claro que no vamos a asistir a un reconfortante viaje a otra época sino a presenciar sus reflejos, que su cine, siguiendo a Godard, no es el reflejo de la realidad sino la realidad de ese reflejo, que el anhelo más o menos inconfesado de transparencia es solo una ilusión; la pretensión nostálgica, un sucedáneo. La referida escena (un solo plano que muestra el citado espejo del baño del instituto) concluye con una explosión en el interior de uno de los baños, para que no quede duda del espíritu que al respecto anima a Anderson durante toda la película.
En la siguiente escena es Alana la que comparece por primera vez, llevando el mencionado espejo que ofrece a los adolescentes que se van a hacer la foto escolar. A continuación, Gary se acerca a Alana y la invita a cenar, a pesar de los diez años de edad que los separan. Ella se burla de su ofrecimiento pero entablan una conversación. Cuando Gary le reprocha a Alana que dice todo dos veces, uno de los criterios estructurales de Licorice Pizza, el determinado por esta dinámica especular, también ha quedado asentado de forma definitiva en esos cinco primeros minutos.
Durante el resto de la película, las situaciones especulares serán frecuentes, amplificándose esta dinámica a su misma estructura, como ya sucedía, en particular, en Boogie Nights. Tan solo dos ejemplos: la escena en que Gary llama por teléfono a Alana mientras es observado por su hermano tiene su reflejo poco después en aquella en que Alana llama a Gary mientras es observada por su hermana; y, ahora acogiendo esta estrategia especular en una misma escena, el momento en que Alana cena con dos hombres y Gary con dos chicas en el mismo restaurante, mientras ambos se observan mutuamente, como si en realidad se estuvieran mirando al espejo: «con visibilidad directa», le solicita Gary al maître cuando pide mesa.
De continuo Licorice Pizza transmite la sensación de que Anderson no ha filmado una historia desarrollada en ese tiempo, en esos primeros 70, sino que más bien pareciera que filmara una película que contara una historia desarrollada en esos años. Lo que resulta congruente con un rasgo persistente en toda la obra de su autor: unos filmes que, más allá de lo anecdótico de las autocitas, parecen estar mirándose continuamente a sí mismos, como en un espejo, mientras se desarrollan.
III
“¿Es un diálogo o es real?”, le pregunta Alana al actor Jack Holden, mientras cenan en un restaurante frecuentado por gente de Hollywood, después de una de sus extravagantes digresiones en la que, efectivamente, no sabemos si el que habla es Holden o uno de los personajes que ha interpretado. “Interesante desarrollo de la trama”, dice Gary en esa misma escena, cuando entra al restaurante y descubre a Alana con el actor. Así que, por mucho que pueda sorprender la brusquedad del cambio tonal entre El hilo invisible y Licorice Pizza, en realidad de esta última podríamos decir que también apunta, si bien es cierto que de forma más anecdótica, a lo que ya escribiera sobre la anterior en esta misma revista: «La verdadera trama de El hilo invisible es la misma noción de “trama”». Algo que, de hecho, ya Magnolia había exacerbado extraordinariamente, con sus numerosos hilos progresivamente entrelazados y en la que Anderson recurría, de forma mucho más exhaustiva, a estos signos de autoconsciencia: recordemos, entre otras muchas, frases como «Esta es la escena en la que usted me ayuda» o «El tiempo ya no es lineal», ambas pronunciadas por el moribundo Earl Partridge.
Si la porosidad entre la realidad y sus reflejos, como hemos visto, está inscrita desde el principio de la película, Anderson parece haber querido llevar al extremo aquello que decía Thom Andersen en su maravillosa Los Ángeles Plays Itself (2003): «Los Ángeles es la ciudad en que se confunden realidad y representación». Rasgo contumaz en toda la obra de Anderson pero que se exacerba en sus películas desarrolladas en el Valle de San Fernando, que en el caso de Boogie Nights, además, se ambientaba en el mundo del cine, como en cierta medida ocurre también en Licorice Pizza. Esta circunstancia, como es obvio, va a promover los rasgos metalingüísticos, que la dinámica especular movilizada en su interior se amplíe también en forma de autorreflexividad.
De modo que esta irreprimible oscilación entre la ficción y lo real en la que vive Jack Holden, obvio sosias de William Holden, es la de la propia película… y el epítome lo encontramos precisamente en esa escena. Probablemente la más incomprendida, la más cuestionada junto a la otra más visiblemente digresiva, aquella en que interviene el también excesivo personaje de Jon Peters, que en este caso es un obvio sosias de Jon Peters. Escenas ambas, además, que son las únicas en las que intervienen actores ampliamente conocidos (interpretando a sendos personajes del mundo del cine), lo que promueve la idea de que se trata de individuos que tienden a hacer de su vida una escenificación perpetua, cuyas sobreactuaciones obedecen al convencimiento de que los otros son más sus espectadores que sus interlocutores.
En este sentido, es significativo que en esta película sobre adolescentes quizás los personajes más inmaduros sean estos dos interpretados respectivamente por Sean Penn y Bradley Cooper. Así, frente a las fanfarronadas de Holden y Peters, como casos más extremos, Gary cuida de su hermano, monta diversas empresas; hasta su madre trabaja para él, lo que resulta revelador en este sentido. Por su parte, cuando Alana lleva a su novio de ese momento a cenar a su casa, el comportamiento de estos dos es más maduro (ya sea por la honestidad de él o por el pragmatismo de ella, que al cabo los enfrentará) que el de sus padres. Así que cuando Gary y Alana se conocen, al principio de la película, parecen conscientes de que la situación es la propia de una comedia romántica, que la inicial confrontación y la brillantez en los diálogos son parte consustancial del género que, como se confirmará, están encantados de interpretar; las escenas protagonizadas por Penn y Cooper, sin embargo, pertenecen a otro género cómico, a un humor más estrafalario, entre lo surreal y lo puramente desquiciado.
Volviendo a la escena protagonizada por el extravagante Jack Holden, creo que no se ha reparado en el estatuto liminar de la misma, en que la patética confusión del veterano actor entre realidad y ficción es también la nuestra, durante toda la película pero en especial durante esta escena. Conviene atender al hecho, por ejemplo, de que Anderson nos introduce en ella a través de un lento encadenado, hasta el punto casi de la sobreimpresión, así como a la circunstancia de que el encabalgamiento sonoro se prolonga algo más de lo habitual, de modo que una vez iniciada la escena, con el casting al que la muchacha ha acudido, seguimos oyendo el «Alana» con que su padre la está llamando, en vano, desde el mundo «real». Una secuencia que daba inicio cuando Alana se tumba en la cama, muy fumada, después de haber estado en la inauguración de la tienda de camas de agua de Gary y que este haya coqueteado con otra joven. Pero más determinante aún es el hecho de que toda la escena está interpretada en un tono ligeramente diferente al del resto de la película, quizás el principal motivo, o al menos el más insidioso, del inefable clima de extrañeza que desprende. Así, frente a la naturalidad de las actuaciones en el resto del metraje, esta secuencia parece interpretada no solo por Holden sino por todos los personajes, como si todos ellos fueran el reparto del sueño de Alana: véase el modo en que Gary, sobre todo, pronuncia sus líneas de diálogo, su forzada gestualidad…; o la aparición de Rex Blau, el peculiar personaje interpretado por Tom Waits, que surge de entre una fabulosa humareda, como si de una estelar aparición escénica se tratara, o quizás una sobrenatural, alucinada. Para mayor énfasis, la escena está acompañada musicalmente por un piano que casi nos retrotrae a los tiempos del melodrama mudo.
Cuando no solo Holden, Rex Blau, Gary y Alana, sino toda la clientela del restaurante (frecuentado por gente del mundo del cine y, lo que luego resultará significativo, de la política), salen al exterior a presenciar el salto en moto del primero, la escena adquiere rasgos fellinianos. Lo cierto es que, como ocurre en numerosos momentos de la obra del director italiano, durante toda la escena no sabemos si estamos asistiendo al rodaje de una película dentro de la película o a la visualización de un sueño, o acaso de la ensoñación fantasiosa de la drogada Alana; una escenas en la que, como ocurre con frecuencia en la obra de Fellini, la realidad se transfigura en un universo vagamente fantástico.
Es así cómo en Licorice Pizza la frontera entre lo real y la representación ya no es que sea extremadamente difusa sino que a veces se cifra en un mero cambio de plano: Gary y Alana (que, en el caso de él, ha trabajado como actor infantil y, en el de ella, ha tratado de iniciar una carrera como actriz) acaban rodando los anuncios de campaña de un concejal de Los Ángeles. Un problema con la cámara, un cambio de plano, uno de transición del negativo de la cinta, y los personajes «pasan» del interior de la representación (pues, obviamente, no de otra cosa se trata en una campaña política) a estar fuera de la misma: momento emblemático de una película en la que dicho trasvase es casi siempre imperceptible.
IV
Previamente, Alana, que lleva solo unos días colaborando en la campaña del concejal Joel Wachs, recibe una llamada telefónica de una de sus hermanas, quien le informa de que Gary ha llamado y preguntado por ella. Trata de convencerla de que vaya a verle al local de pinball que inaugura esa noche; incluso habrá Pepsi gratis. Pero Alana apenas está atendiendo a su hermana: un extraño personaje, una suerte de Travis Bickle avant la lettre, ha estado merodeando por los alrededores de la sede de la campaña y ahora está justo al otro lado de la calle; Alana lo observa inquieta a través del cristal de una ventana. Pero finalmente la atención de la chica trata de volver a la conversación con su hermana. Procurando retomar el hilo, Alana dice para sí misma: «Pepsi…», volviendo al momento en que su atención se había quedado, permanece durante apenas dos segundos pensativa, y por fin puede continuar la conversación.
En Licorice Pizza abundan las digresiones, pero Anderson, en cada uno de sus episodios, susurra un «Pepsi» que siempre nos lleva de nuevo a la «conversación» entre Alana y Gary que constituye el cauce al que conducen todos los meandros de la película. Nos encontramos, pues, ante una película atraída por lo digresivo, pero que es capaz siempre de retomar el hilo. El proceso de dilución narrativa es, por tanto, más discreto que en películas como Pozos de ambición, The Master o Puro vicio y, en todo caso, proviene menos de los vacíos, de los agujeros negros, de la opacidad que caracterizaban a estas últimas películas, que de lo contrario, de la acumulación de anécdotas e incidentes, muchos de ellos provenientes, como ya he señalado, de vivencias de su juventud que el productor Gary Groetzman le había narrado a Anderson. De este modo, es la intromisión de lo real (en su origen, claro) lo que disuelve la homogeneidad del relato. Si en Embriagado de amor, Barry y Lena lograban salvar juntos un relato asediado continuamente por el vacío, aquí Alana y Gary construyen juntos uno amenazado por lo contrario, por el abigarramiento, por las distracciones.
La historia narrada en el filme, en definitiva, no es otra sino la de cómo sus protagonistas persiguen ver claro, evitando los espejismos de las apariencias, pero sobre todo ver más allá de ellas, de sus engañosos reflejos. Si Gary empezaba la historia mirándose al espejo, su definitivo encuentro con Alana es antecedido por un plano donde trata de ver más allá del cristal, cuando acude a buscarla al local de campaña.
Antes, el primer encuentro que revela una mayor intimidad entre ellos, quizás el momento en que ambos sienten por primera vez la fuerza de los lazos que los unen, se produce cuando Alana acude a la comisaría a rescatar a Gary de la inesperada detención que ha sufrido. Alana y Gary solo pueden abrazarse por fin cuando este logra escapar y pasar al otro lado del espejo, junto a Alana.
V
Después de retroceder cuesta abajo con el camión, que se ha quedado sin gasolina, y poder parar por fin, todos ya a salvo, Alana se sienta en el bordillo de la acera. Está exhausta. Entonces gira la cabeza y observa cómo Gary y sus amigos, en la distancia, recortados contra el cielo del amanecer como sombras chinescas, hacen bromas de carácter sexual con los bidones de combustible que han comprado. Gansadas de niños. La mirada de Alana permanece fija, pensativa, uno de esos momentos de parón habituales en el cine de Anderson, en los que la narración y el personaje se detienen unos instantes, después de tanto frenesí. A continuación, Alana decidirá dar un giro a su vida, y abandonará esas tonterías para entrar en un mundo mucho más adulto, el de la política. Un nuevo espejismo, como Alana debiera haber adivinado si hubiese caído en el hecho de que el cartel electoral que le da la idea de ese cambio vital está pegado en una de esas cristaleras que pueblan la película, una imagen engañosa más.
Este momento en que Alana observa reflexiva a los niños y sus infantiles bromas tiene algo de la textura ficticia de la memoria, que del pasado solo conserva los trazos esenciales, líneas salvadas del olvido, liberadas de las sombras que han envuelto ya casi en su integridad los sucesos del pasado. Lo que Alana ve es algo semejante a una imagen proyectada sobre una pantalla, luces y sombras en movimiento, uno de esos momentos en que la vida da la impresión de que se está representando a sí misma, en que el tiempo parece esculpido en la nieve.
Quizás Alana los mira en ese preciso instante con melancolía; ella ya no es una niña. Incluso, ¿quién sabe si no está pensando que ese momento tonto lo recordará muchos años después, cuando esté todavía más lejano? ¿O que tal vez sean ellos, sus amigos aún adolescentes, los que lo recuerden solo unos pocos años más tarde, con la misma melancolía con la que ahora ella los mira? Tal vez se trate de uno de esos momentos en que el tiempo parece llevar inscrita su propia evaporación, la turbadora confluencia de todos los tiempos en uno, el presente y su futuro, en el que ya será pasado. Momentos que todos hemos vivido, que los estamos «recordando» al tiempo que los estamos viviendo, en los que la existencia expresa su carácter auténtico y, en sobreimpresión, su verdadera naturaleza fantasmal.
Quizás es por todo ello que este es el momento, al menos para mí, que mejor expresa la belleza, inasible como lo es la memoria, de esta película que recordaré cuando casi todo haya quedado en el olvido.
Felicitaciones al autor de la critica!!!!!! Uno de los mejores analisis de la pelicula y la obra de Paul Thomas Anderson que he leido este año!!!!!