Lo imposible
Abróchense los cinturones Por Fernando Solla
“No se trata de ver para creer, sino de creer para ver.
Crea… Entonces verá”
Quede dicho de antemano que el aquí firmante no necesitaba un segundo largometraje para rendirse a los pies de J.A. Bayona y su cine. El orfanato fue, por muchos motivos, una revelación. Por adelantar el terror autóctono a la primerísima línea de salida internacional. Por llenar el aforo y la pantalla del (hasta la última proyección de ese peliculón) cine Coliseum de Barcelona, ahora de nuevo teatro, hasta la bandera. Por la excelente labor en el sonido de Jordi Bosch, que supo colocar cada golpe de efecto en el segundo exacto, con una precisión que consiguió que nuestro corazón retumbara dentro del pecho y nos hiciera saltar de nuestras butacas en numerosas ocasiones o, incluso (esto lo presenció un servidor) arrancar el apoyabrazos de la misma. Por la calidad y el realismo de los efectos especiales de Lluís Castells y compañía. Por trasformar a la grandísima dama de nuestro teatro Montserrat Carulla en una abuelita cinematográfica, terrorífica como la que más. Por darle una vuelta de tuerca definitiva a la hibridación de géneros (terror, suspense y, sobretodo, intensísimo drama) que tanto está aportando últimamente a la cinematografía internacional, véase la reciente El cuerpo de Oriol Paulo, incluso aquella cruel e inquietante Balada triste de trompeta con que Alex de la Iglesia nos sacudió en 2010 o la recordada y también referencial El sexto sentido (The Sixth Sense, M. Night Shyamalan, 1999). Finalmente, agradecemos a Bayona el papelón que le regaló a Belén Rueda, madre de Simón (Roger Príncep) que supo exprimir hasta la última gota del amargo zumo que desprendía su personaje, con tal intensidad y empatía que nos sacudió tanto o más que los efectos de sonido que acabamos de comentar y nos dejó el alma rota en pedazos con aquello de “un, dos, tres… toca la pared”. Abrumador y cierto.
Cinco años después, Bayona salta de nuevo y esta vez sin red, transformando Lo imposible en algo ya no posible, sino apoteósico. No hay necesidad de aportar más que cifras para dejar constancia de este fenómeno de la naturaleza transformado en película: estreno mundial en el Festival de Toronto, proyección en el último San Sebastián (donde se entregó a Ewan McGregor uno de los cinco Premios Donostia por su trayectoria cinematográfica) y doble y abarrotadísimo pase en el Festival de Sitges 2012. Impresionante taquilla después del estreno en salas comerciales, cuya recaudación aumenta a un ritmo tan torrencial como el del tsunami reconstruido en la película: casi veinte millones de euros (de los treintaicinco que costó) en poco más de una semana auguran una fructífera y satisfactoria carrera internacional.
Sin duda el retorno de McGregor a San Sebastián, donde ya presentó Trainspotting (Danny Boyle, 1996) y Moulin Rouge (Bazz Luhrmann, 2001), o a Renton y Christian, yonqui y poeta respectivamente (ambas interpretaciones ya icónicas y memorables) elevó la expectación creada ante el estreno de Lo imposible. Fenómeno acrecentado todavía más después de su proyección en Sitges, donde Bayona acudió con Tom Holland, el niño de la película, para introducir una particular e interesante manera de enfrentarse a su película: un viaje en avión que, como todo trayecto más o menos largo y distendido, nos permite pensar y reflexionar sobre lo que estamos viendo. En este caso, viviendo, experimentando, aprendiendo, buscando y perseverando al mismo ritmo que Maria (Naomi Watts), Henry (McGregor) y, sobretodo, Lucas (Holland). Por un lado está la catástrofe, pero lo que interesa así es el convencional (aunque real) periplo interno de nuestros protagonistas.
Si con El orfanato nuestro amigo J. consiguió hacer verosímil lo inverosímil (lo sobrenatural), con Lo imposible lucha contra la inverosimilitud de la historia que se trae entre manos, aún a sabiendas que el caso que se reproduce es real. Los espectadores conocemos el final del viaje a poco que nos hayamos documentado.
Así pues, ¿por qué la angustia, la emoción, la tristeza, nuestro llanto (o no) si ya sabemos cómo termina todo? Por el dominio del punto de vista narrativo y el riesgo expositivo del realizador durante todo el metraje. Por unas interpretaciones que hacen creíble lo increíble. Habrá quien se sienta desconcertado (incluso decepcionado) por el convencionalismo de la historia que se cuenta, colgando la peligrosa etiqueta de melodrama de sobremesa a la cinta de Bayona. Precisamente, si contra algo lucha el realizador es contra el encasillamiento genérico. Si en su primera obra hibridó ejemplarmente drama, terror y suspense, en esta ocasión lo intenta con el cine familiar, el catastrófico y el melodrama, género reivindicable como cualquier otro, e injustamente denostado. A veces, un servidor tiene la sensación que se enfrenta a una especie de tendencia pensaste cinematográfica algo elitista (y poderosamente dominante en algunos círculos) que renuncia a añadir valor alguno si no se puede adjetivizar el material presentado con etiquetas como independiente, alternativo, de autor, minimalista, conceptual… Parece como si la vocación populista de una película estuviese reñida con todo lo anterior. Y no es así. Del mismo modo que el cine de arte y ensayo puede llegar a ser soporífero o pedante, el cine comercial puede ofrecernos alternativas estimulantes, autores interesantes y reflexiones más o menos profundas.
Y Bayona lo consigue. No negaremos que la película es difícil. Lo imposible incomodará a los que busquen entretenimiento y palomitas, ya que los primeros veinte minutos son equivalentes a un potentísimo puñetazo en boca del estómago. Posiblemente tampoco satisfará a los intelectuales que buscan una reflexión definitiva y reveladora sobre los devastadores efectos de una catástrofe natural. La introspección la tiene que poner cada espectador por sí mismo, ya que todo en esta película sucede de golpe. Sin preparación previa ni reflexión posterior. Los verdaderos protagonistas somos nosotros mismos. Cogemos un avión y nos trasladamos a una isla paradisíaca para celebrar las vacaciones de Navidad. La mañana posterior a tan destacada fecha, cuando ya no hacemos caso de los regalos del día anterior y nadamos en la piscina de nuestro resort de lujo, reconstrucción de lo que creemos que debe ser la felicidad, una terrible y devastadora catástrofe lo inunda todo, nos separa de nuestra esposa, de nuestro marido, de nuestros hijos, de nuestros hermanos, nos deja solos en un mundo destruido y arruinado. ¿Por qué? No lo sabemos. ¿Qué hacer? Sobrevivir y luchar contra el desamparo. Darlo todo por buscar a nuestra familia y reunirnos con ella. Arrinconar la incertidumbre, el pesimismo y el victimismo. Asumir el rol en el que la naturaleza nos sitúa en cada momento.
La película catastrófica termina aquí, a los treinta minutos. Espectacularísima la deconstrucción del tsunami, increíbles planos generales, imposibles planos submarinos que hacen que sintamos la asfixia y el dolor físico de la (por fin) excelente Naomi Watts en nuestras propias carnes. Todo el presupuesto destinado a efectos especiales sería un desperdicio sin ella, ya que los mayores efectos los crea su interpretación. Pocas actrices aguantan esos primerísimos y cerrados planos detalle con una mirada tan intensa y capaz de provocar algo cercano a lo que debe ser un infarto. Bayona es un gran creador de madres cinematográficas, a poder ser rubias (como le gustaban a Hitchcock), algo que ya quedó reflejado en El orfanato con el personaje de Laura, donde una sobrecogedora Belén Rueda consiguió superar la intensidad de su personaje Julia (no la de Guillem Morales, si no la de Alejandro Amenábar) en Mar adentro (2004). Naomi Watts realiza un volcado emocional y físico realmente conmovedor, así como Ewan McGregor, convertido en un auténtico padrazo capaz de dejarnos clavados en la butaca con esa mirada inyectada en sangre que luce durante la segunda mitad de la película.
Hay más motivos por los que dejarnos seducir por Lo imposible. Porque en el apartado técnico roza la perfección (la reconstrucción del tsunami es de lo mejorcito que se ha visto, con unos efectos especiales que consiguen un realismo artesanal). El sonido es, igualmente, espectacular, sobretodo en esos minutos que quedamos sumergidos (igual que los protagonistas) bajo el agua e intentamos salir a la superficie o cuando alguno de ellos sufre un golpe en la cabeza. Por la defensa de unos valores familiares que no por tradicionales han de sernos extraños. Porque todos los detalles están ahí por algo y nada es gratuito: las turbulencias en el avión como preaviso de la catástrofe que se avecina, el refresco espumoso (aquí no hay marcas, ya que no serán los americanos los que salven el mundo) que no se beberá pero que luego se convertirá en necesario, por la página del libro que caerá y que colocará a Maria en el lugar adecuado en el momento preciso. Por esa cámara que nos hace partícipes del cariño que siente el realizador por el personaje de Naomi Watts, cuando enfoca cómo se viste para celebrar la Navidad…
Y por si eso fuera poco, lo que más ha conmovido a un servidor es la profundísima y certera reflexión visual y psicológica en la que se ha visto sumido tras un visionado atento, casi catatónico, sobre la adquisición, asimilación e intercambio de roles, dependiendo de la situación en que nos encontremos en cada momento. De antología la escena en que madre e hijo se adelantan el uno a la otra y la otra al uno en su intento de encontrar refugio (el niño que no es capaz de mirar a su madre herida y ella que consciente del hecho le hace avanzarse para que él le abra camino y se convierta en líder por segundos). ¿Es ser madre, o padre, algo meramente físico o instintivo? ¿Y cómo es percibido ese instinto maternal? Brutal y conmovedora la secuencia en que Lucas ayuda a su madre herida a subir a un árbol y una vez allí, Daniel (un niño rescatado por el camino) acaricia la mano y antebrazo de Maria, agradecido por haber sido encontrado y salvado. Espeluznante la catarsis compartida entre madre e hijo, en que ella sale a la superficie dentro del sueño de él (y nosotros con ellos) y no menos emotiva y difícil la decisión que el personaje de Mcgregor debe tomar en un momento determinado de la película para seguir buscando a su esposa y a su hijo mayor. Por ese Lucas (estupendo Tom Holland) que renuncia a ser un niño perdido y se quita la pegatina de su camiseta…
Finalmente, nos rendiremos ante Lo imposible de Bayona porque ha propiciado que superemos nuestra animadversión natural hacia el cine de catástrofes y ha conseguido que empaticemos con los personajes de su historia no por la desgracia que viven, si no por cómo están retratados y por las acciones que emprenden. Por la verosimilitud e intensidad que consigue de todos los intérpretes, especialmente de los niños de la película (además de Holland, muy destacables Oaklee Pendergast, Samuel Joslin y Johan Sundberg). Porque su sensibilidad es capaz de conmovernos en momentos en que otro director emocionalmente menos hábil habría naufragado en el ridículo más estrepitoso (véase la reunión de familiares y el uso que se da de un teléfono móvil o algunas escenas localizadas en el hospital). Y por último, porque ha conseguido superar a El orfanato como mínimo en un aspecto: del mismo modo que un segundo visionado de su ópera prima restaba algo de fuerza dramática a la historia que se narraba, ya que el efecto sorpresa era clave para llegar a la catarsis de la trama, podemos dar fe que repetir Lo imposible no sólo mantiene la emoción de la primera vez, si no que permite convertir a J. en futuro director de cabecera cinematográfica. Un lujo que se realicen producciones de este tipo. Felicidades, Bayona. Esperamos con ansia tu tercera.
«empaticemos con los personajes de su historia no por la desgracia que viven, si no por cómo están retratados y por las acciones que emprenden»
«Por la verosimilitud e intensidad»
El simple hecho de que exista esta película es una lacra para el cine. Es un ataque en toda regla contra la ciudadanía.