Lo que arde

Madre, ¿no ves que estoy ardiendo? Por José Francisco Montero

Las copas de unos eucaliptos que caen “misteriosamente”; las manos de unos funcionarios que se pasan un expediente judicial mientras el diálogo que mantienen, en off, proporciona algunas claves del caso; la mitad superior del rostro de un hombre, pues la inferior está oculta por el asiento delantero del autobús en el que vuelve a casa.

La visión fragmentaria, la sección en la imagen, el fuera de campo, las raíces que permanecen ocultas —de unos árboles, de unas voces, de un rostro— marcan los primeros minutos de Lo que arde.

A continuación, en efecto, la película se interesará por unos árboles y unos hombres apegados a sus raíces, también ahogados por ellas; unos árboles y unos hombres que hacen sufrir porque sufren, al fin consumidos por una tierra en llamas que, también ella, hace sufrir porque sufre. Raíces, por supuesto, invisibles: invisibles como el sufrimiento, como el pasado, como la relación entre una madre y un hijo, como el sueño que no permite descansar durante la noche a una madre. Invisibles como el tiempo que se evapora entre dos planos, y en la fisura el vacío, por ejemplo, entre el descubrimiento por parte de Amador de que la gente del pueblo ha informado a la veterinaria —una extraña y por eso mismo el principal contacto humano de Amador, aparte de su madre, tras su vuelta a casa— de que ha estado en la cárcel condenado por piromanía, y el viaje en coche de Amador en sentido contrario al del coche de bomberos. Entre ambos planos, “colmando” con más evaporación el agujero negro que los anuda, el de la desaparición del perro de Amador.

Lo que arde es lo que pacientemente aguarda su combustión, es la narración que finalmente estalla, es el tiempo en su propia consunción. Cuando Amador vuelve a casa lo primero que hacen él y su madre es encender el fuego en el hogar. El relato y la tragedia apenas han empezado a “cocerse”, a fuego lento, a la espera de que todo lo que nace de la tierra lo extingan las llamas del tiempo y el resentimiento, y todo lo que está bajo tierra emerja de una vez.

El Apocalipsis es el fin de la Historia y el final de esta historia. Para Oliver Laxe hacer una película es meterse en un incendio, sentir el peligro y el calor y aun así sobrevivir. Un grupo de hombres que trabajan juntos con ardor, que tratan de detener la catástrofe para acabar descubriendo que la salvación está en quemar los lugares estratégicos.

El fuego ha destruido la naturaleza pero también la casa turística en medio de la naturaleza. Con un caballo ciego y, poco después, con un helicóptero que acaso sea de la misma estirpe que el dios-araña de Cómo en un espejo (Såsom i en spegel, Ingmar Bergman, 1961), un helicóptero providencial que se interpone ante el brillo cegador del sol, finaliza la historia. Abrasada por un fuego luminoso.

Antes, mediada la película, un personaje había dicho: “Para que te guste la música no es necesario entender la letra”, frase que, paradójicamente, es la letra del propio filme.

Lo que arde (1)

 

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