Lo que queda del día
Cosas que nunca nos miramos Por Javier Acevedo Nieto

I.
Desenlazar las manos para destrabar las emociones. La lluvia recuerda la humedad del aliento, el calor de las palabras que se dicen para sentir en el pecho algo más que el entumecimiento que intenta colarse por los hombros. Cuando esta moja el pavimento y forma pequeños charcos, la mirada se pierde en el juego de espejitos acuosos adivinando los reflejos de esas calles paseadas una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez. Quizá de este modo pueda inventarse una ciudad nueva, un callejero que sorprenda, un callejear por edificios cuyas piedras no se hayan contado antes. Desenlazar las manos para destrabar las emociones o, lo que es lo mismo, despedirse para aprender a saludarse. Es un gesto rutinario que Stevens trata de conquistar. Tímidamente acoge la mano de Miss Kenton aguantando la mirada. Por fin no tiene que esperar. Acosado durante toda su vida por el espíritu de la escalera, por esa sensación que infunde el valor de decirlo todo cuando nada ha pasado, Stevens llena su mirada con el lenguaje exacto de todas las goteras emocionales que se negó a reparar. Miss Kenton lo sabe y, al desenlazarse las manos, ambos lloran a su manera. Hay un protocolo emocional en el que el sombrero de Stevens se eleva sobre la cabeza y la mano de Miss Kenton se agita contra el viento. Poco importan las palabras de despedida, poco importan los gestos rutinarios. Es este un diálogo fundado en el tiempo, regido por la afectuosa rutina, escrito segundo a segundo, mañana a mañana, de un tiempo a este tiempo. Fuera de toda ceremonia, ajeno a cualquier ficción laboral, emancipado de la representación histórica; el diálogo de ambos se funde en la abstracción de un plano detalle. Lo que queda del día (The Remains of the Day, James Ivory, 1993) es el espacio exacto entre el gesto y la palabra. Entre ambos late la mirada que, como el ángel de la historia, avanza de espaldas para poder tropezarse en el espacio fuera de la historia.
La ama de llaves y el mayordomo se dijeron todo y nada en Darlington Hall durante muchos años. Mientras servían a Lord Darlington las épocas se sucedieron, los invitados vinieron y se fueron y las tiranías de clase, poder e ideología fueron glorificadas en aquelarres entregados a la celebración de la ficción de cualquiera que fuera el presente. Qué decir de la representación del discurso político perpetrado por inmovilistas, fascistas, clasistas o roedores de fortunas. Nada. Bien lo saben el cineasta James Ivory y la guionista Ruth Prawer Jhabvala al negarse a intelectualizar la representación de esa ocupación histórica en el marco inmovilista de una mansión británica. No hablan del proceso de adaptación de la novela de Kazuo Ishiguro, tampoco de los resortes de clase, ni de la deconstrucción del melodrama decimonónico, tampoco de la poética del deseo e imaginación del amor romántico-cortés. La intención de ambos es una que Anthony Hopkins conoce muy bien e inocula a su Stevens. No es otra que la de emanciparle del espacio histórico, del telón de fondo de la representación de su tiempo; en definitiva, de abstraer y desdibujar el aura de un mayordomo que mide sus pasos a partir de la regla marcada por la sombra de su amo. Una política del sentimiento que nunca se revela: depositar la mirada de la cámara en el cruce entre el gesto que no se dará y la palabra que no se dijo. Por eso es tan importante mantener las costuras del relato, ya que la violencia de la ficción de Ivory y Jhabvala está en su forma de tensar el duro tejido del género —el drama romántico— hasta que se rasguen ciertas categorías estéticas del relato —lo sublime, lo deseado, lo moral— y coadyuvar a una poética contra el histórico determinismo de clase.
II.
Agarrar un libro contra el pecho mientras ella intenta arrebatártelo. Pura violencia sentimental en la que los cuerpos se retuercen y él defiende su experiencia de clase con la fiereza de quien está aterrado de que lo que queda del día esté lleno de pensamientos que no tienen un mañana. No saber qué decir: palabras ahogadas en saliva, muescas en el rostro, medias sonrisas, bombas sensoriales que devastan la piel de gallina. No saber qué hacer: una intromisión en la intimidad, la puerta de la prisión abierta, una danza de saludos inocentes, una erótica en tirantes que embetuna todas las noches del mundo. No saber cómo decirlo: un discurso con mala puntuación, una dicción que le traicione, un llanto desconsolado que debe esperar a la cama, un padre muerto al que nunca dijiste te quiero, una caricia inventada que te haga exhalar. Todo eso, algo más, mucho más, condensado en una intromisión de la intimidad. Representar el determinismo sentimental, el ambientalismo de clase y el innatismo emocional. Peter Greenaway lo habría hecho exacerbando la artificialidad de la representación y la ficción del encuadre. Derek Jarman lo habría descompuesto hasta que los engranajes de la ficción saltaran por los aires. Flaubert lo habría educado sentimentalmente a través de sublimes experiencias de romanticismo que mutila el habla.
Simplemente no. Stevens no se saltará una coma, Miss Kenton teme los predicados y así Ivory muestra que el lenguaje no es la esencia del pensamiento. Quiere desvelar a dos prisioneros de su estado de ánimo y de la circunstancia. Jhabvala no concede a Stevens ni una fisura en su incólume fraseología de perfectos modales y a Miss Kenton le obsequia con el regalo envenenado de tener siempre la respuesta a preguntas que no quiere hacerse. La libertad de pensamiento es, por lo tanto, un sueño condenado a ser soñado. Uno que ocupa un espacio y necesita sus medidas. La topografía de ese sueño que se levanta más allá de Darlington Hall es bastante humilde: una pequeña campiña, un pueblecito costero, un café donde Stevens y Miss Kenton se dicen todo mientras, por fin, pueden sentarse. No obstante, toda topografía requiere de una topometría. Esas medidas se consiguen calculando la distancia correcta; el abismo doméstico de las charlas en Darlington Hall, las constantes interrupciones de Miss Kenton, la forma en la que Stevens elige dejar migas de afectos en forma de esos instantes en los que detiene su servilismo para responderla. Hasta en eso el sueño de la libertad de pensamiento reconoce la valentía y el cariño insertos en sacrificar una parte de la rutina por el otro. Más allá de la educada gramática hay silencios en los que los pronombres no tienen por qué ser flexionados.
III.
Wittgenstein concluyó su Tractatus lógico-philosopicus con la famosa máxima «de lo que no se puede hablar hay que callar» pensando que no haría falta más Filosofía después de sus reflexiones. La mirada de Stevens/Anthony Hopkins parece hablar y callar a la vez, conteniendo una experiencia íntima e intentando clausurar las emociones para que jamás hagan falta. Pero esa mirada hace borbotar un dolor privado que zahiere el sentido y consigue compartir la imagen mental e individual del amor. ¿Qué amor? Uno tan universal como privado, tan personal como compartido. Las luces del muelle se encienden, los transeúntes aplauden y en el banco, al lado de Miss Kenton, Stevens abre los ojos. El mayordomo miope e hipermétrope, incapaz de ver futuros lejanos y de enfocar emociones cercanas, deja que la luz artificial llene, colme y sacie su retina para que las lágrimas terraformen sus ojos y los conviertan en sendos planetas capaces de albergar el cuerpo del deseo refractado. Desconozco si Ivory y Jhabvala conocen la máxima aristotélica de que el personaje es la trama; sin embargo, en ese primer plano por fin consiguen que su personaje reclame ese espacio propio que le han ido regalando. Entre el gesto y la palabra la acción mínima de emocionarse es una forma de rebelarse contra la moral que salvaguarda la importancia de la experiencia que depende de la historia del mundo. Una lágrima, un mirar a la nada, un sentimiento ordinario, una forma de construir su historia privada sin ser testigo de tantas otras. Habitar su mundo y que todos podamos verlo. ¿Es esa acaso la imagen por la que merece la pena rendirse a la poética ajena y bailar con las fantasmagorías de pensamientos que creíamos sepultados bajo la losa de nuestro presente? Chocan los instantes, mueren los gestos y la memoria a la que miramos es un portarretratos escamoteado por el polvo.