Lords of Chaos
Pure fucking armageddon Por Damián Bender
El camino desde la pubertad hacia la adultez está irremediablemente marcado por la transgresión. Las elecciones que tomamos sobre lo que aspiramos a ser implican un rechazo activo sobre los sistemas de creencia que no encajan en nuestro puzzle particular, con todo lo que conlleva. A medida que crecemos y empezamos a formar parte de la sociedad como sujetos potencialmente más y más activos, cada decisión, cada enfrentamiento en esta etapa deja una marca indeleble en el futuro. Elegimos un lugar, un grupo de amigos, un estilo de música, una forma de ser en la jungla urbana que confrontará con las de tu familia, tus compañeros de colegio, el Estado, todo junto o todo lo contrario. En la adolescencia somos más por lo que no somos que por lo que somos en realidad, ya que en esa búsqueda del yo todo sucede a grosso modo: elegimos grandes categorías con enorme convicción y enfrentamos a muerte a lo que tenga en frente, somos nosotros –los incomprendidos- contra el mundo entero. El tiempo –la vida- se encargará de pulir esas categorías para definir con mayor exactitud nuestros rechazos y afinidades, nuestras virtudes y defectos. Lo que somos. Pero antes de ese momento, ser es estar en conflicto –con el resto y con uno mismo-.
De forma tangencial, Lords of Chaos trata sobre esto. En el recuento ficcional de las vidas y los eventos que dieron origen al Black Metal en Noruega, Jonas Åkerlund se pregunta sobre la delgada línea que separa la rebeldía arquetípica de la transgresión radical, en dónde se produce el virtual salto que lleva a un grupo de jóvenes provenientes de familias de clase media a asesinar o a incendiar iglesias. Su principal herramienta narrativa para ello será partir desde el absurdo, pero eso lo abordaremos después.
Primero hay que explicar algunas cosas. La película está basada en el libro Lords of Chaos: The Rise of the Satanic Metal Underground escrito por Michael Moynihan y Didrik Søderlind y publicado en 1998. Este libro reconstruye los inicios del Black Metal noruego desde la formación de Mayhem –junto con Burzum, los dos grupos más importantes del género-, pasando por el suicidio de Per Yngve Ohlin – conocido como Dead, fue el primer vocalista de Mayhem- hasta llegar a la irrupción del subgénero en el mainstream a partir de la ola de incendios de iglesias en Noruega entre 1992 y 1993, y la posterior detención de Varg Vikernes por el homicidio de Øystein Aarseth –conocido como Euronymous, fundador de Mayhem- y de Bård Eithun –Faust, primer baterista de Emperor- por el homicidio de Magne Andreassen, un hombre homosexual que nada tenía que ver con el underground musical noruego. El valor principal del libro reside en la reconstrucción de los eventos a partir de fuentes de primera mano, es decir, entrevistas a Varg, Faust, miembros de Mayhem y figuras que rondaban por la tienda de discos de Euronymous –llamada “Helvete”- por esos años. El libro, entonces, permite reconstruir el estado de las cosas, los sucesos que llevaron al caos de esos años. A pesar de todo esto hay muchas cosas para tomar con pinzas: Moynihan –autor principal del libro, el aporte de Søderlind reside más en las entrevistas obtenidas que en la prosa- escribe sobre este mundo con evidente fascinación sobre sus protagonistas, en especial sobre Vikernes y sus posturas ideológicas que oscilan desde el culto a Odín a la simpatía por el Nazismo. Esto lo lleva a trazar paralelos entre mitos vikingos y el extremismo salvaje del Black Metal, y a recolectar episodios de transgresión juvenil en diversas partes del mundo -algunos sin ninguna relación con el tema en cuestión-, para referirse a una suerte de instinto primordial que se despierta en la juventud e insta a rechazar los valores de la sociedad cristiano-capitalista. Esta teorización está bastante tirada de los pelos y demerita bastante el valor de la lectura por su carácter derivativo y su inexactitud. Åkerlund hace una selección particular de todo esto: toma los sucesos conocidos por todos, los testimonios, los detalles contados por los entrevistados en el libro y descarta todo lo demás. En lugar de centrarse en Varg, toma a Euronymous como eje del relato –el único que no puede hablar- y construye la psicología de los personajes desde cero, tomando las características generales del libro pero volcándolas dentro de arquetipos.
La importancia de señalar esto reside en que Lords of Chaos no aspira a ser ni una biopic al uso, ni una transcripción palabra-a-fotograma del libro. El objetivo no es ser lo más verídico posible –aunque la reconstrucción sea muy buena, hasta las réplicas fotográficas están hechas con gran detalle-, sino explorar algunas de las ideas de los primeros párrafos de este texto. Si buscan “la verdad” contada por sus protagonistas, con sus rumores y sus subjetividades, pueden pasearse por la primera parte del libro o mirar Until the Light Takes Us (Aaron Aites, Audrey Ewell, 2007), documental que intenta entender la esencia artística del subgénero a partir de tres figuras relevantes y disímiles de la escena musical: Varg, Fenriz y Frost –miembros de Darkthrone y Satyricon respectivamente-. Acá estamos para otra cosa.
En la superficie, la propuesta de Lords of Chaos no parece ser muy diferente de filmes sobre la cultura metalera y del rock pesado como Deathgasm (Jason Lei Howden, 2015), Tenacious D in the Pick of Destiny (Liam Lynch, 2006) o yendo más para atrás Wayne’s World (Penelope Spheeris, 1992): películas de nicho autoparódicas hechas por gente que aprecia la cultura y la música que están tratando y que realiza obras para esa misma gente. El tono en el filme de Åkerlund no es tan exagerado, pero sí es claramente jocoso y se inscribe rápidamente en la categoría de comedia. Los personajes son unos jóvenes con gusto por el metal extremo y ganas de pasarla bien, y en ese afán conciben un nuevo género musical, más extremo y “malvado” que todo lo antes oído: el Black Metal. Todo parece tópico en un principio, pero esos clichés se ven trastocados por los compañeros de aventuras de Euronymous: en primer lugar Dead, el vocalista de su propia banda que se vuela la cabeza en la casa que compartían, y luego con los crímenes de Faust y Varg, con el que sobre el final estaría involucrado en una batalla por el control del “Inner Circle”, es decir, por el manejo de la escena. Åkerlund usa la figura de Euronymous como epicentro del relato porque estaba tan afuera como adentro, era un testigo privilegiado a la vez que impulsor creativo con su música y con Helvete, su local de discos que funcionaba como punto de encuentro. Tenía el control y a la vez no tenía control alguno. Estaba en el epicentro de algo que lo fue excediendo con el paso del tiempo, y por eso Åkerlund nos pone –y se pone- en sus ojos, porque nos permite ver desde afuera.
La comedia acá tiene su justificación desde la perspectiva de un outsider, no desde alguien implicado en los hechos o identificado con la música o la estética o la ideología del Black Metal –a quién de forma inevitable el filme le parecerá sumamente irritante-. A pesar de haber formado parte de un grupo clave dentro de las inspiraciones musicales de estas personas –fue baterista de Bathory por un período corto- y haber filmado videoclips de grupos de Heavy Metal, Åkerlund se siente afuera. De esta distancia proviene la construcción paródica del filme, de mirar un poco del otro lado del vidrio y descubrir que ciertas actitudes metaleras están cargadas de infantilismo, en especial en los años adolescentes y de juventud. Porque no hay que olvidar que todos estos tipos, que tenían 18 o 22 años, estaban haciendo la transición a la edad adulta. Si Varg es el personaje más caricaturizado de la película es porque su rompecabezas ideológico y su personalidad megalómana se irían moldeando en estos años, y esa metamorfosis lo vuelve al mismo tiempo el más infantil y peligroso de todos los involucrados. En ese cóctel entre inmadurez y extremismo en el que la transgresión lo trastoca todo, incluyendo a la película misma.
Las escenas más impactantes –el suicidio de Dead, las muertes de Andreassen y Euronymous, la quema de las iglesias- son el contraste de todo lo anterior. El tono cómico, el ritmo amigable del metraje desaparecen. Cuando la transgresión se hace carne la música se apaga, los sonidos reflejan con mayor exactitud el supercampo en el que transcurre la escena. El tiempo –el evento- no se acelera, los segundos pasan uno a uno. Los arquetipos graciosos dejan su puesto para ser ocupados por la frialdad de lo premeditado, de la irrupción de lo macabro. La atmósfera se enrarece porque la distancia se acorta y lo ficticio se vuelve ostensible.
El choque desde la puesta en escena entre la parodia y el recordatorio de que esto realmente sucedió es que Lords of Chaos muestra todas sus cartas. Para Åkerlund el quid de la cuestión no es tanto sobre los personajes en sí como en dónde se encuentra la línea que separa lo peligroso de lo inofensivo, cómo cierta combinación de elementos belicosos pero no extremistas termina yéndose por la borda de esta manera. Son preguntas que no puede responder, solamente representar, y que añaden valor a la película tanto en lo ético –por no olvidarse de que esto pasó realmente- como en lo artístico –este carácter híbrido en tono y ritmo va llevando la película de lo cómico a lo trágico de una forma muy inteligente, que perturba y mantiene al espectador enganchado-.
Estos aciertos pesan más que las objeciones que se pueden hacer sobre algunas decisiones creativas, particularmente los flashbacks ocasionales que tiene Euronymous, el arco romántico que si bien busca profundizar la simpatía del espectador con Aarseth no tiene sustento bibliográfico alguno ni aporta demasiado a los eventos, y un desenlace que no está tan bien logrado como el resto del filme –a mi parecer por un exceso de diálogo que diluye la carga dramática-. A pesar de esos problemas Lords of Chaos es una película inteligente y entretenida, que debajo de su fachada paródica consigue añadir algo de sustancia a las representaciones ficcionales de la cultura metalera, cosa que ni siquiera Mandy (Panos Cosmatos, 2018) que recurre a un imaginario afín al género y a sus tropos, pudo hacer con algo de tino –de hecho, los mejores momentos de Mandy suceden cuando las imágenes se abstraen tanto que pierden todo tipo de referencia-. En estos tiempos en los que el género fue absorbido definitivamente por el aparato cultural, algo de sustancia no es nada despreciable.
Porque como diría Fenriz: “Part of me wishes this whole thing hadn’t become a trend, but, you know, people like to dress up.”