Los amantes pasajeros

Cabaret solipsista en el aire Por Manu Argüelles

Un avión dando vueltas en el espacio aéreo a la espera de encontrar un aeropuerto en el que aterrizar. Almodóvar cumple su anunciado regreso a la comedia convirtiendo a Los amantes pasajeros en un film flotante, a la espera de iniciar un ciclo que le encare en nuevos desafíos. Este divertimento desprejuiciado que en primera instancia se brinda como balón de oxígeno y como pequeña parada de descongestión nos devuelve a un autor que se muestra incapaz de salir de sí mismo. El diálogo textual que siempre ha establecido con otras obras que le han constituido como un experto y apasionado cinéfilo se reduce aquí a un obsesivo monólogo que denota una situación de varado ensimismamiento. Ese avión que se abandona innecesariamente en una ocasión, a propósito del micro relato del actor pasajero encarnado por Willy Toledo, acaba resultando una burbuja que le impide tomar tierra. Su aterrizaje forzoso no se debe entender como un film que se estrella estrepitosamente sino como un neurótico intento de tomar contacto con tierra, la del director con su propio lugar de pertenencia, España. En ese estado autista todas las filtraciones del mundo que nos rodea, mediante las alusiones a la situación social de un país fracturado, buscan canalizarse mediante metáforas y cierta alegoría que en su plasmación escasamente refinada acaban resultando tautología retórica. Más que leer una crisis de valores y una desafección general por el aparato institucional y por la clase política nos somatiza a un director aislado que se comunica con el exterior con mucha dificultad (al menos en lo que materia fílmica se refiere). El film en sus titubeos y sus quiebros, en sus fallos y en sus lagunas estructurales, en su falta de dirección y en su falta de coherencia interna, somatiza una dificultad comunicativa con su entorno en el que vive siempre mediante la distorsión de la ficción y según los códigos de su forma de entender la comedia. Pero esa intermediación, afincada en cierto tono grotesco, ya no se destila desde el macro espacio común del cine como experiencia compartida sino desde su estricto y hermético universo de ficción, que en su propia y obsesiva auto referencialidad demuestra a un director que vive y siente solo a través de lo que su ficción espectral le devuelve. Si Los amantes pasajeros se nos presentaba como la presurización de su filmografía, acaba sucumbiendo bajo la presión de un cineasta que trata de insuflar aire a su carrera artística pero lo acaba encontrando mediante un pulmón artificial.

Los amantes pasajeros

El órgano natural: Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988), que retorna- ya fue invocada en Los abrazos rotos (2009) mediante una puesta en escena en abismo- a través una relectura casi autodestructiva, ya que sus formas y sus maneras de trazo grueso acaban casi por erigirse como un acto terrorista a su propio altar dentro de su filmografía. Es así como se justifica todo el episodio que antes hemos mencionado, el concerniente a Willy Toledo: un móvil que cae como el disco que caía del ático de Carmen Maura; una perturbada suicida como la loca suegra encarnada por Julieta Serrano, etc. Almodóvar vuelve a su cima pero lo hace desde de la bruta reminiscencia. En ese contexto, el trío de azafatos, insuperables y perfectamente compenetrados Javier Cámara, Carlos Areces y Raúl Arévalo, lo mejor del film, tampoco parten de un modelo originario de un gay de la vida corriente (algo que sí observamos de forma fehaciente en Weekend) sino que responden antes al típico personaje almodovariano, que aquel que nace de la observación de la vida cotidiana. Quizás así se entiende que Almodóvar maneje en la trama el personaje del heterosexual casado con hijos y que sigue en el armario teniendo relaciones homosexuales clandestinas, algo como muy demodé, un perfil muy superado que ya no nace de un rasgo sociológico sino más bien del imaginario de un director de otra generación que ha perdido (cierta) sintonía con la actualidad. Insisto, hablo siempre en términos de diégesis fílmica. Es algo que puede objetarse a Pedro Almodóvar en esta incursión en la comedia. Cede su, en otros tiempos, perfecto ojo afilado para retratar  el costumbrismo de la vida española, rasgo que nos devuelve a la argumentación del principio: Almodóvar no puede salir de sí mismo. Quizás así pueda entenderse que lo que antaño fue objeto de burla, la telebasura sensacionalista en Kika (1993) y en Volver (2006), aquí es nutriente legítimo para trazar sus afilados dardos. Me refiero, claro, a la forma que procesa el cotilleo popular en torno a la relación de Barbara Rey con el monarca español, fuente de inspiración principal para construir al personaje de Cecilia Roth, incluido el aspecto físico. Quizás sea cosa mía pero aquí Almodóvar me ha recordado a Terenci Moix cuando construía sus novelas satíricas como Garras de astracán, a partir de la rumorología colectiva sobre famosas de las revistas del corazón. Almodóvar siempre ha sido perversamente juguetón en ese sentido desde los tiempos en que convirtió a Miguel Bosé y a Toni Cantó en dos travestis (transformista uno, perversa viuda negra transexual la otra), personas públicas sobre los que siempre se ha cotilleado sobre su orientación sexual y donde los afectados, legítimamente, se han mostrado muy incómodos con el chismorreo sobre su sexualidad.

Los amantes pasajeros Almodovar

A propósito, cuando se dice que Los amantes pasajeros es su film más gay, permitan que lo rectifique. Es su film más travesti y ahí está su rasgo iconoclasta y su perfecto vínculo con el cine de sus orígenes y con la desvergonzada libertad de la que hacía gala. Desconozco si ustedes alguna vez han asistido a espectáculos donde esas magníficas humoristas trazan entre playback y playback monólogos con afilada lengua viperina donde se hablan de forma procaz de sexo y donde se hace una sanísima auto parodia de lo que significa ser gay. Pues bien, ese humor del film tan cuestionado por algunas voces retrógradas que una vez más vuelven a escandalizarse, está recogido de esas auténticas supervivientes, auténticas guerreras del gag ágil, políticamente insurrectas que hablan de pollas sin parar y que ahí permanecen escondidas entre las sombras de los bares nocturnos. Por eso quiero sentir e interpretar que Los amantes pasajeros es un tributo a todas aquellas que han pasado su vida recorriendo la vida nocturna con mucho humor y con una dignidad que merece toda mi admiración. Es el antaño cabaret homosexual que ha sido reemplazado por la asexualidad de la drag queen, que cumple con total virtuosismo el número musical, pero que ha borrado todo el decadentismo de aquellas artistas de varietés de los bares de ambiente. Alguna sobrevive en la actualidad, con los años a sus espaldas y con su bruto humor sobre cipotes y tíos buenorros. En ese sentido, que a estas alturas Almodóvar quiera integrar esa comicidad en un film, desoyendo su posición de prestigio y de consolidación como una de las voces autorales más importantes de la cinematografía contemporánea, me merece, de entrada, una consideración. Porque yo -como entiendo que él también- me río y comparto ese humor de sal gruesa. Lo veo reflejado en el trío de azafatos – ¿ven?, no falta ni el número de playback, a través de I’m so excited-, y ahí es donde me olvido de sus fallos de guión, de su errática manera de articular a los personajes y de su aprisionado solipsismo que juega torpemente con el folletín. Porque un film vivificado por el espíritu cabaretero y decrépito no necesita alhajas de perfección.

Los amantes pasajeros

Share this:
Share this page via Email Share this page via Stumble Upon Share this page via Digg this Share this page via Facebook Share this page via Twitter

Comenta este artículo

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.

You may use these HTML tags and attributes: <a href="" title=""> <abbr title=""> <acronym title=""> <b> <blockquote cite=""> <cite> <code> <del datetime=""> <em> <i> <q cite=""> <s> <strike> <strong>