Los asesinos de la luna
Por Pablo Muñoz - Ignacio Pablo Rico
I.
Querido Ignacio:
A estas alturas, el Discurso ya ha convertido la discusión de Los asesinos de la luna (Killers of the Flower Moon, 2023) —una traducción un poquito más tosca del original The Killings of the Flower Moon, convendremos— en una aburrida discusión sobre reputaciones, en este caso la del director, Martin Scorsese.
Creo que estamos de acuerdo en que esa discusión no tiene demasiada importancia. Una obra debe interpretarse en sus términos y, si hay algo interesante en esta, es que abruma por sí misma: tal es el caudal.
Los asesinos de la luna (2023).
Pero ¿por dónde empezar? Quizás por lo que sucede entre 1975 y 1980. En esos años define Scorsese su poética, que no sus encargos ni sus obligaciones profesionales. Hace una película como Taxi Driver (1976), que trata de las posibilidades del estudio animado desde el interior de un personaje. Realiza New York, New York (1977), que al juicio profundo del maestro Andrade (escéptico scorsesiano, por lo demás), es sobre la imposibilidad de hacer un musical de la Metro. Y en el 80 realiza Toro Salvaje (Raging Bull), que es un fresco de su país orientado sobre una figura que va cayendo en desgracia lentamente.
Resulta interesante cómo sus películas posteriores recogen y fusionan esa herencia. Taxi Driver le lleva a El rey de la comedia (The King of Comedy, 1982) y a ¡Jo, qué noche! (After Hours, 1985), pero también a La última tentación de Cristo (The Last Temptation of Christ, 1988) y Silencio (Silence, 2016) (donde la interioridad que es la fe es todo el paisaje mismo). Y Toro Salvaje le lleva a Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990), La edad de la inocencia (The Age of Innocence, 1993) y Casino (1995). Y New York, New York le lleva a El color del dinero (The Color of Money, 1986).
Y desde hace veinte años, Scorsese hace un compendio de esas poéticas, las entremezcla. El primer intento brutal le fue arrebatado por los productores y quedó inacabado, Gangs of New York (2002). Creo que esta película que nos ocupa es la primera en la que ha conseguido un compendio así.
Los asesinos de la luna es, precisamente, una película sobre la imposibilidad de realizar Río Rojo (Red River, Howard Hawks, 1948). Pero también es un gran fresco histórico. Y también es un emocionante estudio de interioridades. Por eso mismo, creo que podemos empezar a discutir sobre ella como una película ambiciosa, llena de texturas, imposible de reducir a una sola cosa y por lo tanto, emocionante en ese sentido preciso.
Un abrazo,
Pablo.
II.
Querido Pablo:
Fíjate, yo retrasaría la fecha genesíaca a 1973, con Malas calles (Mean Streets), que es un balbuceo en el que, no obstante, ya entendemos palabras completas de esa poética scorsesiana que mencionas. Si la redención (o su imposibilidad) era un tema ya presente, al menos, desde ¿Quién llama a mi puerta? (Who Is Knocking at my Door?, 1967), Malas calles, como las obras más maduras que tú mencionas, es todo un examen de conciencia. Los relatos del italoamericano, desde entonces, siguen los ires y venires de seres sufrientes conducidos por relatos morales de los que, al final, y con escasas excepciones —Al límite (Bringing Out the Dead, 1999), Gangs of New York, y siempre dudaré con Toro salvaje y Casino—, no saben extraer ninguna enseñanza. Por poner uno de los muchos ejemplos posibles: en Uno de los nuestros, Henry Hill entiende su mortificación final, anticrísticamente, como una derrota; mientras que el Travis Bickle de Taxi Driver y el Rupert Pupkin de El rey de la comedia culminan un sendero de falsa redención: quien les concede esa gloria huera no es Dios, sino la sociedad.
Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990).
O América, mejor dicho. Ahí tú señalas una de las grandes claves, Pablo: el declive de un personaje como una manifestación de la destrucción de los cimientos, pútridos a ojos de Scorsese, de una nación. Pero en ese Scorses del período apuntado por ti era el cuerpo el territorio en el que sus héroes libran las batallas. Con Leonardo DiCaprio, y especialmente a partir de El aviador (The Aviator, 2004), hay un viraje hacia la psique, ya sea por el confinamiento (espiritual) doloroso que sufre Howard Hughes en este mismo filme; por los malabares grotesque que Jordan Belfort se vende a sí mismo, recurrentemente, para justificar su mal hedonismo en El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, 2013); o por el trauma que conduce a Teddy Daniels a convertirse en un Quijote que intenta, a través de la historia engendrada por su propia mente, negar la Historia, en Shutter Island (2010)…
¿No crees que sus últimas tres películas, Silencio, El irlandés (The Irishman, 2019) y la que nos ocupa, Los asesinos de la luna, encajan en esta categoría? Cierto es que tiene mucho de un Río rojo que se sabe imposible, pero no desde la impotencia nostálgica, sino, precisamente, porque ese gran fresco histórico presentado aquí arrolla toda codificación genérica. Los asesinos de la luna elige entenderse a sí misma en un fluir vaporoso, secreto al principio, que va penetrando en las arterias de América hasta provocar su consunción. El ritmo fluidísimo de la película y el de la agonía de Mollie Burkhart parecen uno mismo. Esa insulina envenenada que, cuando ya es demasiado tarde, entendemos que nos ha contaminado. Nos ha hecho testigos, casi cómplices, de una infamia.
Silencio (2016), El irlandés (2019), Los asesinos de la luna (2023).
Y por eso mismo digo que Silencio, El irlandés y Los asesinos de la luna responden a unas obsesiones similares. Si El lobo de Wall Street confrontaba, en su escena final, al espectador con un Jordan Belfort menos odiado que envidiado, Silencio fue la crónica de un cura joven que descubría que a ser Cristo no se aprende en los seminarios (o en las iglesias), sino en la calle; El irlandés, con ese derrotismo, ¡pese a todo católico!, del último Robert Bresson, reflexiona sobre las traiciones que somos capaces de cometer día a día porque, en fin, it’s just business, nada personal; y, sin embargo, umbrales mediante, siempre cabrá esperar la última oportunidad. En Los asesinos de la luna, Ernest Burkhart, que tú sabiamente comparabas el otro día off the record con el Rip Darrow de Las furias (The Furies, Anthony Mann, 1950), nos devuelve un reflejo horrible, que en el fondo es nuestro: un hombre lo suficientemente estúpido como para traicionar, día tras día, lo que ama… sin dejar de amarlo.
Una trilogía, no calculada, eso sí, en toda regla. Yo sigo conmoviéndome mucho cuando pienso en la película y me doy cuenta de que todos, creyentes o no, somos Ernest Burkhart.
Un abrazo,
Ignacio.
III.
Querido Ignacio:
Planteas con gran acierto el asunto de la redención en Scorsese. Quizás habría que invertir el legendario comienzo de Javier Marías y decir que ellos han querido saber, pero no han sabido. Lo digo porque Henry Hill (Uno de los nuestros) siempre quiso saber (qué era ser un gángster) y, sin embargo, dado a elegir, Rupert Pupkin (El rey de la comedia) o el pobre Daniels (Shutter Island), eligieron no saber quiénes son realmente, no pueden soportarse en este mundo. Es curioso que quien no puede soportarse en esta película es uno de sus personajes más vívidos, Henry Roan, que sabe perfectamente qué lugar ocupa en el escenario. En cambio, el patético Ernest Burkhart no es capaz, ni siquiera en la peor de las situaciones, de aceptar el perdón que Mollie parece dispuesta a ofrecerle y, por lo tanto, no es capaz de saber; ni Scorsese ni Eric Roth eligen otra cosa que la ambigüedad irresuelta para su actitud final. A la soledad de la conversación final precede una emocionante confesión, en forma de testimonio, donde una luz marca ese camino ambivalente que tan acertado me parece para definir al Scorsese tardío.
Las furias (1950).
William King Hale sabe, perfectamente, en todo momento, qué debe hacer, y eso implica escenificar que no sabe (quién comete los asesinatos, por qué razones exactas). El gran villano de esta obra es un hombre que se ha acostumbrado a disociar, rutilante, profesionalmente, habla y acción, idioma (habla con fluidez osage) y conducta. TC Jeffords era un terrateniente que despreciaba a quienes ocupaban su espacio para poder añagazar algo de vida en Las Furias, mientras que, irónicamente, King Hale tiene que exterminar a quienes poseen todo el petróleo hasta que no quede rastro. Es un programa ordenado que hasta que Burkhart no entra en ese club/habitación, no se escenifica también.
Es curioso que, en cambio, el gran personaje de la película no necesite de las terribles opacidades de Ernest, siempre un pobre diablo o un idiota, o un banal ejemplar de humano sin criterio. Hablo, por supuesto, de Mollie. Mollie elige amar a Ernest Burkhart pese a sus defectos. Me recuerda mucho a la emocionante y desafiante condesa de La edad de la inocencia, una obra maestra de Scorsese que pocos quisieron comprender. Mollie sabe amar, y Mollie, cuando no sabe, sospecha fundadamente que algo terrible está, en efecto, pasando intencionadamente a todos los suyos. Pero pese a todo, Mollie ama, luego perdona. Y ese perdón que suspende adecuadamente en la escena del último encuentro con su marido es terrible porque nace de la disposición y la generosidad: entonces, solo entonces, sabe lo único que ha dejado desconocido: que su marido nunca admitirá que la envenenó con insulina, que fue partícipe, que le infligió dolor a conciencia.
¿Ha rodado Scorsese, en el marco de una película tan amplia y ambiciosa, algo tan delicado? Solo se me ocurre el ejemplo de Casino, donde Sam descubre acertadamente que no podrá amar nunca a la mujer de la que se ha enamorado, Ginger, que no encuentra más que autodesprecio en Lester y el único que la cuida, Nicky, no puede hacerlo sin destruir todo lo que le rodea. Hay algo terrible en que sea Mollie Burkhart la que acabe sin el mundo (sin su hija, Anna) que se ha esforzado en, pese a todo, cuidar.
Los asesinos de la luna (2023).
Y me planteo aquí la diferencia. La soledad es de Ernest, pero el gesto final, la ternura recapituladora, es de Mollie. Contrasta con la muerte de Ginger, con la soledad de Sam Ace Rothstein, traicionado, convertido en el títere de unas traiciones (es curioso lo parecido que es el papel del FBI en esta y en aquella película ¿no crees?). El Scorsese tardío, como comentas, se fundamenta en una pérdida. Pero solo puede perderse algo valioso: la medida de algo intangible porque a la imagen inicial, la del épico descubrimiento del petróleo, le siguen imágenes de indios, en un despacho, pidiendo autorización para contar con su dinero.
Es curioso cómo Scorsese no ha permitido que lo segundo, la Historia, le llene sus imágenes ni sus películas de cinismo, de ese cinismo resabido de que el mundo es cruel y vigorosamente implacable, sino de la emoción inextinguible de que los seres humanos pueden merecer la pena, y de que una injusticia es ante todo una restauración de una persona que estuvo viva, que fue valiosa y compleja y quiso amar.
Un abrazo,
Pablo.
IV.
Querido Pablo:
Creo que has acertado en varias claves con respecto a lo que Los asesinos de la luna nos ofrece. Permíteme, para comenzar, que ligue a dos personajes, Henry Roan y Molly Burkhart. El primero, ¡qué bien lo has explicado!, sabe a la perfección qué lugar ocupa él mismo, como osage, en la nueva realidad que, tras la adquisición de los derechos de explotación, se ha cernido sobre su pueblo. La derrota de Roan se cifra en su respuesta: sumergirse en el alcohol y la tristeza; dejarse devorar por ese odio al hombre blanco que le ha arrebatado a su mujer.
Al contrario, Mollie se halla, como apuntas, en el eje moral de la película. Ella es, como pocos personajes en el corpus del autor —aludes, acertadamente, al que es acaso su trabajo más afinado, La edad de la inocencia—, una brújula aún imantada, pese a las circunstancias. Su voz en off emerge en más de una secuencia para desaparecer sepultada por los acontecimientos, y a lo largo de la segunda mitad del filme llegamos a creer que esa mirada, fuerte pero cercada por los lobos, se terminará por apagar. No es así: ahí está ese gesto final que tú indicas. Mollie llega a decirnos que su corazón está amenazado por el odio, y que debe luchar, como buena mujer de Dios, para que este solo contenga amor. Al final de Los asesinos de la luna, todos han sido derrotados, excepto ella: el instante que tan bellamente describes es una victoria. Mollie está dispuesta a perdonar… y lo hace. Solo que no puede aceptar la falsa contrición de Ernest. Por eso te decía que, en el fondo, él somos todos: me emocioné profundamente con el intempestivo primer plano de su rostro, cuando se enfrenta a King Hale en los tribunales y confiesa, al fin, sus culpas. Y me decepcioné porque, en un espacio de su corazón, recóndito y a la vez nuclear —donde alberga su capacidad de amar— se siguiera mintiendo.
Los asesinos de la luna (2023).
Incluso cuando Mollie está retorciéndose en dolor y sueños febriles por el veneno, esta no pierde protagonismo en el filme. Una relevancia que va mucho más allá de lo que nos dice sobre el patético Ernest. Con profundas ojeras y la mirada puesta más allá del reino de este mundo, como la Mater Dolorosa (1670-1675) de Murillo, alude proféticamente a «el hombre del sombrero» de aparición inminente. La presentación de Tom White, a este respecto, es muy elocuente: lo vemos, por primera vez, a través de una tela, casi difuminado. Lo que Mollie acaba de predecir es la venida de los ángeles que van a mezclarse entre los hombres, ejerciendo una justicia que, no obstante, no es ni puede ser redentora.
Mater Dolorosa (1670-1675), Bartolomé Esteban Murillo. Museo del Prado (Madrid).
Perdona el inciso, pero me encanta el modo en que Scorsese filma a White, Calvin Coolidge, John Wren… Son menos personajes que presencias. Confundidos entre las gentes del lugar, apenas incorporados a la narración, es su centralidad en las composiciones lo que realza la importancia que obtienen en las imágenes. Ese aura angelical, de seres a los que la fe de Mollie —visita a Washington D.C. mediante— en una justicia superior ha traído a las Colinas Osage, destaca especialmente cuando, en leves contrapicados, y más adelante en un plano general (si la memoria no me traiciona), Scorsese los fotografía contra las praderas ardiendo de King Hale. Solo en esos instantes adquieren una extraña grandeza —pues apenas hemos pasado tiempo con ellos—, equiparable significativamente a la esperanzadora frontalidad que nos regalan Los siete arcángeles (primera mitad del s. XVII) de Massimo Stanzione.
La escena que abre Los asesinos de la luna, el entierro de la pipa, creo que nos deja claro eso intangible que se ha perdido: el alma. Los osage escapan de su miseria, pero a costa no ya solo de mejorar sus condiciones de vida, sino de instalarse en un gran relato, una Historia, en mayúsculas, obcecada en expulsarlos a sus márgenes. ¿Sabes de qué me acuerdo, inevitablemente? De La perla (1947), aquella trágica novelita firmada por John Steinbeck. Parafraseando al californiano, la ambición es una determinación que nos diferencia de los animales; pero, paradójicamente, cuando dejamos a un lado toda percepción espiritual y cósmica de lo que somos, en el mundo y con el mundo, solo puede llevarnos a la autodestrucción.
Los siete arcángeles (1.ª mitad del siglo XVII), Massimo Stanzione. Descalzas Reales de Madrid.
Me ha encantado leerte acerca de cómo una película de aspiraciones monumentales, una epopeya en toda regla, es capaz de contener tanta delicadeza en su interior. Concuerdo con la mención a Casino, que era un relato descomunal de hombres que aspiraban a engullir el mundo y que, sin embargo, bullía en pequeños detalles susceptibles de ahondar en gestos y, especialmente, esas mínimas decisiones que se revelaban a la postre como las verdaderamente importantes. Creo que podemos aplicar la misma lógica interna a El irlandés. Pero, y disculpa si el entusiasmo me lleva a la exageración, desde La puerta del cielo (Heaven’s Gate, Michael Cimino, 1980) no encuentro ninguna película estadounidense que aúne así un gran fresco (te robo la expresión) que es, a la par, la crónica de un declive y el despertar de una nueva América, con un viaje íntimo, que se desenvuelve casi siempre entre las cuatro paredes del hogar conyugal. La construcción de la relación entre Mollie y Ernest, durante el primer tercio de Los asesinos de la luna, es una de las más gráciles y sensibles del cine contemporáneo. Todo son, una vez más, gestos: las conversaciones entre ambos en sus paseos en el coche; Ernest intentando, con encantadora torpeza, cerrar la ventana del hogar de Mollie durante la tormenta… ¿Cómo no va a dolernos esa traición postrera, si —como decía mi amigo Juan Jiménez Miranda, con quien la vi por primera vez— son fragmentos de cine que nos invitan a quedarnos a vivir en ellos?
No sé si me he desviado un poco. Lo que quería comentarte, en última instancia, es que en este relato de acontecimientos hay, entre grandes encuentros y desencuentros, muchas secuencias y escenas pequeñitas, tanto por su duración como por su clave menor. De la primera vez con Los asesinos de la luna a la segunda, me di cuenta de que había imágenes, ideas, conversaciones a las que apenas había prestado atención y que, de repente, se volvían monumentales, reveladoras a mis ojos. Por alguna razón, no me quito de la cabeza a los trabajadores del petróleo, totalmente cubiertos de oro negro, observando a Henry Roan emborracharse junto a John Ramsey. Es un filme, en fin, que sé que voy a seguir redescubriendo durante bastante tiempo. ¡Qué mejor regalo!
Un abrazo,
Ignacio.