Los coches que devoraron París
Arena en los bolsillos Por Nicolás Ruiz
Resulta curioso acercarse con cierta perspectiva a la ópera prima de un director de corte clásico como es Peter Weir, más teniendo en cuenta la propia temática de Los coches que devoraron París y su mezcla de estilos, su constante tomar prestado en un cine como el australiano, aún en pañales en aquel 1974. Quizás Weir asumía esa condición regurgitadora que, a la postre, le ha llevado a Hollywood a desarrollar la casi totalidad de su carrera, describiendo en ese primer largometraje esa lucha entre lo Viejo y lo Nuevo de todo grupo de herederos, el continuismo frente a la pseudoruptura, la agonía frente a la supervivencia, y Weir estuvo en el bando ganador.
La carta de presentación de Peter Weir al mundo se concibe con esta mezcla de comedia negra y cine fantástico ambientado en un pueblecito recóndito de la campiña australiana que, para colmo, se llama París. Contínuamente se suceden misteriosos accidentes de tránsito en tan aislado lugar por lo que los habitantes se aprovechan de saquear lo que pueden de los inafortunados conductores y pasajeros. Un superviviente que sale ileso será el centro de atención de los habitantes del lugar.
Natxo Borrás: De aquí no sale nadie, vía filmaffinity
Esto es, una colectividad con sus propios desbarajustes –escasez de recursos y trabajo, irremediable tendencia al éxodo de población, impulsos de delincuencia por parte de una juventud ninguneada, desmotivada y rebelde- y sus señas idiosincrásicas reconocibles a nivel global pese a su deformación cómica –la comunidad cerrada y con papeles sociales definidos y estancos; el regidor cuya grandilocuencia de discurso e intenciones no oculta su condición pueblerina, de igual modo que París parece un nombre demasiado grande para semejante aldea dejada de la mano de Dios-, a mi parecer con cabida incluso en una versión siniestra, enloquecida y un tanto menos afilada del surrealismo de ropajes costumbristas de José Luis Cuerda.
Vía: El críticoabulico
Así, a momentos como el citado arranque, puntualizado por sonoridades “setenteras” muy cercanas a las de los filmes blaxploitation, se unen otros en los que la partitura de Bruce Smeaton bien juega en el mismo sentido del filme —la secuencia “leonesca” y esa armónica desgarrada— bien contrapone lo que la acción insinúa —la escena del desgüace se deja acompañar por un tema de corte clásico que suaviza la sutil crudeza que trasciende de lo que estamos viendo—.
A pesar de tener un ritmo desigual que decae hacia la mitad de la película y resurge con la catarsis final, tanto del personaje principal, Arthur, como de los habitantes de París, y algunos agujeros en el guion, sobre todo, echo en falta un mayor desarrollo de lo que de verdad ocurre en el hospital con las víctimas de los accidentes, creo que es una película recomendable para todos aquellos que quieran disfrutar de una película de argumento más que original, arriesgada y diferente al cine comercial que estamos hartos de ver.
Derek: El hombre es un lobo para el hombre, vía filmaffinity
De lo que no cabe duda es de la presencia de las constantes temáticas de Weir en esa primera obra (tras una serie de cortometrajes), teniendo ese primer acercamiento a personajes huérfanos que pueblan su filmografía, así como la lucha del hombre en entornos hostiles y del enfrentamiento entre lo viejo y lo nuevo, dejando ya clara su vertiente como storyteller, con una narrativa clara y ya perfectamente depurada en títulos posteriores como Picnic en Hanging Rock (Picnic at Hanging Rock, 1975). Así, su protagonista, tendrá que habitar luces y sombras para reformularse como persona e ir un paso más allá, similar a lo que el propio Weir plantea en esta (y su constante) mezcla de géneros e influencias, buscando respuestas en los restos de la colisión.
El comienzo no es casual: entre las lecturas de Los coches que devoraron París se pueden leer subtextos que critican con malevolente sorna la sociedad del hiperconsumismo, concentrada en esos coches que ejercen funciones de fetichista objeto de culto y, a su vez, de amenaza barbarizadora y alienante -aventurando en cierto modo el Mad Max de George Miller-, idea aquí subrayada en unas escenas de tensión donde el ruido de los motores de esos automóviles de carrocería zoomórfica es sustituido por feroces rugidos animales.
Siguiendo con esta premisa, los cantos de sirena con los que los lugareños de un idílico pueblo que sobrevive de la caza y captura de los escasos coches que atraviesan sus carreteras serán una llamada a la gasolina barata y a oportunidades de trabajo en unos tiempos de ruina social y económica con cierto regusto de adormilado apocalipsis –secuelas de la crisis del petróleo de 1973, antecedente de la más pronunciada de 1979-.
Vía: El críticoabulico
Y no es algo casual, sino que films como El show de Truman (The Truman Show, 1998), La costa de los mosquitos (The Mosquito Coast, 1986) o Matrimonio de conveniencia (Green Card, 1990) entre otras son films ligados a su tiempo y, a su manera, proféticos, mostrando a un director no sólo comprometido con su arte sino también con su tiempo, algo muy patente en Los coches que devoraron París. Y ese legado, como parte de un presente, puede asumirse como material a subvertir, como herramientas sobre las que construir o como recursos que consumir, algo presente en este debut en el que Weir opta, como su protagonista, por la única vía no presente en Los coches que devoraron París, huyendo a la par que su protagonista. De hecho la carrera del australiano ha dejado patente que el uso de dichas herramientas no solo ha servido para pulir su narrativa sino que le ha permitido saltar de género en género sin abandonar su estilo, sin caer en el mero reciclaje ni en pretender encajar, sino en ir más allá de las etiquetas.
No es, como muchos afirman, un filme de horror. Es una comedia bastante rara. Las escenas intermedias en donde intentan convencer a Arthur de que se quede son bastante graciosas. A su vez el Alcalde vive en un mundo aparte, como si esta comuna de 30 tipos fuera Nueva York: planea reconstrucciones locales, pone zonas de estacionamiento… y mientras tanto el pueblo se abastece de todo lo que queda de los accidentes que provocan. Como, por ejemplo, las hijas del Alcalde que son adoptadas… y son supervivientes de un accidente automovilístico.
Alejandro Franco: Critica: THE CARS THAT ATE PARIS, vía Arlequin
Así atmósferas pesadas como las de Picnic en Hanging Rock se repiten en Master and Commander: Al otro lado del mundo (Master and Commander: The Far Side of the World, 2003) o La costa de los mosquitos (The Mosquito Coast, 1986), y recursos como el suspense en La última ola (The Last Wave, 1977) tiene ecos en Camino a la libertad (The Way Back, 2010), y herramientas de estilo como esas ya están presentes en Los coches que devoraron París, a la espera de un Weir más capaz de dibujar personajes creíbles, filmando con un convencimiento y seguridad ausentes en su debut, muy pendiente de su propio discurso. Y desde luego es inevitable volver a emparentar al huérfano protagonista con el pionero director australiano en esa huida con las manos vacías cuando tan sólo un año después firmaría la magistral Picnic en Hanging Rock, una película completamente libre de las ataduras vistas en Los coches que devoraron París. Recordad siempre quitaros los zapatos al entrar en casa, que traen toda la suciedad de la calle.