Los condenados y Las acacias

Fin de un viaje redentor Por Belén Sagredo

Nunca voy a olvidar las palabras de nuestro tío cuando nos íbamos: Después de ver mundo, volverán la mirada hacia su pequeño país y verán cosas allí que nunca vieron antes. Jonas Mekas (2008). Ningún lugar adonde ir. Caja Negra Editora, Argentina.

Todo viaje es irremediablemente transformador. Da igual si éste es por razones políticas, como el que realiza Mekas de Lituania a Nueva York en 1944. Si es por casualidad como el que lleva a Kerouac a recorrer todo EEUU y parte de México, si es por placer (Sideways, Alexander Payne, 2004), por trabajo (The Trip, Michael Winterbotom, 2010), por cuestiones familiares (The Daargeling Limited, Wes Anderson, 2001) o si simplemente se trata de un deambular a pie por las calles de cualquier ciudad europea (Before Sunrise/ Before Sunset, Richard Linklater, 1995/2004)

Y lo es en la medida en que éste supone un cambio interior para quienes lo realizan.

Da igual, por lo tanto, que el viaje recorra los 1500 kilómetros que separan la capital paraguaya de Asunción de Buenos Aires (Las acacias, Pablo Giorgelli, 2011), o desde Madrid hacia algún lugar en la selva argentina, aunque en verdad ésta sea la peruana (Los Condenados, Isaki Lacuesta, 2009). Da igual incluso que, mientras para Rubén– Germán de Silva-  en Las acacias sea el propio viaje de Paraguay a Argentina en camión junto a una, hasta entonces desconocida,  Jacinta y su hija Anahí, el que actúe cómo redentor y posibilitador del proceso de transformación, en cambio, para el Martín de Los condenados –Daniel Fanego-, éste sea sólo el punto de partida.

Un punto de partida que, si bien se antoja al principio de Los Condenados como casual e inesperado, a través de una llamada de teléfono que Martín parece haber estado evitando durante décadas, parece, en realidad, no sólo oportuno sino absolutamente necesario para que éste cierre unas heridas que, aunque le acompañan desde hace treinta años, nunca han dejado de supurar.

Y ahí, en medio de ninguna parte, de una naturaleza tan integradora y cómplice cómo hostil, amenazante y acusadora, de ningún lugar concreto, que no lo es por decisión expresa del director de la película, Martín se reencuentra, al menos en apariencia, con sus antiguos compañeros guerrilleros. Con esos con quienes luchó en pos de unos ideales que se antojan ahora caducos, durante la que se intuye que es la dictadura argentina -aunque bien podría ser cualquier otra- en una excavación que pretende desenterrar a uno de ellos: Ezequiel, asesinado en medio de la lucha.

Los condenados

Los condenados

Pero sólo aparentemente. Porque no es con sus compañeros con quién éste tiene que encontrarse en este lugar desmarcado de cualquier ubicación histórica incluso geográfica por consciente y oportuno deseo del director. Sino con un Martín que ha seguido para adelante sin cerrar las puertas de atrás -algo que tampoco ahora desea: “¿Para qué vamos a desenterrarlo? ¿para volver a enterrarlo?”, reflexiona en un momento sobre la labor que ahora les ocupa. Con unos secretos que sólo la inmensa selva conoce, que pesan cómo una losa tantos años después y que transforman con el devenir de los minutos a Martín de héroe a verdugo y al propio Ezequiel de mártir a traidor.

Los condenados se trata de una historia de poderosos silencios que transitan del uno al otro para acabar en el propio Martín y que resultan tan incómodos cómo dolorosos, mientras piden a gritos la necesaria confesión cómo único modo de redención e inicio de una existencia vital nueva, distinta, necesaria.

Una redención que no logra el antihéroe sino a través de la mirada del otro, del personaje de Silvia –Bárbara Lennie grandiosa en esta interpretación-, que en un plano secuencia tan sincero cómo arriesgado pone a Martín frente al espejo de su propia existencia, de las razones o más bien las sinrazones de sus actos presentes que no pasados, y de su nuevo camino a emprender.

También es en la mirada del otro, en este caso en la de la inocente e inquisitiva Anahí, dónde Rubén en Las acacias encuentra el modo de cerrar unas heridas que, si bien parecen haber cicatrizado como quisiera querer mostrar de forma metafórica la herida que recorre el torso del camionero que vemos al principio de la película, han cicatrizado mal.

Su camión, ese con el que diariamente transporta de Paraguay a Argentina los troncos de acacia que dan título a la película, es a la vez refugio y celda de ese Rubén huraño, que se ampara en monotonía asfixiante y alienante de su día a día para no hacerse cargo de sus heridas: del sentimiento de culpa por la distancia con su hijo, el intuido desamor y una soledad, en la que pareciera sentirse más cómodo de lo que después se intuye que está.

Y es que, cómo también ocurre con el Martín de Los condenados, la soledad de Rubén tanto cómo su incomunicación no lo son por elección, sino más bien por necesidad y autoprotección.

Ya vimos en Los Condenados cómo Silvia es la encargada de poner frente al espejo de su propio yo al protagonista, Martín, mientras que aquí en Las acacias es Jacinta, la que con su mirada serena y cariñosa y esas preguntas que provocan la indagación interna del propio Rubén consiguen, en este caso, la redención del protagonista.

No es necesario caer en el sentimentalismo tramposo para relatar esta historia de amor redentor y de segundas oportunidades que bien podría prestarse a ello, tal como lo demuestra Giorgelli en su ópera prima con Las acacias. Y no lo es, porque basta la sinceridad de unos personajes que la emanan en cada plano de la película y el identificable esfuerzo del director por mostrarla en su mirada hacia estos, para culminar un viaje que en este caso acaba bien.

Pero no todos los viajes pueden hacerlo; acabar bien, me refiero.

Y así, mientras el Rubén de Las acacias logra su redención, el Martín de Los condenados cae presa del abismo de su (mala) conciencia. Bien es cierto que estas dos películas nada tienen en común respecto al tema tratado. Quizás ni en el tema, ni en nada que vaya más allá de ese aire documental con que ambas son narradas.

O tampoco con el reconocimiento en festivales que ambas obtuvieron en su momento 1. Y quizás ni tan siquiera con el evidente hecho de que sus protagonistas masculinos –y sus interpretaciones: tan sinceras cómo memorables- se conviertan en catalizadores y centro de interés y acción de estas historias.

Pero ambos retratos ensimismados y existenciales -en los que la cámara más que sigue, persigue a sus protagonistas en busca de sus respuestas-, comparten, tal vez, algo mucho más importante que su argumento o su contenido.

Comparten una idea de un cine distinto, arriesgado, transgresor en forma y fondo –aunque pueda parecer todo lo contrario-, alejado de los convencionalismos, los golpes de efecto, los estereotipos y los artificios de cierto cine actual. Y, sobre todo, la sinceridad en su propuesta. ¿Qué es el cine sino un modo de abrir nuestro mundo al que nos rodea, de compartir viajes que nunca vamos a hacer, de fijar nuestra mirada en la mirada del otro: sea éste un héroe de guerra, un antihéroe militante, un vendido por la causa o un simple transportista de acacias? Pues eso.

Las acacias 2

Las acacias

  1. Las acacias: Cámera D´Or a la mejor ópera prima 64º Festival de Cine Internacional de Cannes. Los Condenados: Premio FIPRESCI de la crítica internacional de cine de San Sebastián.
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