Los demonios (1971)
Cuando el demonio, el Estado y la Iglesia son uno Por Blanca Rego
«Estar más en contra del diablo que a favor de Dios es extremadamente peligroso»
El término «demonio» puede ser entendido en diversos sentidos. Normalmente, nos remite a un ser sobrenatural, personaje religioso o folclórico, a veces ángel caído, a menudo espíritu que incita al mal. No obstante, un demonio es también un sentimiento insano llevado a la obsesión.
Los demonios (The Devils, 1971) es una película enraizada en la religión católica, una historia de posesiones demoníacas. Pero, al contrario que en otros ilustres ejemplos del horror demoníaco, aquí el demonio tiene muy poco de sobrenatural y mucho de obsesión.
El guión parte de dos fuentes literarias, una novela de Aldous Huxley y una obra de teatro de John Whiting, ambas centradas en un hecho histórico ocurrido en Loudun, una pequeña localidad francesa, en el siglo XVII. Se trata de uno de los casos más conocidos de posesión diabólica colectiva, implicando al párroco local y a un convento completo de monjas ursulinas. Ken Russell subraya esta condición histórica nada más abrir la película, asegurando que se basa en un hecho real y que tanto los personajes principales como los eventos mostrados están documentados.
Resulta chocante que tras esa advertencia tan tópica de cierto tipo de cine realista saltemos a una escena inicial casi absurda, con un rey Luis XIII travestido en Venus, prácticamente desnudo, actuando para el cardenal Richelieu rodeado de fastuosos decorados de cartón. Esos son los demonios, el Estado y la Iglesia, viviendo en un mundo ajeno al del pueblo, que aparece en escena inmediatamente después con un movimiento de cámara que se abre a partir de un cadáver putrefacto lleno de gusanos.
Con un título colocado en el momento preciso entre dos escenas tan contrapuestas, superpuesto primero sobre Luis XIII y luego sobre Richelieu, Russell deja claro en solo cinco minutos de qué está hablando: del poder político y religioso como motores de la corrupción y la descomposición social y personal. Hay muchos demonios, pero tanto los reales como los ficticios surgen de esas dos autoridades.
El escenario de la ciudad amurallada de Loudun es un decorado minimalista de ladrillos blancos con un aura atemporal casi abstracta, a medio camino entre la ciencia ficción y las prisiones imaginarias de Piranesi. El diseño es de Derek Jarman, otro director controvertido y extravagante que terminó trabajando en la película por casualidad, tras ponerse a hablar en un viaje con una desconocida que resultó ser amiga de Russell. Jarman cita entre sus referencias para los decorados a arquitectos como Ledoux y Boullée, pero también Metrópolis (Metropolis, 1927) de Fritz Lang. Algunos de los espacios son tan blancos y fríos que parecen hospitales o cárceles.
El demonio no surge de la «suciedad» de la plebe, surge de la represión sexual y de los celos en espacios asépticos en los que se suprimen sentimientos y deseos a base de negación y torturas autoimpuestas.
La primera imagen que vemos del grupo de monjas ursulinas no deja ningún lugar a dudas. Las monjas espían desde las celosías del convento una procesión funeraria, más preocupadas por ver al padre Grandier (Oliver Reed) que por el evento en sí. «¡Sí, puedo verlo, es el hombre más hermoso del mundo!», exclama una de las hermanas. «Satán siempre está preparado para seducirnos con placeres sexuales», enuncia sor Jeanne (Vanessa Redgrave), madre superiora, reprobando el comportamiento de sus discípulas.
El convento se presenta como un espacio blanco y puro, ajeno al mundo exterior, con el que solo se comunica a través de las celosías. Esas pequeñas ventanas son un resquicio para el deseo. Sor Jeanne, figura de poder de este espacio, es una mujer joven y guapa traumatizada por su aspecto (tiene una joroba). Su risa inquietante deja pocas dudas sobre la locura a la que están sujetas las mujeres que viven en ese lugar liminal entre la tierra y el Cielo.
Cuando sor Jeanne se queda a solas, se asoma a ver el funeral aferrada a su crucifijo. Mientras escucha hablar a unas mujeres sobre hipocresía, la religiosa entra en éxtasis al ver a Grandier. Se trata de un éxtasis mucho más sexual que religioso, aunque a veces la frontera entre uno y otro no esté demasiado clara.
El espacio del convento, con esos ladrillos absolutamente blancos, puede parecer inmaculado, pero hay algo en su blancura y frialdad que remite a un espacio nada sacro: un lavabo público. Grandier tampoco es el clásico personaje sacro. Es un hombre ambiguo alejado de las cualidades que se suponen a una figura religiosa. Físicamente corpulento y atractivo, promiscuo y egocéntrico, tiene muy poco que ver con la imagen clásica del cura. Las mujeres, laicas y religiosas, no lo admiran y buscan por su virtud, sino por su carnalidad.
En una de las escenas más sacrílegas, sor Jeanne imagina a Grandier transfigurado en Jesucristo, clavado en la cruz, sufriendo por amor, para terminar introduciéndole la lengua en uno de sus estigmas ensangrentados, como si se tratase de Mina Murray aspirando a la inmortalidad a base de lamer la sangre de Drácula.
La analogía vampírica no es gratuita. Drácula transfigura a sus víctimas en demonios invitándolas a beber su sangre, igual que Cristo nos invita a beber la suya con la promesa de la vida eterna. Quizá lo que prometen Drácula y Cristo, ambos resucitados, no es tan distinto.
Cuando el deseo sexual y los celos se tornan insoportables, sor Jeanne acusa a Grandier de poseerla diabólicamente, siendo la posesión no solo espiritual, sino también lúbrica. Llama la atención que el religioso que escucha las acusaciones tenga una imagen extrañamente contemporánea. Con su melena rubia y sus gafas redondas con cristales tintados, recuerda a cierto músico que imaginaba un mundo sin religiones mientras se erigía a sí mismo como figura mesiánica más famosa que Jesucristo.
La contraposición entre esta escena, en la que sor Jeanne termina siendo sometida a un enema para expulsar sus demonios, con la siguiente, con Grandier en la cama con su esposa secreta, deja claro que el celibato no es igual para hombres y mujeres. Mientras las hermanas sufren sublimando sus deseos sexuales a través de torturas propias y ajenas, el padre Grandier disfruta de su sexualidad. Sor Jeanne miente sobre la violación, y la instancia superior que acude en su ayuda lo hace precisamente violándola. Aquí no hay exorcismos esotéricos dirigidos a limpiar el alma, sino invasión directa del territorio, en este caso, el cuerpo femenino.
El transcurso de los hechos termina con una condena a Grandier que tiene muy poco que ver con las acusaciones vertidas sobre él y mucho con intereses políticos. A la autoridad no le preocupa el bienestar de las mujeres, a no ser que le sirva para lograr su objetivo.
Aunque el tema del deseo sexual reprimido en un convento de monjas no era nada nuevo —recordemos, por ejemplo, la igualmente exuberante Narciso negro (Black Narcissus, 1948)—, Russell lo llevó a un terreno en el que resultó inadmisible para muchos. La explicitud de algunas escenas provocó que la película fuese censurada. Incluso con los obligados recortes, fue prohibida en 17 administraciones británicas, y muchos ayuntamientos fueron presionados por organizaciones conservadoras para que no permitiesen su estreno.
Algunas salas de cine tuvieron que aguantar a fanáticos religiosos rezando y cantando con sus guitarras en la puerta, intentando espantar a los espectadores. En Estados Unidos, fue clasificada X incluso después de que la distribuidora americana cortase más escenas. Una de las razones es que, en esa época, cualquier película que mostrarse vello púbico era clasificada X automáticamente. Hoy en día, son clasificadas NC-17, que aunque no suene tan extremo significa prácticamente lo mismo.
La crítica acusó a la película de ser sadomasoquista y pura paja mental, comparándola con una gangbang y soltando contra el director insultos tan imaginativos como «Goebbels travestido». Durante su estreno en Italia, la dirección del cine canceló el evento en el último minuto por miedo a la policía y al Vaticano. En España, no llegó a los cines hasta 1978.
Al final, resulta que el demonio era Ken Russell.
La película termina con un fundido a blanco y negro en el que vemos al personaje más íntegro de la historia escalar las ruinas de una ya inexistente Loudun para alejarse caminando hacia la nada. La nada de este futuro en el que la censura, impuesta por uno mismo o por los otros, pretende conseguir, una vez más, que no hablemos de los demonios.
Muy claro y preciso. La primera crítica inteligente y que entendió el discurso fílmico de Russell. Excelente