Los goznes de la mirada
Ciertos reparos contra la imagen postdigital Por Aarón Rodríguez
01.
En 1995, Godfrey Reggio filmó un extraordinario cortometraje intitulado Evidence. Se trata de una pieza clave en tanto funciona como bisagra hacia la tercera película de la trilogía Qatsi pero, todavía con más fuerza, hacia el que hasta el momento es su último largo, Visitors (2013).
En Evidence, durante menos de ocho minutos, Reggio hace que ciertos rostros desfilen frente a nosotros. Pero antes incluso, incorpora unos créditos que parecen encerrar, sobre un fondo negro, el ruido de una emisión televisiva sin sintonizar, ese antiguo efecto “nieve” que las nuevas generaciones no conocen porque se trata, en fin, de una naturaleza visual estrictamente analógica.
EVIDENCE from Fabrica on Vimeo.
La “nieve” analógica no era, como generalmente se ha considerado, una suerte de “ruido audiovisual”, sino antes bien, un trazado de las interferencias, un mapa físico de fenómenos que el ojo no podía ver pero que la antena de cada televisor podía, de alguna manera, “traducir” en esa danza hipnótica de negros y blancos que desfilaba por las pantallas. Era, por así decirlo, una escritura de aquellas manifestaciones físicas que nuestro ojo no podía aprehender.
En esa misma experiencia de la imagen analógica, cuando las cintas VHS se revelaban/rebelaban contra su uso, comenzaban a erosionar, a canibalizar el contenido de sus campos para trocar las imágenes captadas por una especie de emborronamiento. Así, por ejemplo, al alquilar una cinta en el videoclub de turno, uno sabía qué imágenes habían sido ralentizadas, paradas, repetidas por los anteriores usuarios –generalmente, aquellas con mayor carga erótica o violenta-, ya que la cinta comenzaba a traquetear y los cuerpos se despedazaban en una especie de pre-glitcheado. No me atrevería a decir que fuese una experiencia siniestra, sino más bien, la certeza ya asumida de que esa cinta formaba parte del tejido de los afectos del barrio. Hace cosa de una semana volví a recuperar esta sensación al descargar un VHS-Rip de una película española absolutamente infravalorada, Más allá del terror (Tomás Aznar, 1980), rodada antes incluso de que Reggio diera forma a su primera parte de la trilogía Qatsi. Por mucho que mi software de proyección doméstica estuviera preparado para dotar a las imágenes digitales de su máxima definición, lo que de pronto ocurrió ante mis ojos fue lo siguiente.
El hecho de que Más allá del terror haya sido injustamente relegada al submundo de las obras sin digitalizar “oficialmente” no hurta el discreto encanto, la extraña alocución con la que el viejo aparato analógico exigía, de manera casi despreciativa, que se retirase la grasa y el polvo de los cabezales de lectura. Casi se disfruta en la pérdida de aquellas imágenes, esos minutos hurtados, a cambio de recibir el cuproníquel siempre tristón de la nostalgia.
Ahora bien, cuando vuelvo a mirar la secuencia erosionada del ripeo, caigo en la cuenta de que lo que se desgastó no fue únicamente el encuentro sexual entre los protagonistas, sino más concretamente, el primer plano de ella al hacer repaso de su vida en la que probablemente sea la escena más íntima de la película. Es el rostro de ella lo que ha quedado, quizá para siempre, analógicamente erosionado.
02.
Volvamos a Reggio. Evidence es una pieza que funciona mediante la superposición enigmática de diferentes rostros infantiles que miran a cámara.
Sin embargo, algo no funciona bien en ellos. No sabemos lo que es. La pieza no ofrece, en principio, ninguna información contextual. Sabemos que miran a cámara con gesto indescifrable, alienado, a un paso de la angustia. No sabemos si sufren algún tipo de discapacidad intelectual, si son víctimas de algún tipo de abuso, si están siendo atemorizados de alguna manera. Esos niños y niñas no tienen contexto, y tampoco tienen contraplano. Son pura materia física arrojada frente a nosotros, ilegible, sin narratividad alguna. Durante ocho largos minutos intentamos buscar detalles, pistas sobre su conducta. Sin duda, algo los separa –aunque no sabemos muy bien el qué- de los primeros planos que rodó Reggio en su vida, en Koyaanisqatsi (1982).
Allí también aparecían otros rostros, si bien su posición mediante montaje era bien diferente. En su ópera prima, todo es contexto: los seres humanos son una estúpida nota a pie en un marco de montañas fastuosas, grandes cañones, edificios descomunales, fábricas opresivas, autopistas demoníacas. El cuerpo es eso que habita o que manipula productos, pero no es sino una minúscula parte de la complejidad de la naturaleza –de ahí mi intuición, y en eso andamos trabajando, de que Reggio es uno de los directores más radicalmente Heideggereanos del siglo XX.
En Evidence todo es rostro, y todo es esa babosa sensación del no funcionamiento de las almas -¿niños maquínicos? ¿niños poseídos?- hasta que, en el último momento, un simple crédito nos explica, como una losa, todo lo que acabamos de ver.
El contraplano de las imágenes, por lo tanto, no era ni la cámara ni el espectador. Las miradas no iban dirigidas a nosotros, no nos pedían nada, no problematizaban posición alguna. No importábamos nada ni a Reggio ni a los niños retratados. Todas las teorías de la enunciación y la identificación psicoanalítica se quiebran con una enorme carcajada. Es todo una broma: esos niños simplemente estaban idiotizados porque estaban mirando la televisión.
Pero si todo es una broma, ¿por qué la sensación de angustia que acompaña a todo el visionado de Evidence no desaparece sin más, sino que se queda, de alguna manera, pegado a la piel?
03.
En un extraordinario texto de Hito Steyerl – ¿Internet está muerta? 1– la teórica compara, de manera discutible pero muy estimulante, el fenómeno de la “muerte del cine” con el de la hipotética “muerte de internet”. En toda esta colección de muertes a las que se puede sumar la muerte de la imagen analógica, la muerte del video, la muerte de la imagen digital, la muerte de las redes sociales y de cualquier otra cosa que la academia quiera discutir, al final, ya con una cierta edad, lo único que queda es esgrimir una inevitable sonrisa cínica y preguntarse por enésima vez por el estado necesariamente tanático de toda nuestra cultura.
Steyerl ya había trabajado la imagen post-digital mucho antes siquiera de que existiera, teorizó sobre su carácter emancipador y generó todo un tapiz de posibilidades revolucionaras a su alrededor. Como ocurre siempre con las profecías esperanzadoras, el tiempo le ha quitado la razón parcialmente: basta con mirar el estado de la cuestión para darse cuenta de que no nos salvarán ni los memes, ni el glitch, ni el vaporwave ni ningún otro rasgo enunciativo concreto. Configurarán, sin duda, un estado del pensamiento y de las interacciones afectivas, levantarán una serie de normas estéticas más o menos expresivas y, como es norma, serán neutralizados y pasto de la nostalgia como ahora lo son, en mi caso, la nieve analógica y los cabezales sucios. La nostalgia, por lo demás, no deja de ser un gesto bastante idiota y baboso. “Viscoso” como lo eran las protagonistas de Slugs (Juan Piquer Simón, 1988). El nostálgico pierde un tiempo que ya no tiene en la enésima reivindicación de una colección de imágenes –o de gestos enunciativos- ante un auditorio al que ya no le interesa gran cosa ni su voz, ni su discurso, ni por supuesto, sus recuerdos. Esto es:
Dijera lo que dijera Shakespeare, el tiempo nunca sale de sus goznes, y las imágenes se amontonan en una línea recta en la que resulta imposible regresar hacia el pasado. Cuando vuelve, lo que vuelve no es tanto la imagen, sino un discurso deformado alrededor de la imagen que pretende controlarla, clasificarla, distribuirla bajo otros patrones o, uno intuye, volver a juzgarla –véase, por ejemplo, el inquietante retorno de los cultural studies disfrazado de corrección política que estamos viviendo en nuestros tiempos, el retorno de los postcolonialismos, los postestructuralismos y otras metodologías de negación del análisis textual y los procesos significantes de la forma en nombre de los mismos perros con distintos collares. Y véase también, en el otro lado del espectro, la reapropiación del meme por las fuerzas ideológicas más conservadoras, asfixiando a la vez cualquier debate –aunque, seamos sinceros, hace siglos que ningún debate en el campo concreto de la imagen ha generado ninguna modificación real, sustancial y realmente positiva en la vida de los individuos que las consumen.
Es el signo de los tiempos, esto es, el signo mismo de la imagen postdigital. El signo de un tiempo que, repetimos, no sale jamás de sus goznes y que avanza –famélica legión, banderas victoriosas- hacia el retorno de lo mismo, de lo ya vivido. Hacia lo irremediable histórico. De ahí que los rostros alienados retratados por Reggio en su Evidence sigan siendo, más o menos, los mismos rostros que ahora miran TikTok y a los que, nos guste o no, les pertenece el futuro.
- STEYERL, Hito (2013): Too Much World: Is the Internet Dead? en e-flux.com (consulta: 23/12/2019) https://www.e-flux.com/journal/49/60004/too-much-world-is-the-internet-dead/ ↩