Los hambrientos (Les affamés)

Los últimos seres (vivos) Por Pablo López

Dos hombres hablan junto a su furgoneta, aparcada en un claro de un bosque canadiense. Uno de ellos le cuenta al otro un chiste malo, de esos que no tienen gracia pero dan cierta vergüenza ajena que resulta igual de estimulante. Ambos llevan armas. Montan en el vehículo y conducen de vuelta a su campamento. Son los únicos en la carretera. Al poco se detienen, uno de ellos cree haber visto algo en la espesura. Al final de un pasillo de altísimos árboles, dos figuras les observan. A pesar de la distancia, se intuye que son una mujer y una niña, madre e hija quizá, aunque lo único que las diferencia es la altura. Están allí, quietas, simplemente mirando a los dos hombres, en silencio, pero su postura es como un canto de sirena. Uno de los tipos armados siente el impulso de acercarse, el otro le advierte que no lo haga. Un grito estremecedor resuena por todo el bosque. Solo uno de los dos regresa al campamento con vida. Cuando se despertaron esa mañana, lo hicieron sabiendo que algo así podía ocurrir.

Los hambrientos

Esta es una de las primeras escenas de Los hambrientos (Les affamés, Robin Aubert2017), sorprendente revisión del universo zombi de la mano del canadiense Robin Aubert. Revisión en tanto en cuanto acoge un material que se ha manoseado de forma incesante durante la última década, sorprendente por su capacidad de darle nueva vida sin por ello huir del territorio ya marcado por títulos como La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead, George A. Romero, 1968). Dentro de Los hambrientos encontramos muchas otras películas: el propio Aubert declara que sus influencias van desde fuentes más esperables como Zombi (Dawn of the Dead, George A. Romero, 1978) y Thriller (John Landis, 1983) hasta títulos tan inesperados como La dama de blanco (Lady in White, Frank LaLoggia, 1988) y Jesús de Nazaret (Jesus of Nazareth, Franco Zefirelli, 1977). De estas últimas, cuenta, ha recogido la estoica presencia de los fantasmas, aplicándola a los zombis de su película. No es un capricho. En Los hambrientos conviven los muertos vivientes clásicos, ávidos de carne y dispuestos a devorar a sus antiguos hermanos a dentelladas, con otros menos feroces, figuras estáticas que se dedican a observar el mundo surgido tras el apocalipsis. Estos últimos se convierten en paradigma de un sentimiento que se encuentra en el centro de la película: la ausencia.

De hecho, el filme comienza con la imagen de una silla vacía en medio de un campo. A partir de ahí, desarrolla la historia de un grupo de supervivientes, liderados por un excelente Marc-André Grondin, que no buscan otra cosa que sobrevivir un día más. Algunos se unen al grupo, otros se separan, otros mueren mientras los demás siguen avanzando sin objetivo. En Los hambrientos no hay plan maestro, no hay refugio secreto o isla en la que refugiarse. Solo queda el intento fútil de mantener una vida lo más aceptable posible. Sin embargo, la película de Aubert no cede ante la tentación de la misantropía o la desesperación, aunque ambas sobrevuelen toda la película. De una secuencia de terror puro (todas ellas notablemente diseñadas y rodadas) pasamos a momentos de inesperada ternura o chispazos de humor negro o abiertamente surrealistas, saltos de tono que recuerdan al cine de Bong Joon-ho. Aubert explica que “la vida cambia constantemente entre el horror, la comedia y el drama. Nunca sabemos lo que vamos a encontrar al girar la esquina”. Esta entrega a la imprevisibilidad de lo cotidiano no solo mantiene al espectador en el terreno de la sorpresa constante, sino que habla del esfuerzo de sus protagonistas por engancharse a lo poco que queda de su vida, de su humanidad.

Los hambrientos

La misantropía, como decía, se evita sin por ello caer en la cursilería. Los personajes de Los hambrientos pueden ser mezquinos y egoístas, pero Aubert y su equipo los alejan del cliché en el que ha caído buena parte del género, la idea de que el hombre es lobo para el hombre. En la película, los vivos, conscientes de que solo pueden aspirar a un día más, son capaces de colaborar e incluso de aceptar sus diferencias. Tampoco se revuelcan en su odio hacia los zombis, a los que miran más con consternación que con rabia. A través de su viaje hacia ninguna parte, los personajes de Los hambrientos van descubriendo (y nosotros con ellos) que era posible convivir mejor de lo que lo hacíamos, pero solo ahora que el fin de los días llama a la puerta lo comprendemos. De ahí esas sillas vacías, esos muertos que no pueden hacer otra cosa que mirar a los supervivientes: en su mirada está la tristeza de saber que lo único que queda es un viaje hacia la muerte, pero por el camino encontraremos mucho más que desolación. El problema es, ¿quién seguirá con vida para aprovechar lo aprendido?

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