Los miserables y Manhunter
Laberintos de la mirada Por Aarón Rodríguez
01.
Estaba justo ayer viendo Los miserables (Les misérables, Ladj Ly, 2019) cuando un movimiento de cámara me llamó tanto la atención que quise detener brevemente la imagen. Se trataba de un plano aéreo, situado aproximadamente a mitad de metraje, en el que un dron titubea brevemente al captar unas imágenes brutales, asciende al cielo y se abisma en una panorámica violentísima.
Una vez vista la película con calma –y vaya por delante, es una cinta absolutamente meritoria que merecería un análisis realmente detenido- volví otra vez a ese plano central para intentar entender cómo se había desplegado. Si durante la proyección un cierto plano se experimenta como central –en un sentido compositivo, estructural, narrativo- es siempre una buena idea detenerse en él para intentar aprehender algunos de sus procesos de significación.
Lo primero que me vino a la cabeza fue la manera extrañísima en la que Ly cortaba la duración del mismo. La “salida”, el corte de montaje, estaba escorado en una brutal diagonal que –y esto es lo que me interesa- no dejaba ver la línea del horizonte. Todo el penúltimo tramo de la película está abrochado por un extraño plano de colorimetría casi hortera, atardecer salvaje, sol brillante sobre cielo despejado como si los personajes de Ly estuvieran buscando algún tipo de epifanía, de redención.
Cielo crepuscular, con línea horizontal que divide perfectamente el plano en dos mitades, aroma de barriada. Ese es el horizonte que no dejaba ver el plano del dron, pero que se recoge unos minutos de metraje después, antes de que todo se hunda definitivamente en el abismo. Durante unos segundos me dejé engañar y pensé que ahí, en ese horizonte que antes se me había hurtado, acabaría la película.
Pero no. El metraje continúa.
Decía Victor Perkins que el plano final de cada película es un plano que prepara al espectador para regresar de ese extraño universo paralelo en el que sumergimos nuestra credulidad como espectadores para facilitar nuestro tránsito hacia la realidad cotidiana. Un “plano-pasarela”, por así decirlo, antes de que se enciendan las luces de la sala y nos miremos el móvil para chequear los mensajes.
Claro que la teoría de Perkins resultaría de todo incompatible con este otro plano final.
Los miserables finaliza sobre lo que parece una especie de cierre de iris, un oscurecimiento a partir del foco que está remitiendo directamente al propio proceso de creación de las imágenes. Lo que me interesa no es tanto la naturaleza de “final abierto” –porque, en fin, prácticamente desde el comienzo ya sabemos que lo que Ly despliega no puede ser clausurado, no puede ser sometido a las normas del modo de relato clásico-, sino el mecanismo visual, el hecho de que el propio encuadre parezca plegarse, desvanecerse sobre sí mismo, pero más concretamente, sobre el rostro del protagonista. El único punto de luz, lo que tirita brevemente antes de que emerja la cita final de Hugo, es ese rostro encapuchado, deformado, un rostro que ha supuesto el enigma mayúsculo y el desafío ético total de la cinta.
02.
Vuelvo a revisar detenidamente las dos escenas: midpoint y clausura.
Y de pronto me doy cuenta de que su funcionamiento enunciativo es prácticamente el mismo. En ambos casos se trata de un acto violento definitivo –un disparo a un adolescente, una encerrona salvaje- que está cuajado por planos de gente mirando. Concretamente, hay dos niveles de observadores. El primero, por supuesto, es la “masa”, los eternos secundarios, el ruido de fondo de la chavalada de la barriada.
El segundo nivel es el de Buzz, conjurado por duplicado y responsable de la gestión de todo el conflicto visual del filme.
Está ocurriendo lo mismo, la cinta está enroscándose sobre sí misma por estructuración paralela, porque lo que realmente parece fascinar a Ly no es tanto el acto violento –que es, después de todo, irremediable, históricamente necesario, políticamente inevitable-, sino la mirada que dicho acto va generando en todos los demás. Y, ya que me permiten apuntarlo, siente tal necesidad de apuntalar esa idea que incorpora incluso un primerísimo primer plano, violento e incontestable, para que no quepa la menor duda de que esa mirada está teniendo lugar.
Y les llamo la importancia sobre este plano para que entiendan que lo que está en juego en el final de Los miserables no es únicamente un juego entre dos miradas –un niño armado con un cóctel molotov y un policía armado con una pistola.
Sino muy precisamente, la conexión entre los dos que se apuntan y el tercero que mira. Es necesario para entender que la película no habla del enfrentamiento, sino de la mirada alrededor de ese enfrentamiento –y consecuentemente, y esto es sin duda lo más difícil- sobre qué hacemos nosotros con esa mirada.
03.
Vuelvo ahora a 1986, a una película que no tiene absolutamente nada que ver –o casi nada- con Los miserables. A los planos de inicio de Manhunter (Michael Mann).
La película comienza con una serie de planos subjetivos que nos sitúan en lo que parece el allanamiento de una casa en mitad de la noche. Uno debe parpadear varias veces porque hay algo en el tratamiento de la imagen que parece no encajar con la construcción visual de la época. Quizá sea ese grano desmesurado, o esa indefinición en los contornos de los objetos –fíjense, por ejemplo, en el pingüino que queda iluminado por la linterna- o quizá sea ese tono grisáceo de la moqueta y la pared que lo invade todo.
El hecho de que la imagen parezca extrañamente vinculada al vídeo hace que, en el primer visionado, nos surjan algunas preguntas: ¿Está el asesino rodando su acto? ¿Estamos viendo un delirio, una fantasía, una reconstrucción, quizá un sueño? ¿Qué estatuto narrativo tiene el arranque, el pórtico de la película de Mann? ¿Es acaso una suerte de guiño “televisivo” o una traición a la noble escritura cinematográfica? Pronto todo eso se desvanece porque llegamos al plano nuclear de la pesadilla: el despertar de la mujer en mitad de la noche, justo antes de que comience el asesinato ritual.
Es necesario tomarse un tiempo para saber por qué la espera, el plano sostenido, nos resulta tan angustioso. De nuevo, se trata de una opción de montaje: todo ha sido brevemente ralentizado. El cuerpo se mueve de manera incomprensiblemente lenta, su cabeza gira luchando contra el despertar se bambolea en un registro realmente incómodo. Lo que Mann hace con el tiempo de montaje es insoportable: no lo ralentiza dramáticamente –no “teatraliza” el despertar-, pero tampoco deja que las imágenes fluyan a la velocidad natural. Su tiempo es otro, está a mitad de camino entre el sueño y la vigilia, es un tiempo pesadillesco que conocemos bien y que casi nunca ha jugado el thriller con tanta precisión. Y es precisamente en ese gesto en el que la mujer mira a cámara por primera vez cuando Mann realiza el soberbio corte a negro. Es imposible saber nada más, ver nada más.
Todo depende de la imaginación del espectador –que será, como ustedes recordarán, la fuerza que animará toda la búsqueda del detective Will Graham (William Petersen).
04.
En Manhunter también hay un plano bastante hortera, con línea de horizonte incorporada y promesa de emancipación. Se trata –y resulta clave- del plano final.
Siguiendo a Perkins, aquí sí que parece obvio que el plano final está perfectamente medido para que el espectador pueda despedirse cómodamente del film. Después de todo, la película se clausura con un aparente sentido de fiabilidad. El asesino ha sido derrotado, Lecter/Lecktor sigue en la cárcel, la normalidad ha sido restaurada.
Y sin embargo, algo tampoco encaja en esa clausura. No únicamente porque el horizonte nos parezca extrañamente reconstruido, artificial, falseado. Fíjense en el corte horizontal que parte el encuadre: demasiado calmado, demasiado imposible, demasiado similar a esos falsos fondos que usaba el asesino para decorar su propia casa.
Sin embargo, lo que el espectador ya sabe –lo que es absolutamente innegable- es que una vez que se ha mirado desde los ojos de Will Graham, el mundo estará totalmente, irremediablemente enfermo. No hay hogar al que regresar ni familia que acoja. Se ha traspasado esa línea finísima en la que la mirada tiene que ver –permítaseme el mal juego de palabras- con la cuestión del mal, se ha vislumbrado aquello que parece intolerable.
Mann intenta introducir esta en el metraje en dos momentos clave de la película. El primero es esa conversación en el supermercado en el que Graham intenta convencer a su hijo de que ha entrado en la mente más oscura, en la psique del asesino más sádico. Ha visto –y la formulación escuchada hoy, en la era del ISIS y Pornhub, no deja de ser extraordinariamente sugestiva- “las peores imágenes que se puedan imaginar”. Mann apunta con sabiduría y realiza un buen disparo, pero llega mucho más lejos cuando encuentra unas imágenes concretas a partir de su propia reescritura.
Volver a sus planos iniciales para hacerlos, si cabe, mucho más aterradores.
Borrando la mirada de la víctima, dándole luz al delirio, convirtiendo el cuerpo asesinado en una viscosa fantasía erótica volvemos a la angustia inicial con otra carga añadida: se nos ha bloqueado la posibilidad de pensar el plano/contraplano. El metraje se quiebra. Esas imágenes tampoco son específicamente cinematográficas sino que remiten, de alguna manera, al arte contemporáneo.
(05.
Se nos permitirá aquí una pequeña digresión. La primera vez que vemos al asesino en plano, lo hacemos precisamente a partir de un personaje que se niega a mirar. Desde fuera de campo, el dragón rojo afirma: “O abres los ojos o te graparé los párpados al cráneo”. Tremenda formulación del ecosistema contemporáneo de las imágenes: hay que verlo todo, especialmente aquello que aparentemente se nos ha hurtado.
Cuando finalmente el personaje mira –se le arranca la venda de los ojos, literalmente- lo que le contempla es un ser demoníaco y ridículo. Esa, por cierto, es también una buena definición de nuestro ecosistema de las imágenes).
06.
Con lo que, llegados a este punto, parece que hay una cierta confluencia entre ese plano del dron que tanto me fascinó en Los miserables y el funcionamiento de la pesadilla en Manhunter. En ambos casos se pone en juego la posibilidad de que la imagen recoja, a partir de su reescritura, todo el peso de la acción destructiva del hombre.
Ly nos roba un horizonte que Mann falsea, ambos toman la escena del horror como un troppo que debe ser reescrito, ambos sitúan todo el problema legal de la acción –descubrir al culpable, ser descubierto como culpable- en torno a un montón de imágenes. Graham encuentra la clave del dragón rojo en los videos domésticos de sus víctimas. Los ciudadanos de las barriadas buscan las imágenes del horror en la domesticidad de los aparatos audiovisuales que les rodean. Cámaras, drones, familias, cadáveres, miradas.
Todo es el mismo laberinto, aunque reconozco que me siento incapaz de atravesarlo sin topar, una y otra vez, con las mismas vías muertas.