Los mundos de Coraline
Infancia incómoda Por Yago Paris
Laika Entertainment, LLC comenzó su andadura en la gran pantalla en 2009, en una época en la que Pixar arrasaba con sus producciones. Entre la proeza formal de Wall·E (Andrew Stanton, 2008) y el éxito arrollador de público de Up (Pete Docter, Bob Peterson, 2009) apareció Los mundos de Coraline, delicada pieza de orfebrería que adaptaba la novela Coraline (2002), del escritor y guionista de cómics Neil Gaiman. Ante el reto de adaptar una soberbia novela infantil, el éxito de reformularla, aprovechando las posibilidades del salto de lo literario a lo cinematográfico, Laika Entertainment, LLC, dirigida por Travis Knight, hijo del dueño de Nike, tumbó la puerta grande de este formato cinematográfico al demostrar que otro tipo de aproximación a la animación para el gran público era posible. En una época en la que ya se atisbaba el síndrome de déficit de atención de la sociedad, que necesita montajes frenéticos y constantes giros de guion para no perder el interés en lo que observa, Los mundos de Coraline se desmarca como una cinta delicada, que apuesta por la sutileza, el valor de los detalles y la introspección por encima de la acción.
Henry Selick fue el elegido para desarrollar el proyecto. El director ya había entregado un trabajo previo para el estudio, el cortometraje Moongirl (2005), en el que ya se explicitaba que el autor no se había olvidado de la cinta que más éxito le ha reportado, Pesadilla Antes de Navidad (The Nightmare before Christmas, 1993). Tantas veces atribuida de manera errónea a Tim Burton, quien sólo participó en dicho proyecto supervisándolo y aportando la historia en la que se basa el guion, Selick siempre ha vivido a la sombra de su film, hasta el punto de que no quedaba claro si el haberse convertido en una película de culto lo había catapultado al éxito o lo había condenado a ser considerado apenas un artesano competente pero carente de personalidad. Tras un par de proyectos que, valor cinematográfico aparte, no funcionaron como se esperaba -especial mención a la rareza Monkeybone (2001)-, el éxito de público y crítica le llegó con Los mundos de Coraline. Se trata de un hallazgo formal tan colosal que no sólo confirma que había un autor en el responsable de Pesadilla Antes de Navidad, sino que, vista la carrera que ha llevado este y su compañero Tim Burton, habría que plantearse quién de los dos es el verdaderamente talentoso
Pesadilla antes de Navidad
Los vasos comunicantes entre Pesadilla antes de Navidad y Los mundos de Coraline son evidentes. Estética tenebrosa con reminiscencias del expresionismo alemán, cuerpos desnaturalizados, representaciones que se alejan de lo realista, historias nada complacientes con el público, un afán por lo perverso, al estilo de los cuentos clásicos, que retuercen el aparentemente idílico universo infantil hasta convertirlo en desasosegante, la caracterización y gestualidad de los personajes, etc. Aunque mucho de esto ya estaba en la novela original, Selick tampoco esconde sus filias y sus orígenes, pero el valor diferencial es que no se conforma con calcar moldes, sino que aplica unas ideas de base al proyecto en cuestión y las adapta para sacarles el máximo partido. A las dos películas citadas hay muchos aspectos que las unen, pero otros tantos que las separan, como es la absoluta delicadeza de cada plano, con un interés casi obsesivo por los detalles y una menor presencia de la aventura trepidante y los giros de guion, así como la profundización en el mundo interior del personaje principal -el público ve el universo a través de sus ojos-, aspecto este último que condiciona todo el relato. Tomar dicha decisión implica reducir el nivel de perversidad, al menos la de corte explícito, como pueden ser las caracterizaciones del personaje y el universo -más suavizadas, en comparación-, lo que convierte al relato en una representación puramente infantil, en el sentido literal, pues todo lo que en ella sucede tiene que ver con la infancia -a pesar de lo evidente que en el fondo resulta, en este punto habría que matizar que infantil no significa, en ningún caso, carente de interés para el público adulto o de profundidad.
El otro gran referente de Selick para el proyecto, esta vez inevitable, es la novela en la que se basa su película. Resulta gratificante observar cómo en ambos casos aplica la misma actitud. Obra literaria y cinematográfica reciben el mismo trato, pues no tiene problemas en quedarse con aquello a lo que le puede sacar partido, pero sin que ello limite sus posibilidades creativas. La adaptación al cine de Coraline es excelente desde diferentes puntos de vista. Quien considere que adaptar de manera fiel una novela consiste en plasmar la trama de principio a fin, sin salirse ni un ápice de lo establecido por el escritor, se sentirá satisfecho con lo que Selick entrega. Para quien considere que la fidelidad consiste en plasmar la esencia de la obra original -entre los que se incluye quien esto escribe-, se sentirá fascinado ante la capacidad de Selick, quien también escribe el guion, para captar los subtextos y las sutilezas del relato de Gaiman, sin por ello reducir su creación a un mero trasvase de medios.
Los mundos de Coraline
Selick no teme modificar el material de partida. En los títulos de créditos iniciales ya se introduce un elemento de capital importancia en la trama y que, sin embargo, no aparece en el original: la muñeca de trapo con la apariencia de Coraline. Un elemento que casa con la estética de Henry Selick, a la vez que con la historia, pues las muñecas de trapo pueden llegar a ser juguetes siniestros, especialmente cuando son filmadas mediante stop motion, una técnica áspera per se. A su vez, el objeto es introducido en la historia de la mano de un personaje importante que tampoco aparece en la novela. Se trata de Wybie, el extraño vecino de Coraline, que se ve inmerso en la aventura de la protagonista. ¿Por qué introducir estos cambios, cuando la historia se sostiene perfectamente sin ellos? En el caso de la película, todo parece indicar que se trata de una maniobra para aportar más acción a la narración y reducir sus posibles interpretaciones. En libro y película nunca queda claro qué ocurre en este universo, si existe lo que Coraline vive o si es todo producto de su subconsciente, entre la imaginación diurna y las pesadillas nocturnas. Sin embargo, mientras en el libro se juega hasta el final a esta dualidad, en el film se apuesta por dar a entender que todo lo que ocurre es real, de ahí la importancia de la muñeca, un elemento externo a la imaginación de Coraline, y la presencia de Wybie, un personaje autónomo al control de la protagonista, que se ve inmerso en la aventura. De esta manera, la obra es más fácil de entender y, por tanto, más accesible para todo el espectro del público infantil. Aunque así el autor pueda volcarse de lleno en el apartado de animación, tomar esta decisión provoca que por el camino se pierdan capas de complejidad. Justo lo contrario que ocurre en el cómic homónimo que adapta esta historia, escrito por Todd Klein e ilustrado por P. Craig Russell y publicado en 2008. En él la turbiedad de los ambientes y el dibujo de los personajes directamente la convierten en una novela gráfica no recomendada para niños.
Lo que sí se mantiene es el corazón de la historia, con una Coraline como centro del relato y creadora del universo que observa el público. Uno de los aspectos más transgresores de la novela se explota en la película durante todo el metraje, como es el hecho de que Coraline sea una niña que, básicamente, es infeliz. Aunque siempre haya espacio para el gag cómico -especial mención merece la extraordinaria modulación de la voz de la actriz de doblaje de Coraline, Dakota Fanning-, el poso de la narración va de lo melancólico a lo directamente triste. Cuando lo habitual en las historias canónicas consiste en que un personaje está satisfecho con su situación actual, y el conflicto de la historia consiste en la pérdida y recuperación final de dicho status quo, aquí se parte de la insatisfacción y la necesidad de cambio como una pulsión subconsciente que en ningún momento asegura la solución del problema, lo que da lugar a un final un tanto agridulce. Es cierto que se trata de una película infantil, pero confundir esta característica con la intrascendencia sería un error colosal. Reflexiones como el paso de la infancia al principio de la adolescencia, en ese espacio de tiempo en el que ya se es perfectamente autónomo y racional, pero todavía hay espacio para la imaginación desbordante y el juego, no es otra cosa que abordar una de las etapas que marcan la existencia de todo ser humano. Como toda transición, esta es una fase vital marcada por la incomprensión hacia uno mismo, y de uno mismo hacia el ambiente que lo rodea. En el caso de Coraline, hija única, todo el relato está marcado por su necesidad de seguir siendo el centro de atención de sus padres, lo que recuerda al conflicto vital de la protagonista de El viaje de Chihiro (Sen to Chihiro no kamikakushi, Hayao Miyazaki, 2001). En ambos casos, se trata de una historia que juega a la dualidad entre imaginación y mundo mágico, y en la dos historias sus respectivas protagonistas, de edades similares, tienen miedo a dejar de tener la atención de sus padres, a convertirse en seres extraños, ajenos a ellos. De ahí que, en el fondo, las fantásticas aventuras que viven sean un proceso de aceptación de la nueva situación, un trepidante camino hacia la madurez que sucede en el subconsciente y, como broche final, una defensa a ultranza de la necesidad de que los pequeños se aburran para que espoleen su creatividad.
El viaje de Chihiro
De lo que ya parece no caber duda es de la creatividad de Henry Selick. No sólo por la capacidad para adaptar de manera sobresaliente una obra tan completa como Coraline detrás de la cámara y delante del folio en blanco, ni por mantener vigente su cuidado por la estética y los apabullantes diseños de escenarios, o por su capacidad para manejar un tono que avanza en la cuerda floja, con la amenaza constante de caer al vacío del ritmo descompensado. Uno de los aspectos sobre los que más tinta se puede gastar es su capacidad para darle vida a sus muñecos de stop motion, aspecto que parte del propio diseño de los mismos. Nada en Los mundos de Coraline aspira a la representación realista, como podría ser el caso de las obras de Disney-Pixar. Selick rueda con personajes estrambóticos de figuras carentes de cualquier realismo, pero cuya anatomía es la base de su expresividad. Ya sean las pechugonas y paticortas Miss Spink y Miss Forcible, o Mister Bobo, barrigudo de extremidades finas e interminables, o la propia protagonista, Coraline, de tísico cuerpo y enorme cabeza, todos los personajes de este universo se caracterizan por unas peculiaridades físicas que condicionan su capacidad para transmitir emociones. Esta situación contrasta con la emotividad que registran sus gestos faciales, por lo general minimalistas en comparación con el canon de animación, hasta el punto de que los cuerpos transmiten más que las caras. Este conjunto de peculiaridades es el caldo de cultivo perfecto para explotar uno de los aspectos más llamativos de la cinta, como lo es el interés de su creador por aproximarse a los pretextos del clown. La gestualidad de cada uno de sus personajes se confunde con una competición de actuaciones clownescas, a cada cual más peculiar, aunque pocas veces se abandone la sutileza. Una línea estilística que parece haber marcado tendencia dentro de Laika Entertainment, LLC, a tenor de lo que se observa en el resto de obras posteriores. Con Los mundos de Coraline, Henry Selick se reivindica como un creador total, capaz de apabullar con el despliegue formal, así como de conmover con el gesto más delicado.
Los mundos de Coraline