Los niños del cura

Los condones son pecado, la moralina también Por Enrique Campos

Idiosincrasia. La poción mágica para resistir ahora y siempre al invasor aliado cuando los medios escasean y competir en igualdad de condiciones no es una opción. La filmoteca ex-comunista ha sido ejemplar a ese respecto. Más berlanguianos que los propios conciudadanos de Berlanga. Su cine nos habla de estrambotes, del tonto del lugar, del cura, el enterrador, la puta y el antiguo paramilitar. Por y para el pueblo. ¿Demasiado localista? Seguro. Pero ya pululan por ahí fuera los suficientes cachorros de Spielberg como para que el margen de maniobra de los amigos de la provincia sea amplio.

En esas está Vinko Bresan, que no podría ocultar el nexo con Kusturica ni camuflado con betún. Hasta las sonoridades las toma prestadas del sospechoso habitual, Bregović. Es comprensible. Predecible. Un referente es un referente. Fijado el marco en la pared, entramos rápidamente en materia.

Una diminuta isla del Adriático, un cura joven celoso del párroco senior, mucho más popular entre los parroquianos –como debe ser-, y una epifanía para salvar el lugar del envejecimiento y el auge de la inmigración pagana: pinchar condones. No es costumbrismo lo que vende Bresan, si por costumbrismo entendemos algo remotamente parecido a la realidad. Cambiemos, pues, la comedia costumbrista por la comedia rural de situación –si no existe la inventamos- y todos tan contentos.

Los niños del cura

En Los niños del cura hay clichés, como clichés había en Bienvenidos al Norte (Bienvenue chez les Ch’ti, 2008) o en su clon italiano. No hay tópico que no enraíce en tierra firme, y no hay chiste que no explote un tópico en mayor o menor medida. Los chistes de Bresan apelan a los rescoldos del conflicto balcánico, el catolicismo cerril y, sí, la idiosincrasia croata; sus filias y sus fobias pasadas y presentes.

De lo primero nos surte con la descacharrante figura de un farmacéutico, ex combatiente, más para allá que para acá el hombre, aún con tentaciones de limpieza étnica rondándole la cabeza. El compañero de bolos ideal, si se permite el guiño lebowskiano. Croacia, una y libre, y el kalashnikov tan engrasado como vetustos y chirriantes son los goznes de la iglesia local. Desde ahí, desde la sacristía, el padre Fabián barrunta su plan maestro, y es entonces cuando Los niños del cura alcanza el cénit; en la iniciación de este santo varón por parte del kiosquero en el fascinante y multidisciplinar mundo de los preservativos. No es sencillo explicarle a un beato cuál es el uso idóneo de los condones estriados, o de los de sabor a fresa, sin acabar con la cabeza en una pila de agua bendita y una cruz marcada a fuego en el trasero. Aquí, Bresan da lo mejor de sí mismo. Se destapa como un sagaz creador de personajes delirantes, aun a riesgo de presentar un pueblo digno del Patrimonio Frenopático Mundial. Al fin y al cabo, ninguno de ellos está más loco que Groucho y, recordemos, esto sigue siendo una comedia. La brocha gorda y el pincel conviven en armonía. Pero si decimos que “sigue siendo” es porque en algún momento deja de serlo.

Bresan no racanea en derechazos impregnados de ácido a la Santa Fe; sin embargo, remata con moralina. Antes de llegar al desenlace, deja que se ciñan sobre la isla nubarrones demasiado oscuros como para ser digeridos junto a lo que era el despiporre y el absurdo más absolutos. Se puede y se debe bromear hasta con las vacas sagradas de la India. Es muy sano. Menos edificante resulta marcarse una maratón de carcajadas para esprintar hacia la tragedia en los metros finales. Esto se conoce como coitus interruptus, y algunos preferimos que nos agujereen los condones a traición. Ya nos arrepentiremos mañana.

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