Los paisajes fílmicos de Juan Eduardo Cirlot
Por Samuel Sebastian
Muchas veces he intentado introducirme en la compleja mente de Juan-Eduardo Cirlot, tratar de captar lo que él sentía después de ver una película en algún cine de la Rambla de Catalunya y después subía caminando a casa en los barrios altos de la ciudad y mientras a su alrededor crecía un mundo en blanco y negro, él veía todas las cosas en color, un color a veces desvaído como el Technicolor de Juana de Arco (Joan of Arc, Victor Flemming, 1948) o a veces brillante, hermoso y atrayente como el de El más allá (Kaidan, Masaki Kobayashi, 1964) una película que se adentra en el folclore más profundo e íntimo de la sociedad japonesa y reflexiona con madurez e incluso cierta resignación sobre la muerte, no puede ser que él viera las cosas como el resto de la gente, no, mientras que España trataba de salir de la miseria con las políticas desarrollistas, él era un cinéfilo obsesivo que veía las mismas películas una y otra vez cuando los cines eran la única forma de saciar la cinefilia, dicen que vio cerca de cincuentas veces La caída del Imperio Romano (The Fall of the Roman Empire, Antony Mann, 1964) con su familia y que cada vez que la veía era un poco más corta porque la tijera de la censura primero y el desgaste de las bobinas después hacían que el épico film de Anthony Mann adelgazara y adelgazara, tal vez un día incluso llegara a pensar que de aquella película no quedaría nada, ni tan solo un fotograma, solo el recuerdo, como lo que queda de nosotros cuando dejamos de existir, apenas la memoria de los demás, él que estaba tan fascinado por las mujeres enigmáticas de Hollywood se quedó completamente abatido cuando supo de la muerte de una de ellas, apenas acababa de ver una película suya y su recuerdo permanecía fresco en la memoria, y ese recuerdo fue transformándose poco a poc oen obsesión cuando, de repente, sus uicidio le afectó tanto a Cirlot como si hubiera estado hablando con ella el día anterior y por esa razón le dedicó sus Ocho variaciones fonovisuales sobre el nombre de Inger Stevens (1935 – 1970) en las cuales repite las letras de su nombre, Inger Stevens, como si fueran una letanía: In regnegerrinin, In nigerreginin, In grenneregnerin, In svetnevetnerin, y así hasta formar casi todas las combinaciones posibles, porque al fin y al cabo cuando desaparecemos el único rastro que queda de nosotros son las letras de nuestros nombres que se deshacen como el papel en contacto con el fuego y solo podemos hacer juegos de palabras con el fin de dejar de pensar en nuestro propio destino, eso lo sabía bien Cirlot, juegos de palabras con más o menos sentido, o con ninguno en absoluto, letanías en las que repetimos el nombre de nuestros antepasados para que no se olvide su memoria y estén siempre presentes entre nosotros, como hacían los antiguos egipcios en Faraón (Pharaoh, Jerzy Kawalerowicz, 1966), una película en la que los planos que pasaban más desapercibidos son los que a él más le fascinaban, porque desde luego que nadie miraba el mundo como lo hacía Cirlot, la primera vez que vi El señor de la guerra (The War Lord, Franklin J. Schaffner, 1965) no me pareció nada más allá que una película medieval, tal vez más ruda de lo acostumbrado, pero nada fuera de lo común, sin embargo para Cirlot esta película era Nietzsche, eran tradiciones celtas, era Schönberg y era el arte del siglo XI, era la decadencia de los señores feudales y el esplendor del paganismo, y por supuesto era Bronwyn, otra de las mujeres imaginarias que poblaron sus sueños, una enigmática hechicera que nace en un lago, puede controlar el comportamiento de los animales del bosque y que contiene en su interior casi todo el imaginario de la mitología femenina, Bronwyn es Eva pero también Isis, Magna Mater, Venus y Diana a la vez, porque las películas cuando las explica Cirlot son extrañas, fascinantes, llenas de significados, él que era un perfeccionista de la interpretación del mundo, analizaba una y otravez el mismo plano, la misma composición, hasta poder extraer su significado más profundo y parece mentira que todo aquello sucediera en la mente de un hombre que vivía en una sociedad gris, en una ciudad gris, en un país gris y plano en el que las interpretaciones eran únicas y siempre estaban cercenadas, Cirlot no pensaba igual que los demás, no, y por eso cuando le llegó el momento fatal de la muerte supoenfrentarse a ella con sabiduría, como había afrontado todos los retos en su vida, como se enfrentó al más grande reto de todos escribir el Diccionario de símbolos y así, apenas un año y medio antes de morir, escribió: Sé que me espera la nada, y como la nada es inexperimentable, me espera algo no sé dónde ni cómo, posiblemente ser en cualquier existente como soy ahora en Juan–Eduardo Cirlot.
De izquierda a derecha y de arriba a abajo: Juana de Arco, El más allá, La caída del imperio romano y Faraón