Lost on you/Lost in translation
Por J. Areta
Wishing I could see the machinations/Understand the toil of expectations in your mind/Hold me like you never lost your patience/Tell me that you love me more than hate me all the time/And you're still mine
1.
Querida amiga:
Después, cuando terminó la película, apagué el televisor y me asomé a esa ventana del fondo del salón, esa por la que los vecinos aplauden cada noche ahora que estamos confinados, y bailan la Tusa, y ven pasar los trabajos y los días. Hice ese gesto que hago siempre que necesito una tregua, el de buscar durante un segundo el paquete de cigarrillos de cuando fumaba, el de la adolescencia, el que hace ya cinco años que nunca llevo encima porque, en fin, me hacía mayor y tenía que apuntarme a un gimnasio, comer un poco más sano. Y tuve ganas de escribirte, ciertamente, pero no lo hice, porque aquello hubiera significado volver a utilizar el cine para hacerte daño, volver a darle la vuelta a la máscara de la que te hablé en la última carta para ver qué aristas, qué esquirlas, qué grietas le habían salido al amor.
Así que me mantuve en el silencio habitual, dándole vueltas concretamente a este plano.

Charlotte (Scarlett Johansson) intenta hablar con –suponemos- una amiga a la que quiere confesar la inevitable zozobra de su matrimonio. La posición de la cámara es extraordinaria: distanciada, casi como si mirase de reojo ese extraño momento de intimidad, probablemente avergonzada de estar ahí y de tener que mostrar con esa paleta de grises y colores apagados–nunca fue tan hermosa la Johansson- cómo desciende una lágrima imperceptible por el rostro de la mujer.
Luego, hay un corte de montaje.

Y se abre ante Charlotte esa ciudad que no es hostil, sino simplemente indiferente. Su perfil se convierte en una espalda, y su posición en plano desciende, ligera y suavemente descentrada. Charlotte con los pies descalzos sobre el dintel, lanzando palabras como guijarros a la orilla triste de ese río que es el tiempo. Así que cuando no hay escucha posible, cuando la amiga del otro lado del teléfono está muy ocupada con sus propias heridas, o cuidando a sus hijos, o váyase usted a saber haciendo qué, la cámara regresa a la posición inicial únicamente para retratar a la Johansson escuchando, balbuceando, inevitablemente traicionada.

Podría ser un montaje bastante pueril si no fuera porque, al regresar a la posición inicial, ya sabemos que a esa mujer no la va escuchar, básicamente, ni Dios.
2.
El psicoanálisis, como ya se ha escrito mil veces, mientras tanto.
El psicoanálisis como no-ciencia desgastada, superchería de sinagoga, timo de la alta cultura y pasatiempo para intérpretes de textos ininterpretables. Todo lo que nos digan. Pero gracias al psicoanálisis una amiga común –Sh.- me dijo una vez: “Areta, ¿te has dado cuenta de que nadie escucha?”. Y aquella frase, ciertamente, fue como un terremoto. Una vez que haces el esfuerzo de arrancar la máscara de las convenciones y te asomas al cráneo vacío de tu interlocutor, verás que, en efecto, nadie escucha.
Por eso yo estoy salvajemente, decididamente, empeñado en escucharte. Crees que hablo, pero en realidad, mi acción es llenar de cháchara tu correo electrónico para escucharte. En el fondo, esa es toda la estrategia: quizá por eso funciona extrañamente Lost in Translation, porque gira en torno a dos personas que, de pronto y de manera inesperada, se escuchan. Y cuando eso ocurre, bien lo sabes, las consecuencias suelen ser catastróficas. Por ejemplo, podemos partir de este tremendo plano que se apoya sobre esa diagonal violenta hacia la izquierda.

La barra de bar como espacio crucial en el que la gente, por lo general, tiende a no escucharse demasiado. Ahí está Bob (Bill Murray) ofrece su cháchara al impasible camarero japonés, psicoanalista de barratillo, sujeto supuesto saber de todo a cien. Tiene que llegar ella, desde fuera de foco, deslizándose en la misma dirección de esa diagonal, de ese corte iluminado, como –diríase- una especie de fantasma.

Y porque ella atraviesa el encuadre iluminada parcialmente por esa luz gélida –el fantasma al que amamos, ese del que todavía no hemos hablado ni probablemente hablemos nunca, siempre tiene media faz en luz y media en sombra-, puede el montaje unirles en esta composición inteligentísima.

Además de la rima interna de la posición de sus rostros, lo que hace que el encuadre funcione es la manera en la que los cuerpos sufren dos separaciones: una horizontal –el hueco entre ellos es salvaje, parece que ambos flotan a años luz de distancia, como si en cualquier momento pudieran abismarse en el fuera de campo- y una vertical –a su espalda, esa ciudad insomne que todavía no han conquistado. La ciudad, en Lost in Translation, siempre queda situada al otro lado de la ventana, prácticamente desde los planos de presentación de los personajes.

Pero volvamos a esa barra de bar. Lo importante, lo que realmente genera siempre el deseo que fluye entre dos cuerpos no es la cercanía que los conecta, sino muy al contrario, la distancia que los separa. Eso también se aplica, por supuesto, a la construcción cinematográfica. Nada menos deseable que los dos cuerpos ya acoplados del porno.
La Coppola, en cualquier caso, aguanta el plano. Y es realmente una idea extraordinaria, porque al permitir que surja un silencio extrañamente cómodo –un silencio honesto, que suele ser la condición que permite que un ser humano pueda escuchar a otro-, podemos ver, por ejemplo, con qué cuidado Charlotte hace girar un cigarrillo entre sus dedos…

Condición necesaria para que Bob atraviese esa distancia del deseo entre los dos cuerpos y le ofrezca, propiamente, lo que hace falta para que una palabra traspase el viejo reino del logos y se convierta, ahora sí, en algo que se escuche con el cuerpo. Fuego.

Y como el gesto tiene lugar, entonces el montaje permite un acercamiento sobre el rostro y –esto es fundamental- se centra en Charlotte.

Y ahí está, por fin esa mirada. Tiene que ser ella, definitivamente, la que decida ser escuchada. Y también la que decida cómo gestionar todas las palabras que se pronuncien a partir de ese momento. De hecho, es ese pañuelo rojo, esa cierta calidez, la manera en la que el pelo le cae sobre los hombros y sujeta el cigarrillo (marcando una línea horizontal a la altura de sus labios), lo que le otorga la fuerza a su personaje. Ella todavía está en el tiempo. Muy al contrario, si saltamos al contraplano…

…Bob está completamente oscurecido, descentrado, incluso achatado por el levísimo picado de la cámara. Detrás de él, fíjate, no hay nada. Game Over. Detrás de Bob ya no hay relato, ni gente, ni imagen, ni forma o fondo. Detrás de Bob se acaba el tiempo.
Los dos se confiesan algo: No pueden dormir. El montaje cierra la escena, bruscamente, regresando al plano inicial.

La puñetera diagonal. El silencio. El cuerpo de Charlotte, de pronto extrañamente encorvada sobre la barra y sin atreverse a mirar a Bob.
¿Por qué no pueden dormir?
3.
El Jet Lag, claro.
El Jet Lag es una excusa fantástica del guion para que nuestros personajes no puedan dormir. Con un leve matiz. Únicamente un idiota se pensaría que Charlotte y Bob no duermen por un puro desfase horario –ahí está, por ejemplo, el marido de la protagonista roncando a pierna suelta sin mayor problema.
No. Charlotte y Bob no duermen porque, para dormir –los niños lo saben mejor que nadie- es necesario que alguien nos ofrezca unas palabras que tranquilicen, aunque sea levemente, el desfile de deseos y monstruosidades –a veces son lo mismo- que nuestro inconsciente moldea con cuidado para desplegar los sueños. No es fácil dormir, especialmente si uno no encuentra esa palabra que sirve como contraseña, como llave maestra para dejarse caer en el colchón y cumplir esa dulcísima promesa de la pulsión de muerte. Desaparecer.
(Ese fue, por lo demás, uno de los más afortunados descubrimientos de mi vida, ya tardíos –yo he llegado tarde a casi todo, te lo he dicho mil veces-, ese momento de asumir que una pequeña pastilla blanca, gracias a los portentos de la química farmacológica, podía arrojarme con violencia fuera de mí mismo esas noches de mierda que llevo sufriendo, puntualmente, desde la adolescencia).
Pero decía, Charlotte y Bob no consiguen realmente dormir como Dios manda hasta que llegan a este otro plano, algo menos de una hora de metraje después.

Hay algo tramposo, por lo demás, en el arranque del dispositivo de Lost in Translation. Tramposo por humano, quiero decir. Una película que comienza directamente hablándonos del cuerpo como protegido por un velo finísimo que recubre el contenido mismo del deseo, apoyado de perfil en una cama…

…se demorará dramáticamente en esa pesadilla misma que todos hemos experimentado: saber que la relación sexual con la persona amada –la persona que encarna necesariamente nuestro fantasma- no va a tener lugar porque no encontramos la palabra que conduce hacia ese lugar. Porque, en fin, conviene no engañarse: si esa palabra no se encuentra, ya se puede quedar a tomar cafés, mandarse flamencas y memes con el whassap, perseguirse sigilosamente en las historias de Instagram y, como decía Müller, clavarse furiosamente todos los tenedores que uno quiera por debajo de la mesa. Estar Lost in Translation podría leerse, también, en su literalidad corporal: no encontrar la traducción del deseo, no encontrar la palabra que rasga el velo, el término exacto. Aunque sea puntual, aunque sea anecdótico, aunque permita desbloquear el fantasma de la parálisis. De ahí que la cinta tenga que terminar precisamente aquí.

La palabra que no escuchamos, la que se pronuncia finalmente, la que –es importante recordarlo- permite que Charlotte se marche con algo parecido a una sonrisa.

Es necesario que la Coppola no desvele nunca aquello que se dice. Como todas las palabras mágicas que señalan la verdad entre dos cuerpos, pertenece en exclusiva al lenguaje cifrado de los amantes. Para nosotros resultarían banales o desmesuradas, ridículas o simplemente incomprensibles. Les pertenecen a ellos y a esa fabulosa estrategia cinematográfica que es el off sonoro.
Querida amiga, es precisamente esa sonrisa final de Charlotte la que ahora me impide a mí dormir por las noches. No sé llegar a ella, ni sé cómo habría de hacer para desaparecer entre la multitud y dejarte flotando frente a ese prometedor futuro que todavía te espera en tu lado del plano/contraplano. Así que cuando terminó la película, apagué el televisor y me asomé a esa ventana del fondo del salón, esa por la que los vecinos aplauden cada noche ahora que estamos confinados, y bailan la Tusa, y ven pasar los trabajos y los días.
Y pensé en ti.
Recibe un afectuoso saludo:
J. Areta