Love, Death + Robots. Volumen 2

Humanismo tecnológico o pesimismo existencial Por Jorge Valle

En la profética Wall-E (Andrew Stanton, 2008), la Tierra se había convertido en un vertedero y los humanos habíamos degenerado en obesos inútiles y perezosos, incapaces de hacer nada por nosotros mismos gracias a —o más bien por culpa de— la omnipresencia de las máquinas en nuestras vidas, encargadas de satisfacer todas nuestras necesidades. Cacharros que nos alimentaban, nos peinaban y se comunicaban con el resto de las personas por nosotros habían convertido nuestra existencia en una plácida luna de miel, al mismo tiempo que habían deformado por completo nuestros cuerpos y nuestras mentes. Servicio al cliente automatizado (Meat Dept, Kevin Van Der Meiren, David Nicolas, Laurent Nicolas, 2021), el primer episodio de la nueva temporada de Love, Death & Robots, retoma esta crítica al dominio que la tecnología ejerce sobre nuestras vidas con una historia sencilla en la que los diálogos ceden el protagonismo a un humor disparatado. Los autores basan su propuesta visual en el alejamiento del realismo y en la exageración de los detalles, grotescos y desconcertantes a veces, para presentarnos una comedia que, pese a su apariencia de mayor ligereza, profundiza casi tanto o más que sus compañeras de temporada en el triángulo amor, muerte y robots que definen el espíritu y el título de la serie.

En comunidades con asistencia tecnológica permanente, la vida se ha vuelto tan cómoda que ya no es necesario sacar al perro ni mucho menos recoger sus mierdas, pues los aparatos electrónicos lo hacen por nosotros. Los reyes de la casa ya no son las mascotas, ni siquiera sus dueños, sino las máquinas que han colonizado nuestras vidas. Una de ellas, la más insospechada, se rebela contra su dueña y el caos empieza a reinar en la tranquilidad del hogar. Isaac Asimov, uno de los genios indiscutibles de la ciencia-ficción, acuñó la expresión «complejo de Frankenstein» para referirse al miedo infundado de los humanos ante la posibilidad de que las máquinas se rebelasen contra sus creadores. Desde obras maestras del género como 2001: una odisea en el espacio (2001: A Space Odyssey, Stanley Kubrick, 1968) o Blade Runner (Ridley Scott, 1982) hasta superproducciones del siglo XXI como Yo, Robot (Alex Proyas, 2004), la desconfianza que nos provocan las máquinas ha sido ampliamente tratada en el cine, pero aquí es llevada al absurdo, pues el que se rebela no es otro que el aspirador doméstico. Y aunque este haya aliviado indudablemente la pesada carga que suponen las repetitivas labores del hogar, contactar con la empresa fabricadora del aparato para solucionar un problema sigue siendo un fastidio en la era del Telemark y el servicio de asistencia al cliente por teléfono. La pregunta que nos lanza Servicio al cliente automatizado es: ¿a quién beneficia realmente la intromisión de la tecnología en todos y cada uno de los aspectos de nuestra vida?

La necesidad de crecimiento continuo del capitalismo ha obligado a crear constantemente nuevas necesidades a unos consumidores instalados en la insatisfacción permanente. Nuestra ansia de consumo nunca decae porque siempre precisamos más. Cubiertas las necesidades materiales básicas de la clase media —vivienda, agua, energía, vestimenta, alimento—, la publicidad y el marketing nos convencen de que necesitamos a toda costa el último modelo iPhone y el nuevo aspirador robotizado que no sólo friega el suelo, sino que habla y hasta canta. Después se mercantilizan nuestras emociones, nuestras relaciones sociales y hasta nuestra relación con nosotros mismos, como bien ha señalado la socióloga Eva Illouz 1. Para ella, la innovación tecnológica no estaría subordinada, en la gran mayoría de los casos, a la resolución de los problemas colectivos de la humanidad, sino a los intereses económicos de las grandes multinacionales, que controlan el capital y deciden en qué se invierte y en qué no. Servicio al cliente automatizado apuesta, en este sentido, por la reconexión con el otro, en carne y hueso y no a través de una pantalla, y denuncia, como hacía Wall-E, la reclusión del individuo en su propia burbuja tecnológica y virtual. Harta de máquinas que no entiende y que le hacen la vida imposible, al final del cortometraje la protagonista arroja su auricular al suelo —«¡que le den!»— y sonríe a su inesperado pero agradecido acompañante humano. Adiós máquina, hola vecino.

Love, Death & Robots

Servicio al cliente automatizado (Meat Dept, Kevin Van Der Meiren, David Nicolas, Laurent Nicolas, 2021). Love, Death & Robots. Netflix.

Siguiendo la misma temática, pero desde un conseguidísimo hiperrealismo 3D y

un espectacular diseño de producción cercano al mundo del videojuego, Cobijo (Alex Beaty, 2021) enfrenta de nuevo al ser humano con una máquina. Pero aquí ya no estamos ante un aspirador estropeado, sino ante un robot de alta tecnología dedicado a labores de mantenimiento que, por un error en el sistema, muta en un terrible asesino. En su primera ley de la robótica, Asimov había establecido que ningún robot podría hacer daño a un ser humano pero, ¿qué ocurre cuando la máquina falla? 2. En Cobijo el discurso sobre los peligros y las ventajas de la tecnología se complejiza y esta aparece como salvadora —ofrece refugio y seguridad al soldado caído en combate que interpreta Michael B. Jordan— pero también se pone de manifiesto su alto poder destructivo. No sólo a través del fallo de un robot con una fuerza muy superior a la de cualquier humano, sino por la aplicación del ingenio técnico a la peor de las creaciones humanas: la guerra. «Moriré aquí» es, de hecho, lo primero que escuchamos en un cortometraje oscuro y asfixiante, que bebe del mejor cine de terror —aquí la luz significa muerte en un mundo ya de por sí oscuro y tenebroso en el que cuesta distinguir nada— y que explota los peligros de confiar en la tecnología sin ningún tipo de reservas. ¿No heredan acaso los algoritmos sesgos y prejuicios presentes en las bases de datos de los programadores que los desarrollan?

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Cobijo (Alex Beaty, 2021). Love, Death & Robots. Netflix.

Así, los avances tecnológicos y científicos pueden agravar las desigualdades sociales, raciales y de género, al ser hombres blancos ricos, fundamentalmente, quienes están detrás de las innovaciones. Hielo (Robert Valley, 2021) aborda, a través de la historia de dos hermanos —el menor modificado genéticamente, lo que le da una fuerza y una resistencia fuera de lo común— las enormes brechas que un uso descontrolado de la ingeniería genética podría causar en nuestras sociedades. Gattaca (Andrew Niccol, 1997) ponía el foco en la marginación que sufrían los menos válidos genéticamente, condenados a realizar los peores trabajos en una sociedad cerrada y estratificada, y Hielo nos presenta asimismo a un protagonista, un «extro» no modificado, que sufre discriminación y cuyas habilidades palidecen en comparación con las de su hermano. Asistimos, pues, al nacimiento de nuevas clases sociales, no determinadas ya por los ceros de las cuentas bancarias, sino por el ADN. En las calles, sucias y malolientes, vagabundos y drogadictos sobreviven al frío y al hambre mientras los «modificados» se divierten poniendo a prueba su increíble velocidad. El gélido azul que envuelve toda la estética 2D del cortometraje, cercana a las historietas del cómic, sólo es paliado por el gesto del hermano pequeño para animar al mayor, única muestra de calidez en un mundo congelado y glacial.

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Hielo (Robert Valley, 2021). Love, Death & Robots. Netflix.

Las consecuencias sociales y políticas que provoca el inexorable progreso tecnológico y científico son también la base de Nieve en el desierto (Léon Berelle, Dominique Boidin, Rémi Kozyra, Maxime Luére, 2021). Su impresionante e hiperrealista propuesta visual, con evidentes ecos al mundo post-apocalíptico de Mad Max: Furia en la carretera (Mad Max: Fury Road, George Miller, 2015), enfrenta a Nieve, un hombre solitario y de pocas palabras, con la inmensidad de un planeta desértico e inhóspito. El protagonista huye de varios cazarrecompensas que anhelan el secreto de la inmortalidad, escondido en las células regenerativas que producen sus testículos. Por otro lado, el Protectorado quiere llevarle de vuelta a la Tierra para controlar un don extraordinario que podría desestabilizar por completo el sistema político. La inmortalidad es, pues, un arma que lo cambia todo y una maldición para su portador, condenado a perder todo lo que ama y a sufrir en una eterna soledad. El episodio habla asimismo de la crisis ecológica que vivimos y que podría cambiar por completo nuestra forma de (sobre)vivir en la Tierra. El agua es escasa y las fresas son una mercancía de lujo sólo al alcance de unos pocos privilegiados. Los autores no temen alargar el metraje para deleitarse en las innegables virtudes estéticas del corto más logrado de la temporada, y que combina a la perfección trepidantes secuencias de acción con momentos de mayor intimidad y romanticismo.

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Nieve en el desierto (Léon Berelle, Dominique Boidin, Rémi Kozyra, Maxime Luére, 2021). Love, Death & Robots. Netflix.

La inmortalidad es asimismo el centro de Respuesta evolutiva (Yennifer Yuh, 2021). El deseo de perdurar para siempre, que no es otra cosa que el narcisismo llevado a su máxima expresión, es la consecución lógica de una sociedad tecnocrática que usa la ciencia al servicio del yo, y que está formada por individuos que han olvidado amar a los demás al ser sólo capaces de amarse a sí mismos. Los ricos, que controlan todos los recursos, incluido el lozanol que alarga sus vidas sin fin, nadan en un mar de lujo y opulencia, en su propio Olimpo, ensimismados en sí mismos y convertidos en dioses entregados al placer pero que han perdido el contacto con el fondo último de la vida. Respuesta evolutiva expresa a través de sus logrados escenarios la contraposición entre un mundo terrenal en ruinas y aparentemente deshabitado, pero aún así verde y con capacidad para albergar el amor, y un mundo divino superficial, de estética glamurosa y emociones prefabricadas. El rostro imperturbable e hiperrealista del protagonista, un «mataniños» despiadado y que parece haber perdido la capacidad de sentir, ha olvidado que la muerte da sentido a la vida y que debemos morir para que otros puedan vivir. Su encuentro con una madre y su hija nos deja uno de los momentos más emotivos de la serie: «Llevo viva 218 años. He visto… demasiado. Pero con ella, todo es nuevo. Me gusta ver las cosas a través de sus ojitos. Tan brillantes y llenos de vida. No están muertos, como los tuyos. Recuerdo sus primeros pasos. Su primera risa. La primera vez que me llamó mamá. Recuerdo esos momentos porque sé que no tendré muchos más».

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Respuesta evolutiva (Yennifer Yuh, 2021). Love, Death & Robots. Netflix.

Esta segunda temporada de Love, Death & Robots también se permite jugar con las expectativas del espectador ofreciendo dos cortometrajes aparentemente antagónicos, pero con idéntico motor: el peligro de ser demasiado curioso. Unos niños se levantan de madrugada en Nochebuena para sorprender a Papá Noel en Por toda la casa (Elliot Dear, 2021), pero los únicos sorprendidos serán ellos. ¿Y si las cosas no fuesen como siempre las habíamos imaginado? En este episodio, breve, juguetón y alejado de la seriedad del resto, con guiño a Alien, el octavo pasajero (Ridley Scott, 1979) incluido, la Navidad se torna horripilante y terrorífica, como ocurre con el apacible viaje nocturno del protagonista de Hierba alta (Simon Otto, 2021) quien, a pesar de las advertencias del maquinista de no alejarse del tren, se deja llevar por la curiosidad y se adentra entre la maleza. Pero las extrañas luces que alumbraban la oscuridad del campo en una noche estrellada no resultaban ser lo que esperaba. El corto, angustioso por momentos, envuelve su breve trama en un aura de misterio en la que predomina lo sobrenatural y en la que destaca la belleza de sus imágenes.

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Izquierda: Por toda la casa (Elliot Dear, 2021). Love, Death & Robots. Netflix. Derecha: Hierba alta (Simon Otto, 2021). Love, Death & Robots. Netflix.

El último corto de Love, Death & Robots es también el más distinto, por literario y filosófico. El gigante ahogado (Tim Miller, 2021), basado en el cuento de J.G. Ballard (1964) y teñido del realismo mágico de Gabriel García Márquez —quien, por cierto, también habló de la capacidad del ser humano de convertir un suceso en mito en El ahogado más hermoso del mundo (1968)— habla sobre lo maravilloso y lo extraordinario, sobre lo insondable y lo misterioso del mundo y de nuestra existencia, que nos conmueve y nos remueve hasta lo más hondo. Frente al frenetismo característico de la serie, en El gigante ahogado la cámara sigue un ritmo pausado, casi contemplativo, marcado por una banda sonora que acentúa la melancolía de la palabra, que aquí es pura poesía y que roba por momentos el protagonismo a la imagen. Todo está narrado por la voz de un científico que rechaza la razón para explicar lo inexplicable y se entrega a la reflexión poética sobre el sentido de las cosas y a la pasividad de la observación de un gigante ahogado que, como él mismo reconoce, sigue estando vivo para él, mucho más vivo que otras personas que le rodean. La lenta descomposición del enorme cadáver varado en la playa —«atrapado en la retorcida vorágine a la que nuestras finitas vidas están destinadas»— le sirve al protagonista como espejo de su propia mortalidad. Un cierre perfecto que redondea la temporada y que, pese a su aparente distancia con el resto de cortometrajes, incide en la idea de que, en un mundo cada vez más individualizado y en el que el progreso tecnológico escapa a cualquier examen ético, necesitamos más humanidad y poesía que nunca si no queremos abandonarnos a un nihilismo insoportable que nos empuje aún más al oscuro abismo al que nos dirigimos. O humanismo tecnológico o pesimismo existencial.

El gigante ahogado (Tim Miller, 2021). Love, Death & Robots. Netflix.

 

  1. ILLOUZ, Eva. Capitalismo, consumo y autenticidad. Las emociones como mercancía, Madrid/Buenos Aires, Katz, 2019.
  2. ASIMOV, Isaac. «Círculo vicioso», Los robots, Barcelona, Martínez Roca, 1989.
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