Luca
De repente, el primer verano Por Ignacio Pablo Rico
En la vastedad de ese océano donde el Nemo de Buscando a Nemo (Andrew Stanton, Lee Unkrich, 2003) decidía perderse para descubrir, a través de la aventura, la verdadera naturaleza de la Naturaleza, la libertad de los héroes se veía limitada por la imposición de un orden que determinaba el rol que cada cual había de ocupar en la jerarquía familiar y social. Bajo el mar puede que haya bailarines, como los delfines, pero —así lo descubría la Ariel de La sirenita (The Little Mermaid, John Musker, Ron Clements, 1989) — no existen las estaciones. Por eso, Luca vivirá con especial intensidad la época más cálida del año cuando emerja a tierra firme por primera vez, deslumbrado por la luz del sol, embebido por el movimiento acompasado del pasto, deseando flotar en la superficie de ese otro mar que es el cielo.
El pequeño Douglas Spaulding, de la novela El vino del estío (Dandelion Wine, Ray Bradbury, 1957), abre la ventana el día que comienza el verano y decide ser él quien orqueste, desde la imaginación, el despertar mágico de la cotidianeidad estival. Similar espíritu anima las primeras correrías de Luca y Alberto, criaturas marinas transmutadas en niños humanos que, atrincherando sus quimeras en las ruinas de un faro que ya solo los ilumina a ellos, se entregan al ensueño posibilitado por esa temporalidad única que aflora en el periodo estival. El rumor melancólico de otro tiempo, abierto a toda potencialidad, los alcanza del mismo modo en que nosotros invocamos el romper de las olas al acercar a la oreja una concha marina. Para ellos, no es el esqueleto de un molusco lo que espolea la añoranza de aquello aún no conocido, sino un viejo gramófono desde el que Maria Callas canta O mio babbino caro. El reproductor de música se hunde en las profundidades acuáticas al mecerse violentamente la barca de dos pescadores, y así acaba en las manos —y, más tarde, en los oídos— de unos hechizados Luca y Alberto. El verano aborda sus vidas como una promesa en el horizonte.
Phineas y Ferb, figuras centrales de la serie y saga de películas del mismo nombre emitida por Disney Channel, llevan desde 2007 disfrutando de un estío eterno. Durante cualquier tarde sofocante son capaces de construir una montaña rusa, un perro robótico o globos aerostáticos. Tal vez sus invenciones terminen, de un modo u otro, fracasando; sin embargo, eso es lo de menos: el castillo de arena, bello y efímero, es el símbolo perfecto de una estación en la que se celebra la fugacidad e irrelevancia de los actos como si se fuese a vivir para siempre. El estío es, al fin y al cabo, el tiempo en que la luz del sol tiende al infinito, hasta que la luna, impaciente, acude reclamando su trono. Bajo esas jornadas deliciosamente interminables, Luca y Alberto festejan el goce de lo improductivo, honrando el Elogio de la ociosidad (In Praise of Idleness, 1935) de Bertrand Russell: “Para dejar de sufrir, hemos de dejar de trabajar. Eso no significa que tengamos que dejar de hacer cosas. Significa que hay que crear una nueva forma de vida basada en el juego: en otras palabras, una revolución lúdica”. No tiene relevancia que la Vespa que improvisan con chatarra ambos amigos —su particular castillo de arena— se destruya tras una vuelta: lo que importa es que, por unos segundos, han surcado el cielo en ella.