Luces de París

El peso de la costumbre Por Mireia Mullor

Dijo el escritor francés Honoré de Balzac en una ocasión que “el matrimonio debe combatir sin tregua un monstruo que todo lo devora: la costumbre”. Esta frase resume bastante bien lo que se desprende del último film del cineasta francés Marc Fitoussi, Luces de París, que reúne dos pesos pesados del cine francés, Isabelle Huppert y Jean-Pierre Darroussin, en una comedia romántica que, paradójicamente, es a la vez una revisión de las normas clásicas del romance y una historia muy convencional.

Por lo primero, no es porque tenga un desenlace inesperado ni porque cuente algo nunca visto, sino que está en los detalles su pequeña revolución. Esas pequeñas cosas, como que la reina de la vida chic parisina (Huppert en la vida real y en la mayoría de sus papeles cinematográficos) se convierta en el film en una agricultora normanda sin desprenderse de su elegancia al vestir, o que el remedio infalible para un matrimonio resquebrajado por las rutinas y la dejadez sea, paradójicamente, la infidelidad. Es en estas cuestiones estéticas y morales que Fitoussi encuentra su espacio de innovación, de reinventar un género algo anquilosado en sus formas y con tendencia al exceso de dramatismo. De hecho, la película nunca se excede en el melodrama, sino que se queda en un estado de sobriedad sentimental admirable, un ejercicio de contención para aquellos que detestan los lloros y gritos innecesarios propios de una telenovela venezolana. Ahora bien, estos detalles que despiertan cierto interés no significan que sea, en sí misma, una gran película. En realidad, fuera de ciertos momentos de lucidez, es una cinta fácilmente olvidable.

Pero quedémonos con lo bueno y adentrémonos en el meollo de la cuestión. En la que es probablemente la escena más emocionante, atrevida y visualmente hermosa de Luces de París, un acróbata realiza una performance ante la mirada cristalina de su padre. Están en un local. Xavier (Darroussin) está sentado en unas gradas junto a algunos compañeros de la compañía circense a la que pertenece su hijo. Éste, en una plataforma situada frente a las gradas, sube unas escaleras hasta su último escalón superior. Mira al frente. Entonces cae, con el cuerpo horizontal y la mirada serena, y al llegar a la mitad de la plataforma sale catapultado hacia ese primer escalón. Hay un trampolín escondido tras la pared inferior de la construcción. Y así, cayendo en una absoluta demostración de delicadeza, y aterrizando de nuevo en los escalones por los que subía al comenzar, el hijo del protagonista (Clément Métayer) cae una y otra vez, y se levanta en cada ocasión, en una coreografía acompañada con una suave música de fondo. Plano fijo, con aires de solemnidad.

Luces de París

Esta escena marca un punto de inflexión en la película, pues será cuando algo en la cabeza del padre, Xavier, se remueva para comprender que necesita más a su familia de lo que se cree. Y es que su mujer, Brigitte (Huppert) se ha tomado unos días sabáticos en la romántica ciudad de París para coger aire fresco y descansar de un matrimonio en el que sus labores domésticas y complementarias al trabajo de agricultores le hastían desde mucho tiempo atrás. Luces de París cuenta la historia de esta pareja y su crisis después de muchos años juntos, un hijo fuera de casa y un trabajo condenado a la monotonía. Esta estructura nos es familiar. No la de Huppert cuidando vacas en Normandía, esa no, sino la necesidad de un break en una pareja para retomar la relación con otra perspectiva (o directamente acabar con ella).

Fitoussi busca en el silencioso soliloquio parisino de Brigitte el retrato social de una de las grandes ciudades del planeta. No veremos la Torre Eiffel ni el Palacio de Versalles, pero sí a un joven indio perseguido por la policía por vender fruta en mitad de la calle. Estas pinceladas de realidad, junto con el encuentro con un joven irresponsable e irritante y la brusquedad de la policía, ayudan a desmitificar un París bajo la mirada de un auténtico parisino como el director de este film. No obstante, esta corriente reivindicativa nos deja pocos momentos y una superficialidad evidente, aunque no le pediremos más a un carácter que la película no quiere tener.

No, Luces de París sólo pretende, a fin de cuentas, contarte una historia de amor reorganizando de alguna manera los estereotipos clásicos que envuelven a, por un lado, la vida en el campo, y por otro, a las relaciones matrimoniales.
Es en este último campo donde la cuestión moral de la historia se pone interesante: ¿puede una infidelidad salvar un matrimonio? A priori parece imposible. Pero, sin apenas darle una importancia capital, Marc Fitoussi está abriendo la puerta a algo inconcebible en las relaciones sentimentales convencionales y socialmente establecidas: que una cana al aire a veces viene bien para fortalecer el amor hacia otra persona. En definitiva, la libertad sexual. Esta es una cuestión que sobrevuela toda la producción y es el único elemento que plantea un serio debate.

La última escena está a la altura de la de las acrobacias. La pareja protagonista está en Israel, bañándose en el Mar Muerto, porque según le comentó alguien a Brigitte tiene componentes curativos para la piel. De nuevo, plano fijo y cuerpos en movimiento. Parece ser el modus operandi de las escenas emocionantes de Fitoussi. Ambos flotan en el agua, se cruzan, se quedan de espaldas, y luego de frente. Una sutil y bella metáfora, intencionada o no, de las dudas que acontecen a un matrimonio que ha vivido una crisis y cuya normalidad, allí en las aguas del Mar Muerto, quizás nunca puedan resucitar.

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