Lucifer (2014) y La máquina matamalvados (1952)

Sutiles fuerzas del Mal Por Damián Bender

Para creer en la existencia de Dios la presencia del Diablo es necesaria. Esta idea, arraigada en el seno del catolicismo, es un pilar inamovible sin el cual la experiencia religiosa perdería mucho de su sentido. El antónimo, el permanente adversario funciona como el representante del Mal, por lo que debemos alejarnos de él y de su influencia, de lo contrario caer en la tentación signará el destino de nuestra vida eterna. La figura del Maligno es mucho más corpórea que la divina: las representaciones de Lucifer proliferan desde hace más de diez siglos, en las que el cristianismo fue invistiendo características de deidades paganas y resignificando al carnero en el proceso. Sin embargo, en el último siglo el cuerpo del Diablo ha comenzado a desvanecerse. Las nuevas generaciones han ido desmitificando la figura del pecado, asimilándola internamente en lugar de considerarla como obras de una fuerza externa. La Iglesia misma, en su actualización doctrinal conocida como Concilio Vaticano II se ha hecho eco de estos cambios con el fin de adaptarse a los tiempos que corren; por lo que actualmente se busca interpretar la Biblia desde una visión metafórica en lugar del anacronismo literal al que nos tenía acostumbrados.

Una de las consecuencias es la “liquidez” actual de la figura del Diablo, hecho que pone en aprietos las bases del catolicismo. Si el Enemigo pierde su imagen y solo queda un concepto abstracto de él, el pavor ante su presencia se diluye y con éste el miedo al infierno, componente vital para desarrollar una vida correcta ante los ojos de Dios. Si bien en países con fuerte base protestante el Diablo está vivito y coleando, en países fuertemente católicos como México la institución (sobre todo) y el demonio van perdiendo fuerza en los jóvenes. Si el Diablo no es más que una manifestación de nuestro propio ser, la guía de la institución eclesiástica pierde sentido al no tener claro lo que debe ser combatido.

En las películas, la presencia infernal suele ser muy evidente. La representación del Diablo en el cine está estrechamente ligada a la cultura estadounidense y su visión concreta sobre la existencia del mismo. En la mayoría de los casos la esencia bestial del demonio se manifiesta tarde o temprano, definiendo unas características físicas generales sobre las que trabaja toda una tradición cinematográfica. Ya se manifieste en su forma física “real” o tomando posesión de una persona, el Diablo es caracterizado como un ser caótico e incontenible que esparce su terror mediante la fuerza bruta y sin rasgo alguno de sofisticación, ya que lo que se busca es generar miedo en la potencial audiencia. No es usual ver la astucia o el poder de manipulación del Maligno para poner en jaque la voluntad de la humanidad sin necesidad de manifestarse explícitamente, características más acordes a la realidad impuesta por los cambios de espíritu del último siglo. Dos filmes que insertan la presencia del Mal dentro de poblaciones fuertemente católicas de manera encubierta son Lucifer (2014) del belga Gust Van der Berghe y La máquina matamalvados (La macchina ammazzacattivi, 1952), obra olvidada de Roberto Rossellini. Estas dos películas tienen muchos puntos en común a pesar de estar separadas por cincuenta años, sin embargo, a pesar de la aparente inspiración del belga en la obra del italiano cada una indaga sobre cuestiones diferentes y tienen propuestas estéticas distintas. A desandar el camino, entonces.

Lucifer (2014): El Diablo anda de paso

Lucifer

La sinopsis de Lucifer resume con solvencia el argumento: “En su caída del cielo al inferno, Lucifer pasa por el paraíso terrenal, un poblado de México, y comienza a jugar con las vidas de sus habitantes.” La esencia de los acontecimientos del filme está ahí. Caído de los cielos, en medio de la nada, Lucifer se encuentra con un pueblo aislado al pie del volcán del cuál acaba de descender. En su camino hacia los infiernos este pueblo le queda de paso, es parte de un camino anecdótico para el recién expulsado del reino de los cielos. Sin embargo, este contingente es un sistema particular, un paraíso en la Tierra en el que la presencia eclesiástica tiene mucha fuerza y sus habitantes creen con toda inocencia en Dios. Van der Berghe representa este paraíso de una forma muy original: decide romper con el marco rectangular de la pantalla cinematográfica y crea un nuevo marco de forma circular (y por ende, un nuevo formato de imagen). Este círculo por el que se refleja la imagen representa la naturaleza cerrada del paraíso, que es un mundo en sí mismo. Este sistema cerrado se encuentra aislado de la realidad, aferrado a las tradiciones y ajeno al paso del tiempo. Las escenas filmadas en 360 grados son especialmente evocadoras al eliminar la línea del horizonte y con ella el principio y el final: en este círculo nada queda afuera, todo gravita en torno al centro (que no es otro más que Dios) y todo que existe es lo que el ojo puede ver.

En este ecosistema, la presencia de Lucifer es una invitación al caos y sobre todo a la confusión. No pasa mucho tiempo para que se aproveche de la hospitalidad ofrecida por dos mujeres (Lupita y María, madre e hija) y las engañe, haciéndose pasar por un ángel que viene a bendecir al pueblo. Lucifer técnicamente es un ángel, pero uno que ha perdido la gracia de Dios y se ha rebelado ante él, un ángel consciente del bien y el mal pero sin escrúpulos a la hora de manejar esos conceptos. El milagro que obra para que le crean también tiene un origen espurio: hace que el hermano de Lupita se recupere de su enfermedad y vuelva a caminar, empero el hombre mentía y solo fingía estar enfermo. El “milagro” sucedió porque Lucifer sabía que el hombre estaba mintiendo y él lo hizo pasar por verdad. Parafraseando al padre Merrin en El Exorcista (The Exorcist, William Friedkin, 1973), el diablo mezcla mentiras con la verdad para confundir a sus víctimas. Esto le permite manipular, confundir y sembrar dudas en las personas, que no alcanzan a comprender la naturaleza del ángel caído en la inocencia de su paraíso.

Lucifer 2014

Y es precisamente la inocencia lo que viene a mancillar la llegada de Lucifer. El pueblo celebra una fiesta en su honor, María se deja seducir por sus palabras, en las que promete más milagros y la puerta al reino de los cielos. Al día siguiente, el ángel desaparece y María espera un hijo de él. A partir de este momento, la fe de los pobladores está en juego. Lucifer es una reflexión parsimoniosa sobre la duda y la creencia en la que contemplamos cómo el Diablo pervierte y desmorona los preceptos del paraíso utilizando solamente su capacidad de engaño, su astucia y su amoral interpretación del libre albedrío. La ausencia del ángel es interpretada por los habitantes como la pérdida de la gracia de Dios, abandonándolos a su suerte por una falta que no pueden identificar. Mientras la Iglesia local construye un nuevo templo que la acerque físicamente lo más posible al cielo, su pueblo se resquebraja por dentro, alejándose irrevocablemente del Señor. Por ello el último plano del filme rompe con el formato circular y retorna a una relación de imagen convencional: el sistema cerrado del paraíso se ha roto.

Van der Berghe explora el concepto de la fe a través de la duda y el resultado final es ambiguo: el planteamiento simbólico y audiovisual la hacen una propuesta única y de carácter experimental, sin embargo las actuaciones (realizadas por los habitantes reales del pueblo) no consiguen transmitir el conflicto emocional de forma consistente, lo que diluye el impacto de las imágenes en un metraje que se dilata, sosteniendo los planos con desigual éxito. A pesar de lo irregular del experimento, Lucifer a través de su entramado teórico y su original uso de la imagen nos muestra otra cara del Maligno, más astuta y enigmática que el común denominador de las representaciones cinematográficas.

La máquina matamalvados: El Demonio en la máquina

La máquina matamalvados

No es muy exagerado decir que La máquina matamalvados es una obra olvidada dentro de la filmografía de Rossellini. Filmada luego de esa polémica declaración de amor a Anna Magnani llamada justamente, El Amor (L’amore, 1948), debido a diversos inconvenientes vio la luz en 1952 y pasó por la cartelera italiana sin mucha pena ni gloria. Si bien no es una obra mayor, esta película forma parte de otra pequeña trilogía en la que el director italiano se aleja de las realidades de la posguerra y se dedica a explorar la religión y la creencia. Menos relevante en el canon que las obras que vendrían de su idilio con Ingrid Bergman, El Amor, La máquina matamalvados y Francisco, juglar de Dios (Francesco giullare di Dio, 1950) tienen a la religión como punto en común, pero cada una la aborda de formas diferentes sin por ello perder la aguda mirada humanista que lo caracteriza.

En la película que nos concierne, Rossellini indaga sobre el origen del Mal de forma satírica, presentando la historia como un artificio, como un cuento infantil con su prólogo y su moraleja. Al inicio vemos como una mano arma el escenario donde van a transcurrir las acciones, “monta” los edificios y los personajes ante nuestros ojos. Mientras tanto, el narrador nos advierte en prosa que estamos ante una comedia de personajes vanidosos y espurios, de diversos intereses y clases sociales que a pesar de sus diferencias tienen algo en común. Con esa presentación queda clara la relevancia del artificio cinematográfico y en específico, del poder de la cámara para capturar mundos. Es ante todo, un adelanto de lo que está por venir.

¿De qué trata la fábula? En resumidas cuentas, trata de un fotógrafo llamado Celestino que confunde a un demonio con San Andrés, santo al que el pueblo cada año se encomienda en busca de bendiciones. Este demonio le otorga poderes a la cámara, de modo tal que si se le toma una fotografía a un policía en una pose de alto y luego se fotografía esa misma foto, la persona retratada muere en la posición en la que fue fotografiado. Rossellini toma la disparata teoría de Balzac según la cual la lente de la cámara absorbía parte del espíritu que luego quedaba retenido dentro de la imagen y le da un giro retorcido: la lente primero captura el espíritu, y luego lo aniquila, asesinando a su portador original. Armado con esta cámara/arma y el predicamento del demonio/santo para exterminar a todos los malvados que dañan al pueblo, nuestro protagonista de nombre Celestino se embarca en una cruzada para hacer justicia divina, sin percatarse de que el ojo por ojo y la justicia por mano propia no son precisamente mandamientos de Dios (al menos si nos atenemos al Nuevo Testamento). Mientras (irónicamente) las bendiciones de San Andrés llueven sobre el pueblo a través de una gran donación de dinero enviada por el gobierno italiano y una abundante pesca, Celestino debe impartir justicia castigando a los que tratan de aprovechar ese dinero caído del cielo para su propio beneficio. El problema es que los malvados parecen multiplicarse.

La máquina matamalvados

En una hora y veinte minutos de metraje, el demonio aparece en apenas diez minutos (o menos). No necesita mucha exposición para dejar su marca a cada paso cuando los hombres y la máquina pueden hacer todo el trabajo. Al igual que en Lucifer la influencia demoníaca es mínima, la mera sugestión y el engaño bastan para quebrar la voluntad del bien y desatar una espiral caótica de acusaciones, peleas y muertos en extrañas poses corporales. Solapado en el tono jocoso de la comedia, Rossellini expone una teoría sobre el Mal y los hombres: en resumidas cuentas considera que el Mal reside en nosotros mismos, mal que lleva el nombre de egoísmo. El egoísta no puede pensar en el otro o en el bien común, reclama prioridad sobre todo lo que le concierne y no es exclusivo de clase social, etaria o religiosa. ¡Si hasta el padre en cuánto se entera del dinero que está por llegar piensa en la edificación de una nueva Iglesia antes de cualquier otra cosa! Porque hasta Dios tiene sus prioridades.

El demonio en todo esto funciona como un catalizador del relato que inicia una reacción en cadena, una pequeña chispa de lo malvado que no necesita intervenir más allá, segura de que nuestra propia maldad puede hacerse cargo del resto. Para Rossellini el diablo no es real (al menos en una dimensión tan literal) y por ello decide exponer nuestra constante hipocresía de forma burlona, satirizando a todos los habitantes del pueblo. Sin embargo sí cree en Dios, y por ello sobre el final de la película Celestino, arrepentido de sus crímenes obtiene la chance de que sus víctimas vuelvan a la vida. Incluso transforma al otrora demonio en ser humano dispuesto a vivir del bien. La misericordia de Dios para Rossellini es infinita y por ello el arrepentimiento basta para conseguir su perdón. Mientras la mano misteriosa desmonta el escenario y con ella el artificio, la moraleja reza: “Cultiva el bien sin exagerar, rehúye el mal si te quieres salvar, no te apresures demasiado al juzgar y piénsalo tres veces antes de castigar”. No vaya a ser que en la indignación, tu propia maldad se vuelva parte del problema.

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