Lunas de hiel

Dolor Por Alberto Abuín

Junto con la magistral El quimérico inquilino (Le locataire, 1976), Lunas de hiel me parecen los mejores trabajos del director francés de nacimiento. Dos films aparentemente opuestos por asentarse en diferentes géneros —las dichosas etiquetas que los vagos necesitan para no perderse—, el del thriller y/o terror, y el drama romántico. Ambos juegos psicológicos de envergadura, el primero sobre los misterios de la mente, el que nos ocupa sobre los recovecos más íntimos y oscuros de ese sentimiento tan caprichoso llamado amor. Tomando como base la novela ‘Lunes de fiel’ de Pascal Bruckner —en la única adaptación cinematográfica que ha conocido una de sus obras—, Polanski se adentra en los deseos más ocultos del amor, realizando una prodigiosa radiografía del deseo, del vicio, de la lucha contra la rutina, de la belleza del amor, y de cómo éste, en su versión más perversa, es capaz de adueñarse completamente de sus víctimas. El amor romántico en todo su esplendor, el amor enfermizo en toda su destrucción, el sexo como atractiva válvula de escape, y sobre todo de los límites que todos debemos reconocer y aceptar. Una vez cruzados no hay marcha atrás.

La fascinante historia de amor entre Oscar —perfecto Peter Coyote en un personaje que era para James Woods— y Mimi —Emmanuelle Seigner, la esposa de Polanski desde 1989, en su interpretación más atrevida— es narrada a base de flashbacks, concretamente cuando Oscar cuenta su pasado a Nigel —un Hugh Grant, aún no estrella, al que aquí le quedan perfectos sus tics como actor—, un ingenuo hombre que lleva casado siete años con Fiona —Kristin Scott Thomas, experta en historias de amor a varias bandas—. Dos matrimonios opuestos, que se conocen en la travesía de un barco en la víspera de noche vieja. Nigel escucha con verdadero interés la depravada historia de Oscar por una única razón: se siente enormemente atraído por Mimi a la que desea poseer. La experimentada pareja se aprovechará de ello para lo que parece un juego sin piedad sobre los deseos. La experiencia contra la inocencia, la diversión contra la rutina. Errores y aciertos caminando de la mano en pos de entender un sentimiento cuya principal característica es precisamente que no es entendible. Cualquiera es capaz de lo que sea por amor y sus peligrosos derivados.

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Esos bloques del pasado, cuyas interrupciones son un presente que avanza hacia el peor desenlace imaginado, los conocemos por boca de Oscar. Al principio Nigel se muestra asqueado, su condición de refinado británico le hace escandalizarse ante algunas de las perversiones de la recién conocida pareja —casi todas visualizadas de forma muy elegante, desde el detalle hasta el fuera de campo o la narración en off, por ejemplo, cuando Oscar se deja orinar en la cara por Mimi, instante en el que la película juega con la imaginación del espectador, que cree estar más conectado con Nigel que con cualquier otro personaje—, de ahí que Polanski arranque los flashbacks iniciales del rostro de Coyote, con un leve travelling hacia la derecha. Pero cuando Nigel es engañado para acudir al camarote de Mimi, éste ya está involucrado hasta la médula en la historia; a partir de ahí Polanski arranca el flashback partiendo del rostro de Hugh Grant. El mismo juego que Oscar establece con Nigel parece establecerlo Polanski con el espectador, al que no da tregua en su descenso a los infiernos de la pareja. Lunas de hiel es una película no apta para mojigatos o ciegos que creen que el amor es color de rosa. Lunas de hiel es dolor, y se atreve donde otros no se han atrevido en el siempre prohibido universo sexual, tema tabú para muchos.

El retrato del amor en una pareja que Polanski propone, empieza, cronológicamente hablando, en un autobús. Oscar queda impresionado por la belleza de Mimi, que va sentada al fondo del autobús. Polanski la encuadra de tal forma que la actriz parece flotar por las calles de París —anotemos, la ciudad del amor por excelencia—, una secuencia que expresa, con total sencillez, ese instante en el que todos nos hemos quedado embelesados por alguien, la idealización del amor, de la otra persona, sin maniqueísmos, ni música exagerada —atención a la extraordinaria banda sonora de Vangelis, cuyos sonidos de otra época, casan a la perfección con las imágenes de Polanski—. Y concluye en un trasatlántico —en el que Polanski tiene tiempo hasta de marcar la decadencia de la sociedad— en cuyo exterior se va formando un temporal, acorde con los terribles acontecimientos que están por llegar, y en los que la estabilidad de la pareja Nigel/Fiona se verá seriamente dañada.

De esta forma, enfrentando a ambas parejas, Polanski habla del mundo de las relaciones en prácticamente todos sus estados, con sus claros y oscuros, a lo que contribuye de forma prodigiosa la fotografía de Tonino Delli Colli, el colaborador habitual de directores como Sergio Leone, que marca perfectamente los puntos álgidos del relato —esa idealización de la otra persona—, y también los más sombríos —los flashbacks parten de la pantalla oscurecida, como preámbulo a los más oscuros rincones de la relación Oscar/Mimi—. Hay un tercer personaje que completa el retrato del mundo de la pareja y que parece pasar inadvertido pero tiene una importancia vital. Un hombre indio viaja en el barco con su hija pequeña, en cierto momento le dice a Fiona que los hijos pueden salvar cualquier matrimonio, lo cual se empareja con uno de los puntos de inflexión en la historia Oscar/Mimi: ella ha tenido un aborto. La pequeña se despedirá de la pareja Nigel/Fiona al final de la travesía, y tras pasar la pareja por la violenta experiencia catártica que acaban de experimentar —en la que además Fiona demuestra estar a mucha más altura que su esposo—. El futuro se presenta tan esperanzador como trágico.

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